Río de dos corazones, cuento de Hernest Hemingway

Cuento que forma parte del libro En nuestro tiempo (1925)

Río de dos corazones I

El tren se perdió de vista detrás de una de las colinas formadas por pilas de madera quemada. Nick se sentó sobre la mochila con la lona y la ropa de cama que le había arrojado por la puerta del vagón de equipajes el encargado. No había pueblo, no había nada, excepto los rieles y el campo arrasado por el fuego. No había quedado ni rastro de las trece cantinas que antes se levantaban a ambos lados de la única calle de Seney. Se veían los cimientos de la Mansión. La piedra estaba arruinada por el fuego. Eso era todo lo que quedaba de Seney. Hasta la superficie del suelo había sido devastada.

Nick miró la colina chamuscada sobre la que esperaba ver las casas desparramadas del pueblo y luego caminó siguiendo las vías hasta el puente. El río aún estaba allí. Hacía remolinos contra los pilotes de madera del puente. Nick miró el agua clara por los guijarros coloreados del fondo y se puso a observar las truchas que se mantenían firmes en la corriente agitando las aletas. Mientras las observaba, cambiaban de posición con rápidos movimientos angulares y volvían a mantenerse quietas. Nick las observó durante mucho tiempo.

Las observó dando la cara a la corriente. Eran muchas truchas en el agua profunda y correntosa, y se veían ligeramente distorsionadas a través de la vítrea superficie convexa del arroyo que presionaba y aumentaba contra la resistencia que ofrecían los pilotes del puente. Las truchas grandes estaban en el fondo. Nick no las vio al principio. Luego las vio en el fondo, eran unas truchas grandes que trataban de quedarse quietas entre los guijarros en medio de la nubosidad cambiante de arenilla que formaba la corriente.

Nick miró hasta el fondo del arroyo desde el puente. Hacía calor.

Un martín pescador voló a ras del río. Hacía mucho que Nick no veía truchas ni miraba la profundidad de un río. Las truchas le parecieron muy buenas. A medida que la sombra del martín pescador se desplazaba río arriba,

una gran trucha saltó fuera del agua trazando un gran ángulo, solo que era su sombra la que trazaba el ángulo, luego perdió la sombra al acercarse a la superficie, fue iluminada por el sol y al volver a sumergirse volvió la sombra, que ahora parecía flotar con la corriente hasta llegar a un lugar debajo del puente, donde permaneció firme, enfrentando la corriente y sus embates.

Nick sintió algo en el corazón al ver el movimiento de la trucha. Sintió que volvía la vieja sensación de bienestar.

Giró y dirigió la mirada río abajo. El río se extendía durante un gran trecho. Su lecho era de guijarros con grandes cantos rodados y partes profundas, curvas y playas.

Nick volvió adonde había dejado la mochila, entre las cenizas junto a las vías. Se sentía feliz. Apretó las correas del bulto y se lo echó al hombro, metió las manos debajo de las correas y se puso la mochila en la espalda, agachando la cabeza todo lo posible para tratar de aliviar el peso sobre los hombros. Pero la mochila era demasiado pesada. Demasiado pesada. Llevaba en la mano el estuche de cuero en que guardaba la caña de pescar. Siempre caminando inclinado hacia delante para que el peso descansara en la parte superior de la espalda, siguió el camino paralelo a las vías alejándose del pueblo incendiado, y luego dobló por una colina rodeada de otras dos, también chamuscadas por el incendio, y tomó un camino que se internaba en el campo. Caminó por él bajo el peso de la mochila que le causaba dolor. El camino subía continuamente. La ascensión era ardua. Hacía calor y le dolían los músculos, pero Nick se sentía feliz. Todo había quedado atrás, la necesidad de pensar, la necesidad de escribir, otras necesidades. Todo había quedado atrás. Desde el momento en que se había bajado del tren y el encargado le había tirado la mochila por la portezuela abierta del vagón, las cosas habían empezado a cambiar. Seney había sido destruido por el incendio, el campo estaba devastado y distinto, pero no importaba. Todo no podía haberse perdido. Eso lo sabía. Siguió caminando, sudando bajo el sol, siempre hacia arriba para cruzar la cadena de colinas que separaba el ferrocarril de las llanuras con pinos. El camino seguía, con bajadas ocasionales, pero por lo general subiendo. Nick lo siguió. Por fin el camino, después de correr paralelo a la ladera chamuscada, llegó a la cima. Nick descansó apoyándose contra un tronco y bajó la mochila. Adelante, en toda la extensión que alcanzaba su vista, estaban los pinos. El terreno devastado terminaba a la izquierda, junto con las colinas. Hacia delante se elevaban los oscuros pinos. Lejos, a la izquierda, estaba el río. Nick lo siguió con la mirada y pudo ver los reflejos del sol en el agua.

Adelante de él no había nada, excepto la llanura de pinos, y luego las colinas azules, a la distancia, que delimitaban el Lago Superior. Apenas si se divisaban, débiles y lejanas. Si fijaba demasiado la vista, desaparecían. Pero si miraba a medias, las veía.

Nick se volvió a sentar contra el tronco quemado y fumó un cigarrillo. Su mochila se balanceaba en la punta del tronco, con las correas colgando. Había un hoyo en la mochila, hecho por su espalda. Nick permaneció sentado fumando y mirando el paisaje. No necesitaba sacar el mapa. Sabía dónde estaba por la posición del río. Mientras fumaba con las piernas extendidas, se fijó en una langosta que vino caminando hasta su media de lana. Era una langosta negra. Mientras caminaba por el camino habían surgido de la polvareda muchas langostas. Todas eran negras. No eran esas grandes con las alas amarillas y negras o rojas y negras que zumbaban al remontar vuelo. Estas eran langostas comunes, pero todas renegridas. A Nick le habían llamado la atención, sin ponerse en realidad a pensar en ellas. Ahora, mientras observaba la langosta negra que mordía la media de lana con su boca de cuatro puntas, se dio cuenta de que se habían vuelto negras por vivir en esa tierra devastada. Se dio cuenta de que el incendio debió haber ocurrido el año anterior, porque todas las langostas eran negras. Se preguntó cuánto tiempo seguirían negras.

Con mucho cuidado alargó la mano y tomó al insecto de las alas. Lo dio vuelta patas para arriba y observó el abdomen articulado. Sí, también era negro, irisado en el tórax, que estaba cubierto de polvo, igual que la cabeza.

—Vete, langosta —dijo Nick, hablando en voz alta por primera vez—.

Vuela hacia algún lado.

Soltó al insecto en el aire y lo observó volar hasta el tronco carbonizado que estaba del otro lado del camino.

Nick se incorporó. Apoyó la espalda contra la mochila que colgaba del tronco y pasó los brazos por las correas. Con la mochila en el hombro se detuvo en el borde de la colina y observó la comarca y el río distante y luego bajó la colina, alejándose del camino. Era fácil la caminata ahora. La línea demarcatoria del incendio terminaba a unos doscientos metros de la colina. Después crecían los helechos, altos hasta el tobillo, y los pinos. Era un terreno ondulado, con subidas y bajadas frecuentes de suelo arenoso.

Nick se orientaba por el sol. Sabía el lugar del río al que quería ir y continuó caminando entre los pinos, escalando pequeñas subidas para ver que había otras delante de él, flanqueado a derecha e izquierda por sólidas islas de pinos. Cortó algunos vástagos de helecho y los puso debajo de las correas de

la mochila. Al ser apretados empezaron a despedir un agradable olor mientras caminaba. Estaba cansado y hacía mucho calor caminando por ese terreno irregular entre pinos que no lo protegían del sol. Sabía que podía llegar al río en cualquier momento, con solo doblar a la izquierda. No podía estar a más de una milla. Pero siguió caminando hacia el norte para acercarse al río más adelante, lo más lejos que pudiera llegar.

Al atravesar el terreno elevado, Nick divisó una gran isla de pinos. Bajó la cuesta y luego, al llegar a la cima de la siguiente subida, dobló y se encaminó a los pinos.

No había maleza en la isla de los pinos. Los troncos subían derechos o se inclinaban para tocarse. Los troncos no tenían ramas abajo, sino muy arriba, y allí se entrelazaban formando una compacta sombra. Alrededor del grupo de árboles había un espacio abierto. Nick notó que el piso era blanco y estaba cubierto de agujas de pino, que se extendían mucho más allá del alcance de las ramas altas. Los árboles habían crecido y las ramas estaban altas, dejando al sol este espacio abierto que alguna vez habían cubierto de sombra. Los helechos comenzaban exactamente al borde de esta extensión del suelo del bosque.

Nick se quitó la mochila y se acostó en la sombra, contemplando los pinos. Se estiró para descansar el cuello, la espalda y la nuca, en la tierra blanda. Miró el cielo entre las ramas y luego cerró los ojos. Los volvió a abrir y miró hacia arriba nuevamente. En lo alto el viento agitaba las ramas. Volvió a cerrar los ojos y se durmió.

Nick se despertó duro y entumecido. El sol estaba casi bajo. Se puso la mochila y sintió que era pesada y que las correas le hacían doler. Se inclinó con la mochila puesta para recoger el estuche de cuero con la caña y emprendió la marcha hacia el río, alejándose de los pinos por el terreno pantanoso cubierto de helechos. Sabía que el río no podía estar a más de una milla.

Bajó por una colina cubierta de tocones y llegó a una pradera. El río estaba al final de la pradera. Nick se alegró de llegar a él. Caminó río arriba atravesando la pradera. Los pantalones estaban empapados por el rocío que había llegado con fuerza y rapidez después del caluroso día. Era un río silencioso que se deslizaba veloz. En el extremo de la pradera, antes de buscar un lugar alto para acampar, Nick observó saltar a las truchas que comían los insectos que llegaban al pantano del otro lado del río, ahora que el sol se había puesto. Los peces salían del agua para apoderarse de su presa. Mientras Nick caminaba a lo largo del río, los peces seguían saltando. Miró el agua y

supuso que los insectos se estaban posando sobre la superficie porque las truchas comían sin cesar, formando círculos en el agua, como si estuviera empezando a llover.

El terreno se elevaba, cubierto de árboles y de arena, dominando la pradera, el río y el pantano. Nick depositó la mochila y el estuche con la caña, y buscó un lugar llano. Tenía mucha hambre y quería montar el campamento antes de cocinar. El terreno era bastante llano entre dos pinos. Sacó el hacha de la mochila y con ella cortó dos ramas. Quedaba entonces un espacio bastante grande como para una cama. Niveló el suelo arenoso con la mano y arrancó de raíz los helechos. Volvió a alisar la tierra. No quería estar incómodo cuando se acostara. Una vez que alisó el terreno, tendió sus tres mantas. Dobló la primera y sobre ella puso las otras dos.

Con el hacha cortó un pedazo de madera de pino de uno de los troncos y lo partió en estacas. Quería que fueran largas y firmes. Ahora que la tienda estaba extendida sobre el suelo, la mochila apoyada contra el pino, parecía mucho más pequeña. Nick ató la cuerda que servía como tirante horizontal a un tronco y, levantando la tienda con el otro extremo de la cuerda, la ató al otro pino. La tienda colgaba sobre la soga como si fuera una línea para tender la ropa. Nick hundió un palo que había preparado bajo el pico trasero de la lona y por último fijó los bordes. Metió bien hondo las estacas golpeándolas con el revés del hacha hasta enterrar las presillas de la soga y ver que la lona estaba tirante como un tambor.

En la entrada de la tienda puso una tela para protegerse de los mosquitos. Agachándose, se deslizó debajo del mosquitero con varias cosas que había sacado de la mochila y que quería poner a la cabecera de la cama. La luz se filtraba adentro de la tienda atravesando la lona marrón. Había un agradable olor a lona. Ya se sentía algo misterioso, como de hogar. Nick estaba feliz al entrar en la tienda. No se había sentido triste en todo el día. Esto era algo distinto, sin embargo. Había habido cosas por hacer, y ya estaban hechas. Había sido un viaje cansador. Estaba muy cansado. Todo estaba hecho. Había levantado la tienda. Ya estaba instalado. Nada podía tocarlo. Había encontrado un buen lugar para acampar. Ya estaba allí, en el buen lugar. Estaba en su hogar, hecho por él. Ahora tenía hambre.

Salió arrastrándose debajo de la tela mosquitero. Afuera estaba muy oscuro. Había más claridad adentro de la tienda.

Nick fue hasta donde estaba la mochila y buscó a tientas hasta encontrar un clavo largo dentro de un paquete de clavos que estaba en el fondo de la mochila. Lo clavó en el pino, pegándole con el revés del hacha. Colgó la

mochila del clavo. Todas sus provisiones estaban en la mochila, y ahora estaban seguras.

Nick tenía hambre. Le parecía que nunca había tenido tanta hambre. Abrió dos latas, una de carne de cerdo con porotos y otra de fideos, y las echó en la sartén.

—Tengo derecho a comer estas cosas, si es que estoy dispuesto a acarrearlas —dijo Nick. La voz sonaba extraña en medio del bosque oscuro. No volvió a hablar.

Cortó unas astillas de pino de un tocón y con ellas inició el fuego. Puso una parrilla de alambre, hundiéndole las cuatro patas con el pie. Puso la sartén en la parrilla, sobre las llamas. Tenía más hambre ahora. Los porotos y los fideos se estaban calentando. Nick los revolvió y los mezcló bien. Empezaron a formarse burbujas que subían a la superficie con dificultad. Había un buen aroma. Nick sacó una botella de Ketchup y cortó cuatro rodajas de pan. Las burbujas se formaban con más frecuencia. Nick se sentó junto al fuego y levantó la sartén. Sirvió la mitad de la comida en un plato de lata. Nick sabía que estaba demasiado caliente y vio cómo se deslizaba con lentitud en el plato. Le echó un poco de Ketchup. Los porotos y fideos estaban aún demasiado calientes. Miró el fuego, luego la carpa, haciendo tiempo porque no quería arruinarlo todo quemándose la lengua. Durante muchos años había sido incapaz de disfrutar de las bananas fritas porque no podía esperar a que se enfriaran. Tenía la lengua muy delicada. Tenía mucha hambre. Del otro lado del río, en el pantano, casi en la oscuridad, vio que se estaba formando neblina. Volvió a contemplar la carpa. Muy bien. Comió una cucharada bien llena.

—Dios —dijo Nick—. Dios mío —dijo, feliz.

Comió todo el plato antes de darse cuenta de que se había olvidado del pan. Terminó el segundo plato con el pan, pasándolo bien hasta dejar brillante el plato. La última vez que había comido había sido en el St. Ignace, en el restaurante de la estación, donde pidió un sándwich de jamón y una taza de café. Todo había salido muy bien. En otras ocasiones había tenido mucha hambre, pero no había podido satisfacerla. Podría haber acampado mucho antes, pero no había querido hacerlo. Había muchos buenos lugares para acampar junto al río. Pero este era un lugar muy bueno.

Puso dos pedazos de pino en el fuego para avivarlo. Se había olvidado de buscar agua para el café. Sacó de la mochila un balde plegadizo de lona y bajó la colina hasta el río. La otra orilla estaba envuelta en neblina. El pasto estaba frío y húmedo. Se arrodilló y metió el balde en el río, que resistió y se hinchó en la corriente. El agua estaba como hielo. Nick enjuagó el balde y, lo llenó y lo llevó al campamento. Lejos del río no hacía tanto frío.

Nick clavó otro clavo y de él colgó el balde con agua. Llenó la cafetera por la mitad, puso más astillas en el fuego y colocó la cafetera sobre la parrilla. No se acordaba de cómo solía hacer el café. Se acordaba que una vez habían discutido con Hopkins, pero no estaba seguro de lo que había sostenido él. Decidió hervirlo. Ahora se acordó que eso era lo que sostenía Hopkins. Hubo una época en que le discutía todo a Hopkins. Mientras esperaba que hirviera el agua, abrió una pequeña lata de damascos. Le gustaba abrir latas. Vació el contenido en una taza de lata. Mientras vigilaba el café, tomó el almíbar de los damascos, al principio con cuidado, para no derramar, luego lentamente, mientras comía la fruta. Eran mejor que los damascos frescos.

El café hirvió, saltó la tapa y el líquido y los granos se derramaron en el borde de la cafetera. Nick la retiró del fuego. Significaba un triunfo para Hopkins. Puso azúcar en la taza vacía donde había comido los damascos y se sirvió un poco de café para que se enfriara. Estaba tan caliente que tuvo que tomar el asa con el sombrero. No dejaría el café mucho tiempo en la cafetera, para que no saliese demasiado cargado. Iba a seguir todas las indicaciones de Hopkins. Se lo merecía. Hacer el café era una tarea que Hopkins se tomaba muy en serio. Era el hombre más serio que Nick hubiera conocido. No era solemne, sino serio. De eso hacía mucho tiempo. Hopkins hablaba sin mover los labios. Había jugado al polo. Había ganado millones de dólares en Texas. Había pedido dinero prestado para pagarse el viaje a Chicago, esa vez que llegó el telegrama informándole que se había descubierto petróleo. Pudo haber telegrafiado pidiendo dinero. Eso se habría demorado demasiado. A la chica de Hopkins la llamaban la Venus Rubia. A él no le importaba porque no era su novia. Hopkins decía con gran confianza que ninguno se burlaría de su novia. Tenía razón. Hopkins había salido cuando llegó el telegrama. Estaban en el Río Negro. El telegrama tardó ocho días en llegar a su poder. Hopkins le dio su pistola Colt automática calibre 22 a Nick. Le dio la cámara a Bill. Para que siempre se acordaran de él. Todos iban a ir a pescar al año siguiente. Hopkins era rico ahora. Iba a comprar un yate y harían un crucero a lo largo de la ribera norte del Lago Superior. Estaba emocionado pero se mantenía serio. Todos se despidieron con tristeza. El viaje quedaba interrumpido. No volverían a ver a Hopkins. Eso había sucedido hacía mucho tiempo en el Río Negro.

Nick bebió el café hecho según las instrucciones de Hopkins. Estaba amargo. Nick se rio. Era un buen final para el cuento. Le empezaba a trabajar la mente. Sabía que podía impedir su funcionamiento porque estaba bastante cansado. Tiró el café que quedaba. Encendió un cigarrillo y entró en la carpa. Se sacó los zapatos y los pantalones, haciendo con ellos un bulto que usaría como almohada, y se tapó.

Por la entrada de la tienda observó el resplandor del fuego que se avivaba con el viento nocturno. Era una noche tranquila. El pantano estaba en absoluta calma. Nick se estiró cómodamente entre las frazadas. Un mosquito zumbaba junto a su oído. Nick se incorporó y encendió un fósforo. El mosquito estaba posado sobre la lona, sobre su cabeza. Nick le acercó el fósforo rápidamente y lo quemó. El fósforo se apagó. Nick se volvió a acostar. Se dio vuelta y cerró los ojos. Tenía sueño. Sentía que llegaba el sueño. Se hizo un ovillo bajo la frazada y se durmió.

Capítulo XV

Colgaron a Sam Cardinella a las seis de la mañana en el pasillo de la cárcel del distrito. Era un corredor alto y angosto con celdas en hilera a ambos costados. Todas las celdas estaban ocupadas. Habían llevado a los hombres para ejecutarlos. Cinco hombres sentenciados a la horca estaban en las cinco celdas superiores. Tres eran negros. Estaban muy asustados. Uno de los blancos estaba sentado en su catre con la cabeza entre las manos. El otro estaba sentado en su catre con la cabeza envuelta en una colcha.

Pasaron a la horca por una puerta en la pared. Eran siete, incluyendo a dos curas. A Sam Cardinella lo llevaban alzado. Estaba así desde alrededor de las cuatro de la mañana.

Los dos guardias lo sujetaban mientras le ataban las piernas juntas, y los dos curas le hablaban al oído: «Pórtate como un hombre, hijo mío», le dijo uno de los curas. Cuando se acercaron con el capuchón para cubrirle la cabeza, Sam Cardinella perdió el control de su esfínter. Los dos hombres que lo sostenían lo soltaron, asqueados. «¿Por qué no traemos una silla, Will?», preguntó uno de los guardias.

«Mejor traigan una silla», dijo un hombre de sombrero hongo.

Lo dejaron amarrado y se alejaron de la horca, que era muy pesada, de roble y acero, con cojinetes de bola. Dejaron sentado solo a Sam Cardinella, fuertemente atado. El cura más joven permaneció de rodillas junto a la silla. Logró saltar justo antes de que se abriera la trampilla del cadalso.

Río de dos corazones II

Al despertarse vio que ya había salido el sol y que la tienda empezaba a entibiarse. Nick se arrastró bajo el mosquitero para contemplar la

mañana. Al salir se dio cuenta de que el pasto estaba húmedo. Tenía los pantalones y los zapatos en la mano. El sol recién asomaba detrás de la colina. Contempló la pradera, el río y el pantano. Del otro lado del río, ya en el pantano, había abedules.

El río era claro y corría con fuerza. A doscientos metros corriente abajo había tres troncos atravesados de orilla a orilla. El agua era tranquila allí. Mientras Nick contemplaba el lugar, vio un visón que cruzaba el río por los troncos y se internaba en el pantano. Nick estaba excitado. Estaba excitado a causa de la mañana y el río. Tenía demasiada prisa como para ponerse a desayunar, pero sabía que era necesario. Hizo un fuego pequeño y puso la cafetera. Mientras se calentaba el agua tomó una botella vacía y bajó hasta el borde de la pradera. El pasto estaba húmedo de rocío y Nick quería cazar langostas para carnada antes de que el sol secara el rocío. Encontró muchísimas langostas. Estaban en la base de los tallos, o a veces adheridas al pasto, frías y húmedas por el rocío, y no podían saltar hasta no calentarse con el sol. Nick eligió las medianas, de color marrón, y las metió en la botella. Dio vuelta un tronco y justo al borde vio cientos de langostas. Era un nido. Nick eligió como cincuenta de las medianas y las metió en la botella. Mientras elegía las langostas, las otras empezaron a calentarse en el sol y empezaron a saltar. Al principio efectuaban un corto vuelo y se quedaban tiesas, como muertas, al posarse en la tierra.

Nick sabía que para cuando terminara el desayuno, estarían tan animadas como siempre. Sin el rocío le llevaría todo un día llenar una botella de langostas, y tendría que aplastar muchas con el sombrero. Se lavó las manos en el río. Se sentía excitado por la proximidad del agua. Luego volvió a la tienda. Las langostas ya empezaban a saltar, un poco tiesas, por el pasto. En la

botella, tibia por el sol, saltaban todas juntas. Nick le puso un palito como tapa. Cubría la boca de la botella para que no se escaparan las langostas, pero permitía la entrada de bastante aire.

Volvió a poner el tronco en su lugar, sabiendo que allí podía conseguir langostas todas las tardes.

Nick dejó la botella llena de saltarinas langostas contra un pino. Mezcló con rapidez un poco de harina de trigo con agua hasta que adquirió la consistencia deseada. Puso un puñado de café en la cafetera y un poco de grasa en la sartén hirviente. Luego agregó la mezcla. Se desparramó como lava, chisporroteando. El panqueque se empezó a endurecer en los bordes, luego a tostarse, y por último tomó una consistencia porosa, con burbujas. Nick metió una astilla de pino debajo del panqueque, agitó la sartén y despegó el panqueque. No voy a intentar darlo vuelta en el aire, pensó. Volvió a meter la astilla hasta despegar todo el panqueque y lo dio vuelta. Volvió a chisporrotear.

Cuando estuvo listo, Nick puso más grasa en la sartén y agregó el resto de la mezcla. Hizo otro panqueque grande y luego uno pequeño.

Nick comió los dos primeros con dulce de manzana. Al tercero también le puso dulce de manzana, lo dobló, lo envolvió con papel manteca y lo guardó en el bolsillo de la camisa. Volvió a guardar el frasco de dulce en la mochila y cortó pan para dos sándwiches.

En la mochila encontró una cebolla grande. La cortó por la mitad y le quitó la corteza. Luego cortó una de las mitades en rodajas e hizo sándwiches de cebolla. Los envolvió en papel manteca y los guardó en el otro bolsillo de la camisa caqui, abotonándolo. Dio vuelta la sartén sobre el fuego, bebió el café, dulce y amarillento a causa de la leche condensada, y dejó todo arreglado en su campamento. Era un campamento bonito.

Nick sacó la caña del estuche de cuero, la ensambló y volvió a guardar el estuche en la tienda. Colocó el carrete y pasó el sedal por las correderas. Tenía que sostenerlo con firmeza para que no se cayera por su propio peso. Era una línea doble, pesada. A Nick le había costado ocho dólares hacía mucho. Era pesada para que atravesara el aire como una plomada y pudiera tener una carnada casi sin peso. Nick abrió la caja de aluminio donde estaban los sedales húmedos entre las almohadillas de franela. Nick las había humedecido en la cuba de refrigeración del tren yendo a St. Ignace. Los sedales de tripa se habían ablandado en las almohadillas húmedas y ahora Nick desenrolló uno y lo ató con un nudo en la punta de la pesada línea. Ató

un anzuelo en la punta del sedal. Era un anzuelo pequeño, muy fino, y tenía un resorte.

Nick se sentó con la caña sobre la falda. Probó el nudo y el resorte, tirando bien del sedal. Se sentía bien. Tuvo cuidado de no pincharse con el anzuelo.

Bajó en dirección al río con su caña en la mano, la botella con las langostas colgándole del cuello sostenida por una correa. La red le colgaba del cinturón, agarrada mediante un anzuelo. Sobre el hombro llevaba una gran bolsa de harina atada con nudos en los extremos, formando orejas.

Nick se sentía raro pero profesionalmente feliz con todo ese equipo encima. La botella con las langostas se balanceaba contra su pecho. Los bolsillos de la camisa se abultaban con el almuerzo y los cebos artificiales que había guardado en ellos.

Entró en el río y tuvo una sensación de frío. Los pantalones se le adhirieron a las piernas. Sintió bajo los zapatos los guijarros del fondo.

La corriente formaba remolinos alrededor de sus piernas y el agua le llegaba hasta arriba de las rodillas. Vadeó a favor de la corriente. La grava se le metía en los zapatos. Bajó los ojos para mirar los remolinos e inclinó la botella para sacar una langosta.

La langosta saltó y cayó al agua. La tragó un remolino junto a la pierna derecha de Nick y volvió a emerger un poco más allá, corriente abajo. Flotaba rápidamente, dando patadas. Desapareció en un veloz círculo que rompió la superficie del agua. La había cazado una trucha.

Otra langosta asomó la cabeza por la botella. Le temblaba la antena. Ya sacaba sus patas delanteras, listas para saltar. Nick la tomó de la cabeza y la sostuvo hasta pasarle el delgado anzuelo por el tórax hasta los últimos segmentos del abdomen. La langosta tomó el anzuelo con las patas delanteras y escupió un jugo color tabaco. Nick la tiró al agua.

Mientras sostenía la caña con la mano derecha, soltó línea. Con la mano izquierda apretó el carrete y dejó que el sedal corriera libremente. Podía ver la langosta en las pequeñas olas de la corriente. Desapareció.

Hubo un tirón en la línea. Nick la recogió. Era la primera vez que picaba un pez. Sosteniendo la caña, ahora animada, contra la corriente, recogió la línea con la mano izquierda. La caña se doblaba convulsivamente mientras la trucha luchaba contra la corriente. Nick sabía que era pequeña. Levantó la caña en el aire, arqueándola.

Vio a la trucha haciendo fuerza en el agua con la cabeza y el cuerpo contra la movediza tangente que trazaba la línea en el río.

Nick tomó la línea con la derecha y arrastró la trucha hasta la superficie. Tenía el lomo moteado de un color claro, como el agua sobre la grava, y le brillaban los costados en el sol. Nick se inclinó, con la caña bajo el brazo derecho, y hundió la mano en la corriente. Sostuvo la trucha, que no se quedaba quieta, con su mano derecha, húmeda, mientras le sacaba el anzuelo, y luego la volvió a tirar al río.

El pez flotó con poca firmeza por un instante y luego bajó, y se quedó junto a una piedra. Nick metió la mano para tocarla. La trucha estaba quieta en la corriente, descansando sobre la grava. Nick la acarició con los dedos, acarició una sensación suave, fresca y acuática, y luego se le fue, proyectando su sombra sobre el lecho del río.

Está bien, pensó Nick, solo estaba cansada.

Se había humedecido la mano antes de tocar la trucha para no alterar la delicada mucosidad que la cubría. Si se tocaba una trucha con las manos secas, un hongo blanco atacaba la parte sin protección. Años atrás, cuando pescaba en arroyos frecuentados por muchos pescadores, Nick había encontrado truchas muertas muchísimas veces, cubiertas de hongos blancos, amontonadas junto a una roca o flotando panza arriba. A Nick no le gustaba pescar cuando había otros hombres en el río. Si no pertenecían al grupo de uno, arruinaban la diversión.

Vadeó corriente abajo con el agua arriba de las rodillas, durante cincuenta yardas hasta llegar a los troncos atravesados en el río. No volvió a poner cebo en el anzuelo. Estaba seguro de que pescaría solo truchas pequeñas en la parte poco profunda y eso, no quería. A esta hora del día no habría truchas grandes en los vados.

De repente, el agua le llegó hasta los muslos. Más adelante estaban los troncos, donde el agua se oscurecía; a la izquierda estaba el extremo más bajo de la pradera; a la derecha, el pantano.

Nick se inclinó sobre la corriente y sacó una langosta de la botella. La puso en el anzuelo y escupió sobre ella para tener buena suerte. Luego soltó varios metros de línea del carrete y arrojó la carnada en el agua oscura y rápida. Flotó hacia los troncos, luego el peso de la línea hundió el cebo. Nick sostuvo la caña con las dos manos, permitiendo que la línea se deslizara por sus dedos.

Hubo un largo tirón. La caña se arqueó y la línea se puso tensa. El sedal tirante empezó a salir del agua, en continua sacudida. Nick sintió que el sedal se rompería si aumentaba la presión y soltó la línea.

El carrete hizo un chirrido y el sedal empezó a desenrollarse a toda velocidad. Demasiado rápido. Nick no podía controlarlo, y el chirrido aumentaba a medida que se desenrollaba la línea.

Ya no quedaba más línea y se veía el carrete desnudo. Su corazón pareció detenerse a causa de la excitación. Inclinado hacia atrás en la corriente que le helaba los muslos, Nick hizo presión sobre el carrete con la mano izquierda. Más allá de los troncos, saltó una trucha. Nick bajó la punta de la caña, sintiendo que la presión era demasiada, la tirantez excesiva. El sedal guía se había roto, claro. No era posible dejar de advertir cuando la cuerda se aflojaba, sin resorte.

Con la boca seca, y desanimado, Nick empezó a enrollar la línea. Nunca había visto una trucha tan grande. Se sentía un peso, un poder que era imposible contener, mientras la trucha saltaba. Parecía grande como un salmón.

A Nick le temblaba la mano. Arrolló la línea lentamente. La excitación había sido excesiva. Se sentía vagamente enfermo y creyó que era conveniente sentarse un rato.

El sedal guía se había roto en el lugar en que iba atado el anzuelo. Nick lo tomó. Pensó que la trucha estaría en alguna parte del fondo, sobre la grava, adonde no llegaba la luz, bajo los troncos, con el anzuelo clavado. Nick sabía que la trucha cortaría el hilo de tripa del anzuelo. Este se le clavaría cada vez más. Estaba seguro de que la trucha estaba furiosa. Una trucha de ese tamaño debería estar furiosa. Una hermosa trucha. El anzuelo le había entrado bien. Firme como una roca se le había clavado. Era pesada como una roca, además.

¡Sí que era grande, Dios! La trucha más grande que he visto jamás.

Nick volvió a la pradera y se quedó parado mientras el agua le chorreaba de los pantalones y le salía de los zapatos. Se sentó sobre unos troncos. No quería sobreexcitarse.

Retorció los dedos de los pies en el agua, dentro de los zapatos, y sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa. Lo encendió y tiró el fósforo al agua debajo de los troncos. Una trucha pequeña saltó, balanceándose en la rápida corriente. Nick se rio.

Se quedó sentado en los troncos fumando, secándose al sol, sintiendo la tibieza del sol sobre la espalda, contemplando el río que se adentraba en los bosques, dibujando curvas entre los vados, observó el resplandor en el agua, las rocas alisadas, los cedros y los blancos abedules a ambas márgenes, los troncos, tibios bajo el sol, sin corteza, blandos y grises. Poco a poco, el sentimiento de desengaño lo fue abandonando. Lentamente se le fue yendo,

ese sentimiento de desengaño que lo embargó después de toda esa excitación que le hizo doler los hombros. Ahora todo estaba bien. Dejó la caña apoyada contra los troncos mientras ataba un nuevo anzuelo al sedal guía, tirando fuerte para hacer un nudo duro.

Puso el cebo, recogió la caña y caminó hasta el otro lado de los troncos para entrar en el agua, donde no era demasiado hondo. Debajo de los troncos y más allá se extendía una laguna profunda. Nick vio un pozo y lo evitó caminando por un banco de arena, cerca de la costa pantanosa hasta llegar al vado del lecho.

A la izquierda, donde terminaba la pradera y empezaban los bosques, había un gran olmo, desarraigado durante alguna tormenta. Yacía del lado del bosque, con las raíces cubiertas de tierra y con pasto que crecía de ellas, formando una sólida protección junto al río. Desde donde estaba, Nick podía ver los profundos canales, como surcos, que la corriente había trazado sobre el lecho del río. El lecho estaba lleno de guijarros por todas partes. El río trazaba una curva junto al olmo, y allí el lecho era gredoso y se veían entre los surcos verdes matorrales de algas que se mecían con la corriente.

Nick echó la caña hacia atrás y luego con fuerza hacia delante y la línea, trazando una curva, depositó el anzuelo con la langosta en uno de los profundos canales. Una trucha mordió el anzuelo.

Sostuvo la caña cerca del árbol desarraigado y chapoteando hacia atrás en el agua atrajo al pez que se sumergía arqueando la caña, mientras Nick tiraba para escapar del peligro de los matorrales del río y llevar su presa a la costa. El resorte de la caña cedía a los tirones de la trucha, sumergiéndose por momentos, pero en general Nick iba ganando terreno. Con la caña sobre la cabeza condujo al animal hacia la red y luego levantó la caña.

La trucha quedó atrapada en la red, con sus flancos plateados en las mallas. Nick le sacó el anzuelo y la metió en la bolsa grande que le colgaba de los hombros.

Nick abrió la boca de la bolsa y la llenó de agua. La levantó, dejando el fondo en el agua, y el líquido empezó a escurrirse por los costados. Adentro, en el fondo, estaba la trucha inmensa, viva en el agua.

Caminó un trecho río abajo. La pesada bolsa se hundía en el agua, haciendo presión sobre sus hombros.

Estaba haciendo calor y el sol le quemaba en la nuca.

Nick ya tenía una buena trucha. No le importaba pescar muchas. En esa parte el río era ancho y poco profundo, con árboles en ambas márgenes. Los de la izquierda proyectaban una sombra breve en el sol del mediodía. Nick

sabía que había truchas en la sombra. A la tarde, después de que el sol hubiera cruzado hasta llegar a las colinas, las truchas buscarían refugio en la sombra fresca del otro lado del río.

Las más grandes se quedarían cerca de la orilla. Siempre se las pescaba cerca de la orilla en el Río Negro. Cuando bajaba el sol, todas iban hacia el centro de la corriente. Exactamente cuando el sol, antes de ocultarse, hacía un resplandor enceguecedor en el agua, se podían encontrar truchas en cualquier parte del río. Pero era casi imposible pescar entonces, porque la superficie del agua cegaba como un espejo bajo el sol. Por supuesto, se podía pescar corriente arriba, pero en un río como este, o como el Negro, había que vadear en contra de la corriente y en las partes profundas, el agua podía llegar a cubrirlo. No era divertido pescar río arriba con la corriente tan fuerte.

Nick siguió caminando, con cuidado de no meterse en un pozo. Había un haya que crecía junto al agua, cuyas ramas se hundían en el río. Siempre había truchas en un lugar así.

Nick no tenía ganas de pescar allí. Podía engancharse en las ramas.

Parecía profundo, sin embargo. Dejó caer la langosta en el anzuelo y la corriente la sumergió bajo las ramas. Sintió un fuerte tirón. La trucha se agitaba, emergiendo del agua entre las hojas y las ramas. La línea se había quedado enganchada. Nick tiró fuerte y la trucha se soltó. Recogió la línea y, sosteniendo el anzuelo en la mano, siguió corriente abajo.

Adelante, cerca de la orilla izquierda, había un tronco grande. Nick vio que era hueco. La corriente entraba mansamente por la abertura, haciendo un pequeño remolino en cada lado. Ahí ya era más hondo. La parte superior del tronco hueco era gris y estaba seca. Estaba parcialmente en la sombra.

Nick destapó la botella llena de langostas y una se prendió del palo que hacía de tapa. La tomó, la pasó por el anzuelo y la tiró al agua. Mantuvo la caña lo más lejos posible para que el cebo llegara hasta el tronco hueco. Nick bajó la caña e hizo que el insecto flotara en el hueco. Hubo un tirón fuerte. Nick dobló la caña en dirección contraria. Parecía como si se hubiese agarrado al tronco, solo que se sentía como algo vivo.

Trató de sacar el pez a la corriente. Lo logró.

El sedal aflojó de repente y Nick pensó que se le había escapado la trucha. Luego la vio, muy cerca, agitando la cabeza en la corriente, tratando de zafarse del anzuelo. Tenía la boca herméticamente cerrada, luchando contra el anzuelo en la corriente fluida y clara.

Sujetando la línea con la izquierda, Nick levantó la caña hasta poner tirante el sedal y trató de conducir a la trucha hasta la red, pero la perdió de

vista. Nick hizo fuerza, peleando con la trucha, dejando que se debatiera contra el resorte de la caña. Cambió la caña de mano, condujo la trucha río arriba, aguantándole el peso, haciendo mucha fuerza hasta meterla en la red. La levantó del agua, vio cómo trazaba un pesado medio círculo hasta caer de la red, que chorreaba agua, luego le sacó el anzuelo y la metió en la bolsa.

Abrió la boca de la bolsa y observó las dos truchas vivas en el agua.

Nick caminó en dirección al tronco hueco, vadeando el río que se hacía más profundo. Se quitó la bolsa de los hombros, sintiendo cómo se movían las truchas al salir del agua, y la colgó para volverlas a hundir en el agua. Luego tomó impulso y se sentó sobre el tronco. El agua de los pantalones y de las botas se le escurría, volviendo al río. Dejó la caña. Se trasladó al extremo del tronco que estaba en la sombra y sacó los sándwiches del bolsillo. Los mojó en el agua fría. La corriente le llevó algunas migas. Comió los sándwiches y hundió el sombrero en el agua para beber, pero la mayor parte se derramó.

Estaba fresco en la sombra, allí, sentado sobre el tronco. Sacó un cigarrillo y encendió un fósforo. Este se hundió en la madera gris y trazó un pequeño surco. Nick se inclinó hasta hallar una parte dura para raspar el fósforo, encendió el cigarrillo y se quedó fumando y observando el río.

Más adelante el río se estrechaba y entraba en el pantano. El río se volvía más profundo al entrar en el pantano compacto lleno de cedros que crecían muy juntos y cuyas ramas se entrelazaban. No sería posible caminar en un lugar así. Las ramas eran demasiado bajas. Para poder avanzar, habría que mantenerse casi a nivel del suelo. Pero no se podían atravesar esas ramas. Por eso era que los animales que vivían en los pantanos habían adoptado esa forma, pensó Nick.

Ojalá hubiera traído algo para leer. Tenía ganas de leer. No quería internarse en el pantano. Observó el río, corriente abajo. Vio un gran cedro inclinado sobre el agua que llegaba casi hasta la otra orilla. Después del cedro el río entraba en el pantano.

Nick no quería ir allí ahora. No soportaba vadearlo con la sensación del agua llegándole a las axilas, para pescar truchas grandes en un lugar donde era imposible sacarlas. Las orillas del pantano estaban desnudas. Los grandes cedros se juntaban arriba, y el sol no llegaba abajo, excepto en pequeños trechos. En el agua rápida y profunda, en la media luz, la pesca sería trágica. En el pantano, la pesca era una aventura trágica. Nick no quería eso. No quería internarse más hoy.

Sacó el cuchillo, lo abrió y lo clavó en el tronco. Luego recogió la bolsa, metió la mano y sacó una de las truchas. La sostuvo de la cola, pero era difícil

asirla porque estaba viva, y la mató de un golpe contra el tronco. La trucha se quedó rígida. Nick la puso sobre el tronco en la sombra y mató al otro pez de la misma manera. Las puso lado a lado sobre el tronco. Eran dos truchas hermosas.

Nick las limpió, haciendo un tajo de extremo a extremo. Sacó las entrañas, las agallas y la lengua, todas en una sola pieza. Las dos eran machos. Nick tiró los despojos hacia la orilla para que los encontraran los visones.

Lavó las truchas en el agua. Al sacarlas nuevamente, parecían vivas. No se les había ido el color aún. Se lavó las manos y se las secó en el tronco. Después metió las truchas en la bolsa, la puso sobre el tronco, la ató y la envolvió en la red. El cuchillo seguía con la hoja clavada en el tronco. Lo limpió en la madera y lo guardó en el bolsillo.

Nick se paró sobre el tronco, con la caña en una mano y la red en la otra. Después entró en el agua y chapoteó hasta la orilla. Subió y se encaminó hacia los árboles, cuesta arriba. Iba de regreso al campamento. Miró hacia atrás. Se veía aún el río, entre los árboles. Le quedaban muchos días para pescar en el pantano.

Capítulo XVI

L’envoi

El rey estaba trabajando en el jardín. Pareció muy contento de verme. Caminamos por el jardín. Esta es la reina, dijo. Ella estaba podando un rosal. Lo saludó.

Nos sentamos en una mesa, a la sombra de un árbol enorme, y el rey pidió whisky con soda.

—Todavía tenemos buen whisky —observó.

Me dijo que la junta revolucionaria no le permitía salir de los terrenos del palacio.

—Plastiras me parece un buen hombre, pero terriblemente intratable. Aunque creo que hizo bien en matar a esos tipos. Las cosas serían muy distintas si Kerensky hubiera fusilado a varios hombres. ¡Pero no hay duda de que en esta clase de asuntos lo principal es evitar que lo liquiden a uno!

Era muy divertido y conversamos un largo rato. Como todos los griegos, él también quería ir a América.

*Publicado en In Our Time, en 1925.

De Hemingway además, puedes ver la Teoría del Iceberg y el cuento «Fuera de temporada«

#Ríodedoscorazones

#Hemingway

Publicado por Cursos de Escritura

Carolina Ricaldoni es periodista, escritora, correctora y profesora de escritura. También, actriz y clown.

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