Experiencia y formación en artes escénicas

Estudios en artes escénicas

 Clases de actuación con Cristina Lamothe. Mercedes, Bs. As. 2022 y 2023.
 Teatro-danza. Investigación y creación desde el movimiento, dirigido por José Ariel Roca Hurtado. Samaipata, Bolivia. 2019.
➢ Escuela Municipal de Teatro de Samaipata, a cargo de Lorenzo Ariel Muñoz. Docentes: Alejandro Bustamante, Ximena Huizi y Guido Wertheimer. Bolivia. 2018. Presentación de obra «Nuestra orquesta de las alturas» en el II Festilluno (Experiencia actoral).
➢ Dramaturgia, curso breve dirigido por Lorenzo Ariel Muñoz. Samaipata, Bol. 2018.
➢ Pantomima En Silencios, con Phillippe Bizot. Centro de la Cultura Plurinacional. Bol. 2017.
 Teatro Espontáneo, dirigido por Oscar Diego Leaño. Vértigo Teatro, Santa Cruz, Bol. 2016.
➢ Escuela Un camino hacia nuestro teatro, Teatro El Desnivel. Asignaturas: Cuerpo en Escena, a cargo de María Teresa Dal Pero (co-fundadora del Teatro de los Andes); Dramaturgia, con Percy Jiménez; Comedia del Arte y Movimiento, con Gabriel Argañaraz Sapia; Clown, con Víctor Stivelman; Voz teatral con Tero Escrivá de Romaní. La Paz, Bol. 2013.


Talleres de Clown (2016-2005)

➢ Francisco Burghi y Federico Rodríguez (Uruguay). Taller realizado en Santa Cruz, 2016.
➢ Gabriela Simón (Arg.-Esp.) y Virginia Diblasi. Seminario Al ritmo del juego, organizado por Tabla Roja Teatro, en el Centro Kinesfera, La Paz. 2013.
➢ Jaime Fajardo (Colombia). Taller intensivo de clown De regreso a lo simple, en el espacio Kinesfera, La Paz. 2013.
➢ Cristina Martí, Lila MontiMarina BarberaErika YnobJulia Muzio. Talleres realizados en Bs. As. desde 2005 a 2010.

EXPERIENCIA ACTORAL

  • Extra en publicidad para cerveza Michelob. Febrero 2024.
  • Realización del Podcast La Metáfora, junto a Ángel Rutigliano. 2023-2024.
  • Obra de teatro La Otra, del Ciclo Vertiente, escrita por Eliana Ramponi y dirigida por Cristina Lamothe. Participación con lecturas de poesía de Sharon Olds en las cuatro presentaciones realizadas en el Museo Míguez, Mercedes. 2022.
  • Obra de teatro Nuestra Orquesta de las Alturas (adaptación de Nuestra señora de las Nubes, de Arístides Vargas), dirigida por Lorenzo Ariel Muñoz (Bol.) y Guido Wertheimer (Arg.), junto a nueve coprotagonistas. Obra presentada en el XVII Encuentro Nacional de Teatro Seguimos en las Tablas, en Santa Cruz de la Sierra, y en el II Festilluno. Samaipata y Sata Cruz de la Sierra, 2018.
  • Obra de clown Los Lauchas. Dúo de clowns junto a Matías Cuellar, dirección de Alejandra Tineo. Presentada en el Almatroste Cafebrería. La Paz. 2013.

EXPERIENCIA DOCENTE EN CLOWN
Profesora del Seminario intensivo Descubre tu propio payaso, realizado en el Centro Cultural El Arsenal de Samaipata, de agosto a noviembre de 2017.
Profesora del Seminario intensivo de clown El cuerpo poético, brindado en Liberarte, Samaipata, de diciembre de 2016 a enero de 2017.Estudios de clown (2016-2005).

Otras habilidades y conocimientos adquiridos

  • Escritura de monólogos, escenas y guiones.
  • Aprendizaje en cursos de acrobacias, charleston, contact, cumbia, danza contemporánea y folclórica, flamenco, salsa, twerk, yoga y meditación.

Sobre formación y experiencia como docente de escritura, correctora y periodismo, ver aquí

La madre de Ernesto

de Abelardo Castillo

Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza —porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia— nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.

Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.

—¡No!

—Sí. Una mujer.

—¿De dónde la trajo?

Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos —porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias—, y luego, en voz baja, preguntó:

—¿Por dónde anda Ernesto?

En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar unas semanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:

—¿Qué tiene que ver Ernesto?

Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.

—¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?

Nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.

—Atorranta, ¿no?

Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.

—Si no fuera la madre…

No dijo más que eso.

Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.

—Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.

Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.

—Pero es la madre.

—La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.

—Y se los come.

—Claro que se los come. ¿Y entonces?

—Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.

Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:

—Se acuerdan cómo era.

Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.

—Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.

Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo —quién sabe— que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.

—No digas porquerías, querés —me dijo Aníbal.

Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.

—No se lo deben de haber prestado.

—A lo mejor se echó atrás.

Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:

—No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.

—¿Cómo será ahora?

—Quién… ¿la tipa?

Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.

—Esto es una asquerosidad, che.

—Tenés miedo —dije yo.

—Miedo no; otra cosa.

Me encogí de hombros.

—Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.

–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.

Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.

Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos. Preguntó:

—¿Y si nos echa?

Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.

—Es Julio —dijimos a dúo.

El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.

—Se la robé a mi viejo.

Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.

—Fumaba, ¿te acordás?

Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal: lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.

—¿Cuánto falta?

—Diez minutos.

Y los diez minutos volvieron a ser largos: pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.

Julio apretó el acelerador.

—Al fin de cuentas, es un castigo —tu voz, Aníbal, no era convincente—: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.

—¡Qué castigo ni castigo!

Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.

—¿Y si nos hace echar?

—¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!

A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:

—Llevalos arriba.

La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:

—A ver si nos sacan una muela.

Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.

—Como en misa —dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:

—¡Mirá si en una de esas sale el cura de adentro!

Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba dentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco. Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio preguntó:

—¿Quién pasa?

Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados —eso: separados— delante de ella. Me encogí de hombros.

—Qué sé yo. Cualquiera.

Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara, la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional: una sonrisa vagamente infame.

—¿Bueno?

Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió “bueno”, y era como una orden: una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.

—Voy yo —murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.

Alcanzó a dar dos pasos. nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con qué caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.

Cerrándose el deshabillé lo dijo.

Fin

*En 1999 la editorial Alfaguara hizo una encuesta entre escritores y críticos para que eligieran cuál era, en su opinión, el mejor cuento argentino del siglo XX. “La madre de Ernesto”, de Abelardo Castillo, quedó en la novena posición.

Ad Astra

Haroldo Conti*


(A Maruca Cirigliano, que me enseñó el camino del álamo carolina)

En el fondo, había soñado más de una vez con ese momento. El ascenso final, la multitud, el vuelo. Pero ahora, a punto de conseguirlo, en cierto modo ya conseguido, ¿qué había logrado con eso? Nada más que la absoluta certeza de su total soledad...
 


Fue a comienzos de la primavera, cuando cambian los vientos.
El viejo estaba sentado en el patio, frente a la casa, pensando vagamente en lo que iba a hacer ese verano. Tenía que arreglar el molino y después el galpón. Hubiera preferido empezar por el galpón, antes de que apretara el calor, pero el molino no podía esperar más tiempo. 
A pesar de todo la idea del verano lo alegraba. Posiblemente más la idea que el verano mismo. Ahora era el momento de la idea, cuando el camino estaba todavía húmedo por las últimas lluvias del invierno y ya los sauces comenzaban a verdear.
El viejo recostó la silla contra la pared de barro y encendió un cigarro.
Fue entonces cuando sucedió aquello.
Acababa de encender o estaba encendiendo todavía el cigarro cuando oyó el zumbido sobre la cabeza.
Justamente había dejado de soplar el Este de manera que lo oyó con toda claridad, como si brotara del cielo. Parecía acercarse desde el Oeste, es decir, desde atrás de la casa pero en el primer momento no vio nada. Sin embargo la vieja lo había oído también porque salió a la galería y miró al cielo. 
El viejo estaba por dar la vuelta a la casa cuando apareció en lo alto aquel gran pájaro que planeaba a siete u ocho metros del suelo en dirección al camino. La vieja gritó algo cuando pasaba sobre el galpón y él vio la sombra en el patio, negra, alada, rígida y a partir de la sombra tuvo como un presentimiento. 
Primero creyó que era un pájaro y después un barrilete y cuando desaparecía detrás de los pinos una fantasmal combinación de los dos con una cabeza de hombre en la punta.
Los pinos estaban pelados, de manera que siguió el planeo del pájaro a través de las copas como una gran sombra azotada por las ramas. El viejo calculó que iba a caer un poco más allá de la curva. Sin embargo, cuando todavía estaba dentro del campo, se empinó dos o tres metros y pareció que volvía a remontar el vuelo. Trepó en el aire limpiamente y quedó un instante colgado de las alas, más grandes y negras que nunca. Después hizo un volteo a la izquierda y comenzó a planear o más bien a caer, esta vez en dirección a la casa. Fue la segunda vez que entrevió el rostro, intensamente blanco contra las alas, y las manchas de las manos que golpeaban en el aire en el momento que arremetía contra el molino. Un metro antes, o menos todavía, el pájaro o lo que fuera se ladeó un poco, giró sobre sí mismo como un trompo y cayó a plomo sobre la huerta levantando una nubecita de polvo.
Para esto el viejo estaba corriendo hacia allí mientras el Titán ladraba como un condenado, atado a la cadena. 
En el momento en que saltaba el alambrado el tipo emergió entre las hileras de tomates y el viejo se paró en seco porque nunca en su vida había visto un tipo semejante, si es que era un tipo en definitiva. Parecía muy grande por el casco y las alas y esa especie de coraza que sujetaba el mecanismo pero el viejo, que estaba acostumbrado a apreciar la encarnadura de las aves de un solo vistazo, adivinó el cuerpo magro y pequeño debajo de todo aquel aparejo. Tenía un mameluco pegado al cuerpo, un par de botines muy livianos, de badana o de lona, un par de rodilleras y un casco con una almohadilla alrededor, posiblemente de corcho.
Usaba unos anteojos redondos y relucientes sujetos a la cabeza por una cinta que unía las patillas. Pero lo más notable era esa especie de coraza con el peto de aluminio y el espaldar de cuero sujetos con hebillas y correas que, pasando entre las piernas y bajo los brazos amarraban al cuerpo aquellas alas de tela encerada, una de las cuales arrastraba por el suelo y la otra tenía la punta quebrada hacia arriba como una navaja a medio abrir.
Cuando vio al viejo el tipo vaciló un instante. Estaba cubierto de polvo y de sangre pero trató de sonreír. Parecía preocupado por los tomates. Después echó a andar hacia el alambrado de una manera lenta y complicada. Al caminar producía un ruido como de resortes.
El motivo de que caminara tan lenta y complicadamente era un trozo de tela envarillada que unía las dos piernas y que a cierta altura hacía el efecto de una verdadera cola.
Aparte de eso, el hombre debía de tener algún hueso roto por lo menos. En mitad del alambrado se detuvo, se asió de un poste y volvió a sonreír. El brillo de los anteojos, como dos espejuelos, le daba un aspecto todavía más irreal. Así sonriendo se desprendió del poste y trató de caminar hacia el viejo. Pero apenas pudo alargar los brazos cayó redondo.
El viejo ensilló el ruano y enganchó el charret. Después entre él y la vieja metieron al tipo en la caja, con alas y todo. Y partieron en la última luz de la tarde con el Este que había vuelto a soplar. 
El tipo se quejaba de tanto en tanto y hacía aquel ruido de resortes al volverse pero en general parecía muerto. El viejo lo espiaba de vez en cuando pero no podía soportar aquellos ojos como dos espejitos. Entraron en el pueblo de noche, de manera que nadie reparó en el par de alas que sobresalían de la caja.
El doctor Arce escuchó al viejo cambiando el cigarro de una punta a otra de la boca y después se hizo repetir la historia pero igual no entendió nada. Por fin tomó una linterna y subió al charret resoplando como un toro en celo. Examinó al tipo con detenimiento pero no pareció sorprendido. Se rascó la nuca, lo cual en él no era un signo especial de nada, y dijo simplemente:
—¡Aja! Homo volans.
Lo bajaron del charret, lo transportaron entre resoplidos y quejidos a través de un nebuloso pasillo, orientados por una lamparita de neón, y lo acomodaron en una sala con olor a botica.

Arce se quitó el saco, se arremangó la camisa con lentitud y sin abandonar el cigarro comenzó a despojar al tipo de aquellos arreos tan novedosos.

El viejo lo ayudó con la coraza y las alas. Además de las hebillas y correas había toda una serie de resortes que encajaban en las nervaduras y que no había advertido la primera vez. El ruido provenía de ahí seguramente, aunque no era un ruido exclusivo de resortes sino algo más complicado y misterioso.

Por último Arce le quitó el casco y los anteojos. Entonces permaneció un rato pensativo, sobándose la nuca. Después se inclinó sobre el tipo con la linterna en la mano, cambió de punta el cigarro y dijo:
—Argimón.

Era como una mancha de dolor, más y más oscura, más y más densa. Un plancton. Una nube.
Pero cuando naufragaba por entero en ella, cuando era nada más que ella y un lejano borde adormecido, irreconocible que invocaba su nombre, Argimón, el nuevo, el desconocido, el unívoco Basilio Argimón brotaba de pronto en medio de aquella mancha y ascendía en espiral hacia su solitaria plenitud. Oía los cuchicheos alrededor de su cama, una voz que erraba por la pieza, los pasos que transportaban esa voz, la sirena del molino muy alta, más bajo, navegando en un aire distinto, el vuelo pautado de las campanas a la hora del Ángelus. Algún rostro se asomaba a sus ojos como a un pozo. Y antes y después ese punzante silencio que lo consumía como un fuego invisible. Pero aquel cuerpo enjuto y maltrecho, piadosamente burlado y condolido, no era el verdadero Basilio Argimón. Los días y los años lo habían usado para transportar al verdadero y lanzarlo después por los aires, donde planeaba invencible. Así, en ese momento, suspendido entre el cielo y la tierra estaba él. Todo lo demás había sido un tanteo, un errar y vagar por la tierra, entre los hombres, remedando al ángel y al hombre. Hasta que Basilio Argimón tomó el impulso necesario y saltó. Su mísero cuerpo yacía allá abajo, pero Basilio Argimón era ese momento… El Este soplaba profundo, parejo. Él entró en la corriente y hubo un instante de vacilación. Pero después las alas cavaron profundo en el aire y entonces la verdad del Ángel lo golpeó con fuerza. ¡Podía volar! Estaba hecho, armado y creado para volar. Era una verdad solitaria que los hombres tardarían en comprender. Pero era la Verdad.

Lo que sobrevino después carecía de importancia, era la parte del hombre que quedaba en él, la parte terrestre que había que consumir y absorber en el Ángel. Esa parte, nada más que esa fue la que se precipitó desde lo alto. 

Mientras caía, y al mismo tiempo caía y se hundía en esa mancha de dolor, alcanzaba a ver en una sucesión de imágenes cada vez más borrosas el techo de zinc, el rostro azorado de un viejo, la hilera de pinos descarnados, el camino húmedo que a lo lejos penetraba en la noche, el perfil siniestro del molino. Después las imágenes se quebraban, se ennegrecían…

Abandonó la casa del doctor Arce un mes después. La gente parecía haber olvidado el asunto. Sucedía en realidad que como todo asunto, por descabellado que fuese, lo había recortado, absorbido y clasificado de manera que le permitiese sobrevivir. En el primer momento les sorprendió o les turbó el hecho de que Basilio Argimón quisiera volar. Tal vez si hubiese sido otro, el múltiple e ingenioso Plunkett, por ejemplo, que había ideado un telégrafo pantográfico y un Belén mecanizado y que algunos años antes, en pleno apogeo del unto “Paoloni”, provocó una verdadera revolución con el empleo del colodión en los injertos y la multiplicación de las plantas por gajos, nadie se habría sorprendido en el verdadero y legítimo sentido de la palabra. En definitiva, lo inesperado no estaba tanto en el hecho de que un tipo cualquiera se hubiese propuesto volar y aun de que volase, sino en que lo hubiese intentado Argimón. 

Naturalmente, hubo una resuelta aunque confusa discusión del asunto en el Bar Japonés.

Plunkett, que en el Belén mecanizado había introducido precisamente un ángel volador, sostenía con algún probable fundamento la imposibilidad del vuelo humano sobre la base de una imitación de las condiciones mecánicas del vuelo animal. El maestro Marsiletti, director del “Conservatorio Pergolese”, sostenía en cambio, con alguna exaltación, que aquél era el intento de un visionario, un creador, y que si no fuese por el daño que le producían las corrientes de aire habría saltado desde lo alto del molino provisto de aquel artificio. Remontándose luego a consideraciones más vagas y genéricas aludió a la soledad del creador y al sendero riscoso y empinado del artista para desembocar por el «margaritas ante porcos» en el previsible tema del «plano superior» y la Aventura del Espíritu. Hablaba por experiencia propia, cosa que no dijo pero que se sobreentendía por el tono y contenido del discurso. 
El Club de Arte, el coro parroquial, la banda del Patronato y, en pliegues más escondidos del pasado, aquella tiernísima romanza que había compuesto en horas de desvelo para el cincuentenario del Club Social o el motete para la festividad de San Isidro Labrador, patrono del pueblo, eran otras tantas perlas arrojadas a los cerdos.

Plunkett vociferó que no tenía nada que ver una cosa con otra y que en todo caso el más autorizado para opinar sobre el asunto era un creador de la misma condición y especie que Argimón, concedido que lo fuera.

El maestro Marsiletti lo miró desde arriba, porque se había puesto de pie, y con un ligero temblor de los mechones de pelo que le brotaban en la nuca proclamó que una cosa era el genio creador y otra bien distinta el ingenio acumulativo.

Plunkett no entendió muy bien lo que quiso decir pero de todas maneras se consideró ultrajado y abandonó el salón en forma estrepitosa perseguido por la voz tonante del maestro Marsiletti, que recién se calmó cuando tuvo que pagar la consumición. 

Una nota en El lmparcial, en la que se advertía el humor estreñido de Plunkett, ampliaba o más bien complicaba el tema de los vuelos con un pretencioso comentario al «De motu animalium» de Juan Alfonso Borelli, pero aparte del título (Actualidad) no había una referencia precisa al vuelo de Argimón.

El maestro Marsiletti respondió una semana después con otra nota igualmente oblicua sobre “Le triomphe d’lcare” donde en definitiva se desatendía de la música para atender al símbolo, atribuyendo al autor una intención que posiblemente no tuvo, sobre todo si se sugieren las implicancias mecánicas del asunto, y a la intención un aliento profético del que en todo caso estaba desprovista.

Y eso fue todo.

Un mes después Argimón abandonaba la casa de Arce cubierto con un impermeable por debajo del cual asomaban las perneras del mameluco y el par de botines de badana.

Medina, el cartero, lo saludó con un brazo en alto como todas las veces que lo veía.

El turco Palatides, que en realidad era griego pero la gente prefería decirle turco, hizo un movimiento impreciso con la cabeza y tal vez sonrió o comentó algo hacia el interior de la tienda.

Los pinos de la plaza habían florecido y la tribuna de la banda estaba cubierta de glicinas. Un tordo músico, que reconoció a la distancia por su familiaridad con los pájaros, planeó sobre su cabeza entre la pérgola y el «macrocarpus». El corazón le dio un vuelco. Sonrió al pájaro y apresuró el paso.

La vereda del Japonés estaba cubierta de mesas con algunos tipos que leían los diarios y otros, como Plunkett, que charlaban en forma somnolienta. Cuando pasó frente a ellos, por la otra vereda, Plunkett calló y el grupo lo siguió con la vista. 

Argimón habría preferido pasar inadvertido pero desde ahora tendría que acostumbrarse a esas miradas recelosas, a aquel silencio repentino.

El pasto frente a la casa había crecido a la altura de la cerca y los racimos azules de la glicina colgaban de los aleros como farolitos venecianos. Posó una mano sobre la cerca y contempló la casa un buen rato antes de decidirse a entrar. ¿Qué habría sido de él sin aquella casa? Todos esos años, esos largos años silenciosos detrás del Ángel probando y tanteando como un ciego, andando y desandando mil veces el mismo camino, unas al borde de la revelación, otras al borde del llanto, todos esos años, ¡Dios!, estaban ahí metidos, detrás de esa puerta que un día traspuso con un par de alas bajo el brazo. 

Saltó la cerca y cruzó el jardín pateando el pasto con decisión.


Al abrir la puerta halló sobre el piso dos ejemplares del Amigo de las Ciencias y uno de La Razón Católica. Este último lo había deslizado el maestro Marsiletti con una tarjeta que señalaba la página correspondiente a la sección científica en la que destacaba con un trazo rojo dos notas de actualidad: una sobre la fundación en París de una comisión permanente para la práctica de la navegación aérea y otra sobre un nuevo instrumento músico, el sinfonista, que sobre la base del harmonium u órgano expresivo había logrado construir el abate Guichené, «un simple cura de campo, que lo ideó a fuerza de perseverancia y de trabajo, ayudado sin duda por la Providencia» (doble subrayado).

Seguramente en la feliz coincidencia de una nota aérea y otra musical el maestro Marsiletti creía advertir una coincidencia de índole superior que destacaba con mano segura en la tarjeta que señalaba la página:


«Ad maiora nati sumus. Suyo, Marsiletti.»

Argimón leyó todo aquello después de encender la cocina económica y mientras esperaba que hirviese una pava con agua. Luego con movimientos minuciosos preparó el té, se sirvió una taza y volvió a leer la primera nota, la tarjeta, un artículo del Amigo de las Ciencias sobre los meteoros coloreados observados en París durante los últimos quince años y otra vez la tarjeta del maestro. Después de todo no estaba solo.

Aquí y allá, en éste y en otros tiempos, había, hubo siempre algún solitario ejemplar de esa reducida pero inextinguible raza de soñadores que son la sal del mundo y a la cual pertenecen en grado heroico los hombres voladores.

Volvió la tarjeta al ejemplar de La Razón Católica y con la taza de té en una mano y todos aquellos mensajes y anuncios del mundo exterior en la otra trepó a la buhardilla donde habitaba el verdadero Basilio Argimón.

Un rayo de sol penetraba a través de los vidrios polvorientos. Argimón paseó una mirada cansada pero cariñosa sobre cada uno de los mudos objetos que habían esperado por él todo ese largo mes. La gran mesa de bordes gastados y roídos, la lámpara Miller con la pantalla de opalina que parecía flotar en la penumbra como un globo, los rollos de planos, la caja de compases, el banco de carpintero, la prensa, el barómetro de cubeta, el dirigible Giffard que había construido en escala reducida y que colgaba de un travesaño del techo, los múltiples y complicados armazones de alas que crujían al menor soplo de viento, el esqueleto de paloma montado con alambres, el brasero, el caballete, los libros, el higrómetro con el fraile en el antepecho de la ventana, la calandria, el zorzal y el benteveo embalsamados, la mecedora que había heredado de su madre y en la cual leía o pensaba y por último dormitaba cuando el ángel del sueño le daba alcance en la madrugada.

 Mientras se quitaba el impermeable examinó con aire crítico el plano cubierto de signos, trazos y borrones desplegados sobre una de las paredes. Correspondía al último par de alas, es decir, a aquellas con las cuales se precipitó desde lo alto y de las que había sido despojado por el doctor Arce.

Luego abrió la ventana. El patio del fondo estaba igualmente cubierto de pasto y el aromo de intensos botones amarillos. La dama de noche, por su parte, había cubierto el tapial. Detrás del tapial la tierra se empinaba en una loma de un verde oscuro, metálico. Detrás de la loma el cielo.

Estaba por volverse cuando sintió un golpeteo de alas en lo alto del aromo. Argimón orientó hacia allí los espejuelos que le ocultaban los ojos y silbó tres notas breves, primero en un tono y luego en otro más grave.

Hubo un instante de silencio. Después vibró en el aire, desde la punta del árbol, un trino repetido, acelerado, ubicuo, como salpicaduras de cristal brotadas en la cresta de la tarde.

Argimón buscó entre los libros, entre los rollos de papel, con sus movimientos minuciosos y distraídos, sobre el banco de carpintero, detrás del caballete, intercambiando silbidos con el pájaro invisible, entre los armazones de alas, detrás de la prensa hasta que halló la caja de lata y extrajo un puñado de alpiste que colocó sobre el plato de aluminio, en la ventana.

El trino descendió entonces desde lo alto, balanceándose. ¡Chuc!, aquí, ¡Crik!, allá. Hasta que por fin apareció en la punta de la rama más próxima un mirlo macho.

Argimón sonrió blandamente.
—Plumito, plumito, plum, plunito…
El pájaro ladeó la cabeza y lo miró con uno de sus negros ojos relucientes.
—Olito, plunito, plum, plumito… Luego saltó hacia el borde del plato, cerca de la mano de Argimón.
—Plito, plunito, plum…
La voz se empequeñeció.
—¿Y tus amigos? —preguntó en un susurro—. ¿Dónde están tus amigos?, ¿eh, Plumito…?
Y volvió a repetir la cantinela plumito, plunito, plum, mientras observaba otra vez el plano. Se quitó los anteojos, los sopló y los frotó.

Luego tomó una gran hoja de papel y la fijó en la pared, sobre el plano, extrajo un lápiz del cacharro de lápices y lapiceros que tenía sobre la mesa, ejecutó unos trazos en el aire, acarició la hoja y, después de meditar un instante, comenzó a trazar el afilado perfil de una enorme ala.
 
 
Argimón trabajó toda esa primavera en el nuevo modelo. Era un diseño enteramente distinto que echaba por tierra todos los moldes y proyectos antiguos. Lo había concebido en el momento mismo que planeaba por el aire en dirección al camino, un poco antes de precipitarse sobre la huerta. Después había madurado dentro de él todo ese largo mes, no en forma expresa sino por modo velado, en la penumbra del alma. Por eso tal vez cuando aferró el lápiz y vaciló un instante frente a la hoja de papel las ideas se le atropellaron en la cabeza y a partir de entonces fue como si lo consumiera una fiebre interior.

Trabajó sin descanso y casi sin fatiga, insensible al tiempo, el alma en vilo, los ojos cegados para el mundo, los oídos vueltos para adentro. Unas veces en la madrugada, otras con la primera claridad del día llegaba el ángel del sueño y le velaba los ojos.

Pero bien pronto Plumito o la brisa del Este o a más tardar las campanas de la iglesia de San Isidro Labrador lo arrancaban de la mecedora. Se alisaba el cabello, reponía el alpiste, frotaba lenta y minuciosamente los anteojos y, de pronto, se abalanzaba sobre la mesa poseído de nuevo por aquella fiebre.

Había descartado por entero la coraza reduciendo en forma notable las correas, hebillas y resortes. Pero la novedad no estaba en la mera reducción o simplificación sino en el diseño del conjunto, en esencia distinto. Ya no se trataba de un par de alas adheridas o sujetas a un espaldar de cuero. Todo ese pesado y torpe mecanismo había sido reemplazado por uno totalmente unitario, un ala única, mucho más amplia que la anterior, que ceñía al aeronauta como una falda o pantalla de manera que, introduciendo el cuerpo a través de una abertura, emergían el busto y los brazos por el plano superior. La cola quedaba igualmente descartada o, mejor, incorporada a aquella ala única, en forma de bandeja, como dos pequeños bastidores, uno en cada extremo del borde posterior.

Argimón decidió esta vez emplear nervaduras de fresno sometiendo la madera a un proceso previo de elastización mediante el empleo de grasas y resinas hirvientes. El arqueo y secado de la madera le llevó un tiempo considerable, parte del cual debió permanecer inactivo consumido por aquella fiebre. En esos días cortó el pasto, que había alcanzado la altura de un hombre, preparó varias cajas para Plumito y sus compañeros y terminó de restaurar el par de arcángeles de yeso que custodiaban el altar mayor de la iglesia parroquial.

El verano anterior había reparado un San Juan Bautista con el brazo derecho partido y la nariz tronchada y un ángel con cítara suspendido en el frontón del altar de Santa Lucía, además del borde del platillo que sostenía los ojos de la santa y dos dedos de la mano derecha, que es siempre la más expuesta porque generalmente se representa en actitud de bendecir.

El trabajo con ángeles y aun con arcángeles le resultaba bastante entretenido, por razones que se comprenden, aunque aquella concepción primaria del asunto ofendía las leyes más elementales del vuelo científico. 

En una de sus idas y venidas tropezó un buen día con el maestro Marsiletti que, torvo y reconcentrado, trotaba por la plaza San Martín. Fue verlo y abalanzarse sobre él con los brazos en alto y los largos mechones de pelo que flotaban «qual piuma al vento». Lo estrujó y lo palpó con resuelto entusiasmo aunque, como siempre, parecía algo absorto y perplejo, como si una nube le velara las cosas. Tomóle luego del brazo y hablando de cosas imprecisas pero resonantes pasaron frente al Bar Japonés. No se tocó el tema de los vuelos, ni tema concreto ninguno, pero de todas maneras Argimón sintió esa entrañable corriente que fluía entre él y el viejo, esos lazos y parentescos espirituales, esa santa hermandad «in música atque in aere».

El maestro se despidió frente a la farmacia Marino con la promesa de hacerle llegar un nuevo ejemplar de La Razón Católica en el que se exponían los resultados y conclusiones del estudio del padre Secchi sobre los anillos de Saturno y una nota de probable interés sobre galvanoplástica.

Una vez que las maderas estuvieron a punto, Argimón volvió a encerrarse en la buhardilla sin otra compañía que la de Plumito, una pareja de tordos, una calandria, un pechito colorado, una recelosa y mudable urraca y un número variable de pájaros forasteros.

El armado del nuevo modelo, con sus formas elaboradas, suponía ciertos refinamientos técnicos. Aparte de la disposición general, que exigía un ajuste y equilibrio perfectos, había algo más sutil e inadvertido que representaba el verdadero y profundo cambio. En pocas palabras, la idea, la idea que le golpeaba la cabeza (primero un pálpito, después una forma confusa, después el sesgo, la perspectiva, por fin el claro golpe de luz), consistía en obtener mediante aquel singular diseño una mayor velocidad de las moléculas de aire en la parte superior de las alas aumentando, en consecuencia, por el principio de la conservación de la energía, la presión sobre la parte inferior. Es decir, la diferencia de presiones tenía que generar por fuerza un impulso hacia arriba, el impulso que elevándolo por los aires lo despojaría por fin de ese último lastre o residuo terrestre que le impedía sostenerse en la altura. 

Eso en teoría.

En la práctica, Argimón debió construir una serie de plantillas al calibre sobre las que más tarde torció, arqueó y encoló las varas de fresno, midiendo y cotejando cada movimiento de la madera con toda clase de compases: de espesor, de calibre, de corredera, de proporciones.

Estaba en esto una tarde cuando sintió un rumor distinto que provenía del patio del fondo. Plumito brincó de la ventana al aromo. Argimón se asomó al patio, pero no advirtió nada en el primer momento. 
Sin embargo, algo después se repitió el rumor e inclusive pudo identificarlo. Era en la dama de noche, sobre el tapial. Volvió a asomarse y efectivamente sobre el tapial, entre las oscuras hojas de la dama de noche, emergían dos cabezas de muchachos.

Se miraron, inmóviles.

Argimón sonrió por fin aunque tal vez debieron ser ellos los que se mostraron cordiales. Después sopló y frotó los anteojos y volvió a su trabajo.

Cuando se asomó una hora después no sólo las cabezas estaban todavía allí sino el resto del cuerpo. Habían trepado al tapial y, uno sentado y el otro de pie, relojeaban hacia la ventana.

Argimón decidió ignorarlos esta vez. Cargó alpiste en el plato, repasó los anteojos y canturreando por lo bajo se apartó de la ventana.

Sólo una vez, antes del oscurecer, espió desde atrás de un postigo. Se habían ido.

Al día siguiente los vio en la parte de adelante, junto a la cerca, y dos días después aparecieron encaramados en lo alto del aromo. 

Esto ya era demasiado. Argimón se armó de valor y asomándose por la ventana preguntó qué diablos hacían allí. Eso en resumen, porque en realidad lo que se dijo fue así:
— ¿Cuál es tu nombre? (al de la derecha).
—José.
— ¡Aja! Pepito… ¿Y el tuyo? (al de la izquierda).
—Marcelo.
—Marcelo… Es un lindo nombre… Marcelo, Marcelino, Marcelito.
—Marcelo.
—Bueno, ¿y qué hacen allí, si se puede saber?
José: —Queremos verte volar.
Pausa.
Argimón (frotando los anteojos, en un tono leve): 
—¿De dónde sacaron eso?
Marcelo: —Nosotros lo sabemos.
Argimón (tontamente): —¡ Ah! conque ustedes lo saben…
(risa de falsete).
José (señalando el ala): —¿Qué es eso?
Argimón (señalando el caballete): —Pues qué es esto…
José (señalando el ala): —No, eso.
Argimón (sin señalar nada): —Una sinfonista.
José: —No, es un ala. Y no digas más tonterías.

Argimón pensó que tarde o temprano, más bien temprano, iban a terminar por cansarse. Pero dos semanas después, cuando estaba por comenzar con el entelado, seguían sobre el aromo observándolo todo con una expresión seria y reconcentrada. De manera que decidió capitular. Mientras echaba un puñado de alpiste en el plato y a propósito de una observación sobre el tiempo o los pájaros o los aromos, les sugirió que podían subir a la buhardilla, siempre y cuando…
El siempre y cuando cayeron en el vacío porque todavía estaba blandiendo un dedo admonitor cuando los dos muchachos irrumpieron en la buhardilla.

Argimón se volvió lentamente, los examinó en silencio y después de acomodarse los anteojos se puso a encender el farol.


Fue así como a partir de aquella tarde los discípulos Marcelo y José entraron en cierto modo al servicio del maestro de vuelo Basilio Argimón, ocupándose desde aquel momento en los menesteres simples y comunes, tales como ordenar el cuarto, servir el té, cargar el alpiste, alcanzar una herramienta, sostener el balde de cola o desplegar alguno de esos raros y manoseados planos que el maestro consultaba a menudo.

En noviembre terminaron con el entelado y el día de Todos los Santos Argimón efectuó una prueba de viento.

Hubo que reemplazar un bastidor y armar todo el arreo de acoplamiento, pero de cualquier forma el aparato estuvo listo para fines de diciembre. Argimón dio a entender que faltaba esto o aquello, pero la verdad que estaba listo y que lo único que quedaba por hacer era echarse a volar.

Una madrugada Basilio Argimón cargó el ala sobre un remolque que había construido con las ruedas de una segadora, metió el traje de vuelo en una bolsa y marchó en las penumbras hacia la gran aventura.
 
Había decidido enfrentar aquella prueba sin complicar a los discípulos, ni al maestro Marsiletti. Solo había emprendido aquel camino, solo debía concluirlo. Por lo demás, toda compañía resultaba aparente en esta clase de empresa solitaria. 

Apagó el farol de tormenta, echó una última mirada a la casa y partió.

El campo escogido para la prueba era un terreno elevado, del otro lado del pueblo, con los parapetos y barrancones donde el otro tiempo funcionaba el polígono de tiro. Atravesando el pueblo quedaba a poco más de media hora, pero Argimón prefería dar un rodeo por razones que se comprenden. De manera que al llegar a la esquina viró a un lado y se internó en las sombras.

Hacia el Este la noche se agrietaba en largas hendeduras de una luz blanquecina. 

Las últimas casas, los primeros árboles parecían flotar a ras del suelo, chatos y desprovistos de sombra.

Aquel momento, la noche de un lado, el día del otro y él, Argimón, trotando entre los dos, le producía un extraño regocijo, un plácido y sereno contento. 

En alas de ese contento trotaba, pues, con largos y resueltos pasos cuando, de pronto, dos sombras harto familiares surgieron ante él al extremo de una calle. 

Argimón se detuvo en seco con un crujido de ruedas y maderas. Maestro y discípulos se miraron en silencio con torvas e inseguras miradas.

Aquello era un atropello, un verdadero abuso —se quitó y frotó los lentes—, en cierto modo un atraco. No dijo nada de esto, naturalmente, pero ya era bastante con que se le ocurriera. Marcelo parecía confuso, aunque tal vez simplemente estaba dormido, pero José tenía un gesto adusto, desafiante. ¡Era el colmo! Esto sí que lo dijo, pero sin signos de admiración.
—Es el colmo…
—Nos has abandonado —dijo entonces José.
Y se produjo un gran silencio.

Permanecieron en aquel silencio hasta que una ráfaga de viento agitó el ala y las tres cabezas a un mismo tiempo se volvieron hacia el Este. Entonces el maestro hizo un ademán invitante, los discípulos empuñaron la vara del remolque y los tres trotaron en dirección a la mañana. 
 
Llegaron al polígono cuando ya había amanecido. El viento soplaba ahora parejo desde el Este, golpeando de lleno contra los parapetos.

Ante todo, Argimón clavó una estaca en tierra e izó un pequeño globo. Después sacó de la bolsa el traje de vuelo y procedió a vestirse con segura minuciosidad.

Primero se calzó el mameluco ajustando los extremos de mangas y perneras con unas tiras de género. Luego se aseguró los anteojos, reemplazando esta vez las patillas con un par de cordones de zapatos. Esto le llevó su tiempo. Por último, sentándose en tierra, se calzó el par de rodilleras y, nuevamente de pie, el casco de cuero con los protectores de corcho.

Terminado el arreo, flexionó las piernas y los brazos y giró la cabeza a uno y otro lado para asegurarse de que todo se mantenía en su lugar. 

En ese momento comenzaron a sonar las campanas de la iglesia llamando a la primera misa. Ahora sonaban bajo porque ellos estaban por encima de la torre y además sonaban muy lejos porque el viento empujaba el tañido hacia el Oeste.

Argimón había escogido el segundo parapeto porque tenía el terraplén más parejo y posiblemente más largo. Antes de ajustarse el ala trepó hasta lo alto con el globo y lo izó allí para estudiar el movimiento del aire. Estuvo un buen rato en eso y parecía ver cosas que sólo él era capaz de advertir.

De vuelta abajo, tomó impulso y volvió a trepar la loma, esta vez a la carrera. Corría a grandes saltos, estirando las piernas todo lo posible y con los brazos abiertos como si sostuviera un par de alas invisibles. Esto mismo entusiasmó a los muchachos.


Cuando bajó parecía satisfecho. No dijo nada, pero sonrió a cada uno de ellos y les zamarreó la cabeza.

Tocábale el turno al ala. Con grandes cuidados la quitaron del remolque y la depositaron en tierra. Entonces Argimón se introdujo en la abertura del medio y los muchachos, tomándola de las puntas, la alzaron hasta que le quedó a la altura del pecho.

Siguiendo luego las instrucciones del maestro le ayudaron a sujetar cada una de las hebillas y correas del sistema de acoplamiento.

Cuando terminaron con todo, Argimón, que parecía ahora un verdadero pájaro, ejecutó una serie de saltos y flexiones destinados a probar el ajuste del conjunto. Tras esto, y como prueba final, comenzó a correr en círculos a grandes y flexibles trancos. 

En una de las vueltas ellos alcanzaron a ver que sonreía. Es que había sentido, todavía en tierra, la suave embestida del aire, el hueco y la caladura del ala, el blando impulso hacia arriba…

Había llegado el momento. Argimón estaba al pie de la loma. Observaba el globo. Se volvió y sonrió a los muchachos. Luego clavó la mirada en lo alto y echó a correr. Ellos corrieron también. Corrían y gritaban trepando la loma. El gran pájaro marchaba adelante, a los saltos, en el viento. Sentían agitarse y vibrar el ala y las pisadas cada vez más espaciadas de Argimón. 

Por fin, en el último salto, con un temblor arrebatado, se lanzó al vacío.

Primero trepó hacia arriba en un medio giro. Luego, después de un instante de inmovilidad, cuando parecía que iba a precipitarse a tierra, calzó en la corriente con un ligero cabeceo de resistencia. Y entonces Argimón se elevó por los aires. Lenta y majestuosamente Basilio Argimón se elevó por los aires, remontándose sobre amplias ondas invisibles hacia el Este.

Ellos manotearon y gritaron desde lo alto del parapeto sin poder seguirlo. Hasta que el gran pájaro ladeó las alas, giró delicadamente y a favor del viento pasó muy alto sobre sus cabezas.

—¡Argimón!, ¡Argimón! —gritaron ellos corriendo detrás de su sombra en el suelo.

Pero Basilio Argimón no podía oír nada más que el zumbido del viento. 
 
La noticia corrió por el pueblo como un reguero de pólvora. No sólo los dos muchachos habían sido testigos del vuelo. Estaban también un chacarero de Warnes y un viajante y, lo que al parecer resultaba más categórico, el propio doctor Arce, que volvía en el sulky de atender a un enfermo y lo siguió desde el camino blandiendo el látigo y mascando el cigarro.

Argimón aterrizó en el baldío detrás de su propia casa, de manera que cuando la mitad del pueblo llegó hasta allí ya se había despojado de sus alas y apareció en la puerta con el mismo aspecto de insignificante que tenía siempre.

El maestro Marsiletti casi estalla de entusiasmo. Bastón, galera, chaleco y esclavina encabezó una bulliciosa manifestación desde la tribuna de la banda, en la plaza, hasta la casa de Argimón, pasando naturalmente frente al Bar Japonés detrás de cuyos vidrios flotaron algunos rostros borrosos. En resumen, fue un día de gloria.

Acallado el primer entusiasmo, el grupo Plunkett pasó a la ofensiva una semana después. El chacarero no sólo pretendía haber visto a un hombre volando sino almas en pena, gente aparecida y luces malas. Para más datos, se trataba del loco Seretti, que se pasaba el día sobre el techo de chapas de su rancho y que, por llamativa coincidencia, había sido el único del pueblo de Warnes que pretendía haber visto al maestro de vuelo cuando planeaba sobre el camino entre Bragado y Chacabuco, a la altura del puente del Salado, lugar reconocidamente propicio para toda clase de visiones y apariciones. El viajante había desaparecido. Los muchachos, aparte de ser unos mocosos, estaban influidos por el propio Argimón. Quedaba en pie el doctor Arce, metafóricamente hablando desde luego, porque en la vida real más de una vez no podía sostenerse sobre sus extremidades. Las inferiores, se entiende, ironía en la que se advierte el estilo amañado de Plunkett. 

El maestro Marsiletti contraatacó en forma breve y concisa. Proponía que el 12 de enero, aniversario de la Sociedad Unión y Benevolencia, el vecino Basilio Argimón ejecutara un vuelo de prueba lanzándose desde lo alto del molino Río de la Plata en presencia del cura, el intendente y el comisario, como así del resto de las personas de Chacabuco que merecían plena y debida fe.

Hubo dudas, vacilaciones, y por fin apuestas. El señor Atibo Maroni se comprometió a impresionar una placa fotográfica que documentara el episodio utilizando al efecto un aparato provisto con el moderno obturador de cortina. 

Argimón, que a todo esto no había abierto la boca ni abandonado la buhardilla, ocupado como estaba en introducir ciertas mejoras al sistema de timones, observó que no podía fijarse un día preciso de manera tan categórica por cuanto había que tomar en cuenta las condiciones del tiempo y en especial las del viento. 

Estaba muy flaco y amarillo y mientras hablaba efectuaba apretadas anotaciones sobre un plano colgado en la pared. 

Plunkett se frotó las manos y exclamó, atragantándose de furia, que aquello no era más que una excusa. 

Después de una serie de idas y venidas el maestro Marsiletti, que volvía a quedarse solo, anunció con menos entusiasmo que, antes o después del 12 de enero, no hacía caso de fechas, Basilio Argimón treparía a lo alto del molino y desde allí se lanzaría al espacio. Podía jurarlo si eso ayudaba en algo. 
 
No sólo pasó el 12 de enero. Inclusive pasó el verano y Basilio Argimón no daba señales de vida. 

La mitad de la gente lo había olvidado cuando un buen día, el tercer domingo de abril, festividad de San Benito Labre, para ser precisos, el grupito de charlatanes del Bar Japonés sintió un rumor al fondo de la calle y algo después vio aparecer a aquel fantástico personaje con un mameluco negro, un par de rodilleras y un casco de cuero. 

Plunkett se levantó de un salto, pálido de ira.

—¡Argimón!

Efectivamente, era Argimón, aunque costase un poco reconocerlo. Detrás, sobre un remolque, venía aquella especie de ala o barrilete que la mayor parte conocía por referencias.

Uno de los muchachos tiraba de la vara y el otro traía un globo sujeto con un piolín.

¡Había llegado el día!

El señor Atilio Maroni corrió por la máquina y el maestro Marsiletti alcanzó al grupo cuando llegaba al molino, cerca del hotel Unión. 

Primero subieron el ala. Después treparon los muchachos y por último ascendió Argimón. El maestro Marsiletti insistió en subir también pero entre Argimón y el cura lograron que abandonara la idea.

Una vez arriba Argimón izó el globo y estudió el movimiento del aire. El viento soplaba con algo de fuerza pero en forma arrachada. Habría preferido un viento más parejo y constante aunque fuera menos intenso. 

Argimón hizo luego una corrida de prueba hasta el borde del paramento. 

Entretanto la gente se había ido apiñando abajo, sobre la vereda del molino, y seguía todos aquellos movimientos con una curiosidad maliciosa. 

Argimón, a su vez, contempló a la gente cuando después de la primera corrida se detuvo en el borde. En realidad, recién ahora reparaba en ella, un montoncito de hormigas.

No creían en él. Creían en Plunkett, por ejemplo. En el fondo, había soñado más de una vez con ese momento. El ascenso final, la multitud, el vuelo. Pero ahora, a punto de conseguirlo, en cierto modo ya conseguido, ¿qué había logrado con eso? Nada más que la absoluta certeza de su total soledad. Arriba, más arriba, mucho más arriba, muchísimo más arriba… Ese era el camino, la senda estrecha y solitaria. 

Se ajustó otro poco los anteojos y probó una segunda corrida pues aquí el espacio era más reducido y quería calcular el momento preciso del salto.

Cuando se asomó esta segunda vez, en el filo mismo de la cornisa, la gente prorrumpió en un largo y tembloroso grito, una especie de balido, que llegó a lo alto cuando se había vuelto de espaldas. 
Argimón asomó y agitó una mano.

Mientras hacía todo esto, Marcelo y José aguantaban el ala, que se sacudía a cada racha de viento.

Argimón se introdujo por fin en la abertura del medio y ellos lo alzaron y ajustaron hebillas y correas. Luego el maestro ejecutó las flexiones y saltos de práctica. Una corta carrera hasta la mitad de la plataforma sustituyó, por razones de espacio, el trote circular. De cualquier forma, estaba todo en orden y el maestro se situó en el borde posterior, listo para el vuelo.

José agitó un pañuelo de acuerdo a lo convenido, el señor Maroni aprontó la máquina y el señor Pelice disparó una bomba de estruendo.

Silencio.

Un salto y otro salto y otro. Antes del borde Argimón ya estaba en el aire.

Hubo un cabeceo inicial, como siempre, y después ese instante de vacilación, casi de inmovilidad. Pero en el momento mismo que el grito llegaba desde el fondo de la calle, Argimón cobró repentina altura embestido por una racha de viento. 

La gente alcanzó a ver el jirón de tela y el pedaleo alocado de las piernas.

Luego, con un giro en barrena, el hombre pájaro se precipitó a tierra y se estrelló contra el techo del hotel Unión.


*Publicado originalmente en Todos los veranos, el primer libro de cuentos de Conti, editado por Nueve 64 y luego por Galerna, Buenos Aires, 1964.

Haroldo Conti nació en 1925, en Chacabuco, Arg., y desde 4 de mayo de 1976 permance desaparecido.

La balada del álamo carolina

Haroldo Conti*

Haroldo Conti subido al álamo carolina

A mi madre, doña Petrolina Lombardi de Conti, y a la ciudad de Chacabuco, mi pueblo.

Ciruelo de mi puerta,
si no volviese yo,
la primavera siempre
volverá. Tú, florece.
(Anónimo japonés)

Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo.

Este álamo carolina nació aquí mismo, exactamente, aun­que el álamo carolina, por lo que se sabe, viene mediante estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta tierra entre los pastos duros que la cubren como una pelambre, un pastito más, un miserable pastito expuesto a los vientos y al sol y a los bichos. Y él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó que sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra se hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las alturas, por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un camino, aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al año siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de árbol recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano, pues todas rematan en un mechoncito de árboles verdaderos. Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo. Tam­bién ya sabía para entonces lo que era una rama porque, después de las lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y una parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre la tierra de costado igual que el camino.


Ahora es un viejo álamo carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se encienden como por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria.


Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con todas sus hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte (son como pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se mete entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces llegan los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando dónde pasar la noche y es el momento en que el viejo álamo carolina recuerda. A propósito de la noche, los pájaros y el verano. Recuerda, por ejemplo, a propósito de los pájaros, el primero de ellos que se posó sobre la primera rama, que ha quedado allá abajo pero entonces era el punto más alto, ya casi no da hojas y es tan gruesa como un pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más viva y sintió el pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas. Descan­só un rato y luego reemprendió el vuelo. Recién dos veranos después, cuando divisó la primera casa de un hombre y detrás de ella la relampagueante línea del ferrocarril, una montera armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y anudó ramitas pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una casa, el alma que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma del camino, ese ancho árbol floreci­do de sueños. El nido se columpiaba al extremo de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la tarde, procuraba no agi­tarse mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que pudo, echó para allí más hojas que otras veces.


Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube, con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de una rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda.


Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se inflama con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de humo. A veces el viento trae algunas voces. Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa aun por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel resquebrajada como la corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par de chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de montera. Con sus viejas manos amarillas ha golpeado la puerta de tablas quebradas, ha acariciado las des­cascaradas paredes de adobe encalado, y mano y ojo y amarillas alas de otoño ha corrido delante de la escoba de maíz de Guinea y trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso de una fogata que anuncia el frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra.


El ferrocarril pasa por detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro verano, cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo de las vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el ruido, ese oscuro tumulto que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo. Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia noche de la tierra.
Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo, incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo carolina se comuni­caba a través de aquel húmedo corazón. Al este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los ár­boles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una de sus delgadas ramas subterráneas en aque­lla dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad.


¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el bosque, sus herma­nos, noche a noche. Esta y muchas otras porque a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duer­men propiamente, se adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrellas se deslizan por sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con más fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra.
Los animales de la noche salen de sus madrigueras y roen la oscuridad, un pájaro desvela­do vuela hacia la luz de una casa, un bulto negro trota por el camino, los grillos vibran entre los pastos como cuerdas de cristal, un perro aúlla en la lejanía, el hombre se da vuelta en la cama y piensa cuántas fanegas dará el cuadro de trigo. En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo, el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de espigas amarillas.


Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un día sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de divisar la morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que con chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo, que entonces no era tan viejo pero sí árbol com­pleto, sintió por primera vez el dolor de su fijeza. Él sólo podía ir hacia arriba trazando un corto camino en el cielo y al co­mienzo del otoño volar en figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto momento, después de la casa, el tren se transportaba entre sus ramas y a veces el penacho de humo llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del viento, del cual, por instrucción de los pájaros, el viejo álamo había apren­dido a extraer otros muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes plumas y simulaba temblorosos vue­los. El viento subía y bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula vegetal provocando, de acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que complacían al árbol mú­sico.


Todo esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol son materia de recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la caída de la primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas más viejas y después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del árbol. En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así empieza.
Después cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan con las hojas de otros árboles, cuando el viejo álamo carolina ya se ha adormecido y piensa quietamente en el luminoso verano que, de algún modo, ya está en camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia oscurece sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra. Algunas se quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un momento, siente en todo su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se sostiene, sabe que perdurará otros veranos. Hasta que allá por septiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce cosquilleo sube desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece las ramas y el viejo álamo carolina se brota nuevamente de verdes ampollas. El aire ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde el brote más alto, recorre el campo y espía las crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra.


Para mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y oscuras hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la tarde. El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra del árbol.


Fue en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra, que el hombre se acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del campo, negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo y penetró en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar hacia arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor de la frente con la manga de la camisa. Después el hombre, que parecía tan viejo como el viejo álamo carolina, se sentó al pie del árbol y se recostó contra el tronco.

Al rato el hombre se durmió y soñó que era un árbol.


*Publicado en 1975, dentro de la colección de cuentos La balada del álamo carolina

Haroldo Conti nació en 1925, en Chacabuco, Arg., y desde 4 de mayo de 1976 permance desaparecido.

Mi madre andaba en la luz

Haroldo Conti

Delante de mi casa, en un patio de tierra raída, gastada como el género de mi camisa Grafa, en un cantero someramente cercado por ladrillos musgosos, hay una planta de azalea que plantó mi madre hace unos doce años. Sus flores de piel violeta tiemblan delicadamente con este ansioso viento de septiembre que levanta, en esta mañana, un fresco olor a terrones, a humo agrio, a pan casero, a húmedas maderas. A partir de esta plantita que ahora flamea en la clara mañana y que mi madre riega todas las tardes, apenas se pone el sol, yo reconstruyo, acaso invento, mi casa.

Detrás del patio está todavía, en la penumbra del corredor de chapas, la bomba de elevación y sobre las paredes encaladas las macetas que colgó mi madre hechas con latas de aceite: cinta argentina, malvones, filodendros y una plantita carnosa de ramitas nacaradas que trajo el Polo de un viaje al norte y que puntualmente para este tiempo echa en las puntas unos ramilletes de plumas rojas. Mi madre los llama pepitos, pero ese es más bien el nombre de un pájaro y la verdad que eso parecen. Del tirante que aguanta la armadura del techo cuelga una balanza de platillo y una jaula de alambre con un caburé ojos de gato, pajarito mago de tremenda fama que mi padre compró por doscientos pesos a un viajante que lo trajo de Apóstoles, en Misiones.
Mi padre, que veía flacos fantasmones por todas partes, que juntó cada peso arañando esta tierra con sus manos, que no conoció ni amó a otra mujer que mi madre, se pasó dos días con sus noches escarbando a esta lechucita para encontrar la mosca mágica que, según dicen, esconde debajo de sus alas. Sólo encontró piojos. Cada tanto volvía a la carga con un par de guantes de badana agujereados en las puntas pero el caburé lo miraba de tal manera, girando la cabeza como la tuerca de un bulón, que siempre terminaba mareado. El caburé, en definitiva, no le dio nada a mi padre pero, con todo, el viejo, más por ostentación que por otra cosa, llevó hasta el final de sus días una pluma de la lechucita en el fieltro del sombrero. Lo enterraron con ese sombrero y con la plumita del ala izquierda del caburé que no le trajo más salud de la que tenía al natural y menos todavía la más rasposa fortunita ya que el viejo se murió deseando un tractor Ferguson de segunda mano que lo ayudara con la tierra.
Ni para eso le dio el cuero. Cualquiera hoy día tiene un tractor y el viejo los debe oír desde abajo trajinando sobre la tierra. Tal vez le baste ahora con eso porque era hombre que se conformaba con poco. Le gustaba lo simple, sentarse debajo del corredor, por ejemplo, y oír el rumor de los pájaros que alborotaban entre los árboles, al caer la tarde, y el trueno lejano del tren que se atropellaba en el horizonte, y el trepidar de la cosechadora que, como un barco, navegaba majestuosamente los cuadros de trigo en diciembre o el golpe de la varilla del molino cuando, como ahora, sopla parejo el viento y la rueda gira a lo loco y, más que nada, el espumoso entrechocar de las hojas del álamo Carolina debajo del cual dormía la siesta en el verano, del otro lado del camino, ese viejo álamo que todavía está ahí, como un penacho de cenizas, y se parece en parte a mi padre. Bueno, todo esto a propósito de la jaula que cuelga del travesano.
La casa, mi casa en el pueblo, tiene por detrás un monte enredado con una huella parda cavada entre los árboles, que son: eucaliptos, álamos mussolini y sauce gigante, un sauce enmarañado de corteza rotosa que en invierno, este tiempo que termina, se pone gris, casi azulado, casi idea. Por ese caminito me internaba yo en mi infancia, iba que iba árbol y pajarito, piel de corteza, piernas de yuyo, buscando esas locas invenciones que duermen en la madera. Hasta el primer alambrado. Ahí estaba el camino de tierra y después, del otro lado, aunque alejado, el álamo Carolina que amó mi padre, muy solo, textual, alta madera de ensueños. La casa estaba rodeada de olmos, acacias y paraísos que se poblaban de torcazas y monteras con sus lustrosas levitas de cenizas, dulces pececitos de la tarde. A la caída del sol la punta de estos árboles se inflama con un color anaranjado y el monte se aquieta, se suspende. En medio de esta maraña neblinosa que se dilata como una nube, que se consume como un lento fuego esparciendo el humo oloroso de septiembre, a esta hora, y a consecuencia de los calores prematuros que brotaron en agosto, se advierte y se fija en los ojos con lentitud un pelecho verde.
Es la primavera que empuja desde adentro de la madera, apenas una visión, poco más que un presentimiento, porque la noche ya sube desde la tierra y oscurece los árboles, borra los brotes, adormece el monte. El álamo Carolina, cuyo penacho anaranjado asoma a la derecha, por encima del techo de chapas, es el último en borrarse. Más bien parece que remontara vuelo y se hundiese en el cielo. El humo de la chimenea lo opaca, lo sacude, lo trae y lo lleva. Tal vez por eso parezca que se reanima. Mi madre, abajo, acaba de echar leña a la cocina económica que no se fatiga de arder y soplar todo el día.
Es una vieja cocina «Carelli», de tres hornallas, fabricada en Venado Tuerto y creo que la casa empezó por ahí, por esta cocina que mi padre trajo en un charret desde Bragado, donde la compró de segunda mano y la montó en medio de un claro, al reparo de un árbol, y después empezó la casa. Mientras siga encendida mi casa vivirá. Mi madre es esa sombra encorvada frente a la cocina. Ha pasado allí gran parte de su vida, desde que mi padre instaló la «Carelli» junto a aquel árbol cuyas raíces deben estar todavía debajo del piso de ladrillo.
Yo entro y salgo de mi casa, es decir, de esta cocina que es donde transcurren nuestras vidas, mil veces al día cuando en realidad lo que estoy haciendo es romperme el culo junto a la continua nº.2 de la Papelera del Norte. Es mi forma de ir tirando. Yo sé que en este mismo momento que la continua ronca a todo pulmón arrastrando un blanco y humeante chorro de papel mi casa está ahí, en medio de los árboles. Y así vivo.
Mi madre abre la hornalla y echa una leña. Su cara se enciende con un color rojizo, como los árboles del atardecer, como el álamo que amó mi padre. Sus manos se iluminan hasta el blanco, de un lado, y se oscurecen del otro. Su piel está algo más arrugada, cubiertas de grandes pecas marrones. Mí madre ha envejecido otro poco este invierno. Yo lo veo en sus manos porque su cara sigue siendo la misma para mí. El fuego de la hornalla se la arrebata, inflama el borde de sus pelos y mi madre sonríe. Me sonríe a mí que en este momento, a 200 kilómetros de mi casa, pienso en ella al lado de la continua N92. Su rostro se enciende y se apaga como una lámpara en el inmenso galpón, entre bobinas de papel y cilindros relucientes, contra la grúa puente que se desplaza con lentitud sobre nuestras cabezas, mi madre, alta lámpara perpetuamente encendida en mi noche, mi madre.
El fuego se reanima y su luz escapa por las rendijas de las hornallas agitando todo el cuarto como un viento secreto. La luz cruzada del sol que declina penetra por la puerta siempre abierta y borra las patas de la mesa de pino, tan vieja como la «Carelli», la misma mesa que nos junta tres veces al día, mi padre en la punta, mi madre del lado de la cocina y de este otro yo y el Polo, mi hermano que se quedó en el pueblo. Sobre esta misma mesa velaron a mi padre. No tiene hule ni mantel. Solamente la madera, blanca de tanto jabón y cepillo, carcomida y tajeada, con los chamuscos de los cigarrillos de mi padre en la punta. Mi madre los fregaba pero se ponían más oscuros.
Creo que quedarán ahí para siempre recordándome a mi padre que fumaba negros fuertes y a veces medio Avanti. Así son las cosas. Se vuelven más memoriosas que uno, se vuelven uno. Mi padre era su cuerpo flaco y viejo y unas pocas cosas. Quedan las cosas. La escopeta de un caño, calibre 16, que pende de un clavo en la pared junto a la puerta, al lado del cuero del gato montes que abatió en el monte. La romana con la escala de bronce. Hay otras cosas que están ahí desde mi infancia, que se confunden con mi historia.
El sol de noche que alumbraba nuestra oscuridad hasta que el viejo puso un Villa de dos caballos y medio, la bolsa de galletas que al partirlas inauguraban el día con un tibio olor a trigo y migas, el infaltable almanaque del Almacén de Ramos Generales de Montes y Cía., la fiambrera con el alambre mil veces remendado y, suspendidas del techo, dos barras de cañas de las que colgaba la factura de cerdo. Chorizos criollos, codeguines, morcillas, jamones, bondiolas, lomo ahumado. En un estante, queso de chancho, una lata de grasa muy blanca y un frasco con el paté que preparaba mi madre en base al hígado, tocino, coñac y especias. En tiempos de mi padre se carneaban dos cerdos de doscientos kilos cada uno en la primera quincena de julio, cuando apretaba la escarcha, «donde se hace el menguante», y la casa era una fiesta con grandes ollas hirvientes, buches de caña, jarros de café, mate amargo, chuletas bien tostadas y alguna guitarra. El Polo le daba a la máquina de picar y don Pancho Cejas prestaba mano para la morcilla. Su especialidad eran las morcillas y los cuentos de aparecidos.
Murió en el 59 y él mismo empezó a aparecerse ya en el invierno del 60, para julio justo que Américo Agustín Laval lo vio sobre el puente del Salado con el ponchito y la gorra, todo de cuerpo presente, bien verídico. Laval se persignó y don Pancho se hizo transparente, se vino lucecita y hasta chamuscó el pasto. Sobre el puente, del lado de Bragado, en la mano del campo de Cirigliano, ahí mismo. Consta. La última vez que se apareció, también en el puente, compareció ante don Ramón Cabral que venía a caballo desde el campo de Arbeleche con un gallo Calcuta debajo del brazo. Fue en marzo del 73. Le dijo a don Ramón que había que votar para intendente al ingeniero Dimarco. Le erró feo por más finado que fuese.
La luz que entra por la puerta se ha acortado, es una ceniza amarilla a ras del suelo. El motor del Fiat que remolca el disco de rastra en el campo de Acuña, detrás del alambrado, ha dejado de arañar el cielo. Es un Fiat 700 de 70 HP como jamás soñó mi padre y lo maneja el Polo que está haciendo barbecho para engordar la tierra antes de sembrar. El Polo trabaja para Omar Basilio Acuña que se hizo rico en una patada, tiene un cuarto en el hotel Coll de Bragado y no le cortan la cabeza por menos de 500 millones de pesos. Así son las cosas en esta tierra. Omar tiene la misma edad del Polo pero él, el Polo, mi hermano, nació como mi padre para padecer la tierra. Nada más.
Una bandada de pavos mamut bronceado cruzan por el patio en dirección a una acacia tumbada donde pasarán la noche. Mi madre sale al patio con una varita de mimbre pues los desgraciados no desaprovechan la ocasión para picotear la azalea.
Los ladridos de unos perros pelotean a lo lejos, por encima del alambrado. Son los perros del Polo que viene cruzando el campo.
Mi madre levanta la vista y todavía más lejos, por encima de los últimos alambrados, por arriba del monte de la estancia de Acuña, detrás inclusive del puente del Salado que desde el patio es apenas una loma pelada, ve una nubecita de polvo que avanza por el medio del camino. Es el Expreso 25 de Mayo que, como siempre, llega con retraso.
Mi madre piensa que acaso ahí llego yo. Yo estoy llegando siempre, madre.
La sirena anuncia el final del turno y me largo hacia las puertas entre los flotantes cascos de plástico que se desplazan como un río mientras atrás queda la continua roncando y silbando y el otro turno reemplaza puntualmente al que se marcha. El negro Prieto, que viene por la otra mano, me saluda con el brazo en alto.
Ahora voy hacia la villa en el tambaleante micro que suelta un tornillo a cada barquinazo. Algunos de los muchachos gritan y canta todavía porque estos negros tienen un aguante bárbaro. Les pueden estar chupando la sangre con una bomba de diafragma y ellos siguen gritando y cantando. Cantando y gritando mientras corren ruidosamente hacia el montón de mugre en que viven. Los demás duermen debajo de los cascos. Yo pienso que voy llegando a mi casa, en mi pueblo, en una tarde así. Inclusive a través de la ventanilla veo a mi madre que espanta a los pavos, veo el victorioso color de la azalea en el patio de mi casa que flamea en la última luz de esta tarde.
Veo, por supuesto, al álamo Carolina que brilla por encima de las chapas y hasta veo sobre el techo a mi propio padre que mira para el lado de Irala. Un puñado de casitas y tapiales aparece y desaparece entre los árboles. Ese es mi pueblo.
Apareció el molino, a la derecha. Primero el horno de ladrillos, después el campamento de Vialidad y después el molino de La Silvina. En su memoria el campamento por lo general venía después del molino. Ahí estuvo una vez.
Aquí el cielo es ancho y profundo, no un miserable agujero en lo alto de la calle. Hacia el oeste, es decir, hacia Los Toldos más o menos el cielo se emblanquecía sobre un borde rojizo que abrazaba las puntas de los árboles. Por detrás del colectivo, que arrastraba una nube de polvo también rojiza en lo más alto, la noche remontaba velozmente como un gran pájaro azulado.
El expreso montó brevemente la loma del puente y desde esa altura, a través de la ventanilla que chorreaba polvo, vio de una ojeada las grandes praderas que se oscurecían, los montes que despedían azules humaredas de sombras, los palos del alumbrado de Warnes y, en el momento que emprendía la bajada, las breves manchas amarillas de las señales en el paso a nivel. Sintió inclusive el vaho húmedo de los pastos y esa creciente vibración de la tierra cuando llega la noche, aunque esto fuese más bien un anticipo de su memoria.
El molino estaba quieto, el chorro de humo de la chimenea de La Silvina ascendía rectamente.
El ómnibus se tumbó a la izquierda y al final de la curva, después de Los Pumas, asomaron en línea las señales del paso. En su memoria todo era más lento y más grande. El ómnibus lo dejaba en la vía porque venía con retraso y no bajaba más que él y debía seguir hasta 25 de Mayo, si es que llegaba entero a Bragado y no perdía el motor en alguno de los barquinazos.
Se tanteó la porra con sus dedos machucados, luego se deslizó a lo largo del pasillo sosteniendo en alto la valija de cartón con el zuncho de lata que era lo único que volvía al pueblo, aparte de él mismo, se entiende.
El expreso se detuvo entre las vías, negro y tembloroso. «¡Uames!» gritó el gallego como quien dice mierda, pero nadie se dio por enterado, salvo un punto que se quitó el sombrero que le cubría la cara y miró hacia la derecha, donde sólo estaba el campo pelado. El pueblo quedaba a la izquierda, detrás de los árboles que bordean la vía, pero había que ir hasta ahí para comprobarlo.
Se volvió con un pie en el aire y sonrió por encima del hombro a los tipos que seguían viaje. Él nunca pasó de Bragado pero algunos de aquellos tipos iban hasta 25, o, desde allí, a Islas, Mosconi, Huetel, Monteverde, todos esos nombres. «¡El paquete!», gritó uno de los tipos. Le alcanzaron el paquete y saltó. Trató de agradecer y de saludar al mismo tiempo y levantó una mano hacia una fila de rostros que se embalaron a través de los vidrios.
Encendió un cigarrillo y embocó, liviano de piernas, el camino de acceso entre los altos y temblorosos eucaliptos que ahora brillaban con la húmeda claridad del atardecer y las vías del Sarmiento. El ruido que traía en la cabeza le fue saliendo despacio y a medida que le salía el ruido le entraba el pueblo. Ahora que oía verdaderamente el golpe de sus pasos sobre la tierra pelada se le hacía que estaba volviendo del Salado a donde había ido a cazar patos crestones o a pescar tarariras.
El ronquido del motor del expreso se fue apagando detrás de su cabeza en un amplio círculo que apuntaba a Bragado y en tanto se apagaba y por fin se perdió empezó a sentir entre paso y paso el rumor que brotaba de los pastos, ese punzante chirriar de la tierra cuando llega la noche, el cloqueo de sapos y ranitas y, a lo lejos, el ronquido de un tractor.
Las primeras casas aparecieron en un tajo de luz con las paredes de ladrillos que se borraban contra la claridad del ocaso. El galpón de la estación echaba gruesos resplandores como si ardiera por todos los lados. Por encima de los techos divisó el remate de los silos del almacén de Montes. Bueno, ahí estaba. «Este sorete es mi pueblo», pensó. ¿Qué dirían los muchachos de la Papelera si lo viesen? Pues casi todos ellos han salido de un agujero igual y cuando hablan del mundo más o menos piensan en él.
Atravesó la calle en dirección al almacén del viejo Pampín. Aparte de un letrero con una pareja de taraditos que se zampaban una botella de Coca-Cola nada había cambiado, por lo que recordaba. La vidriera seguía con la persiana bajada desde que el negro González le partió el vidrio con una bola de billar y las paredes de ladrillo parecían como que se fuesen consumiendo a la vista, deshaciéndose en blandos terrones de barro cocido.
El salón estaba vacío. Tampoco había cambiado gran cosa. La mesa de billar a la que el mismo negro le había roto el paño al pifiar una bola seguía cubierta por hojas de papel de diario. Sobre el mostrador oscuro estaban, de un lado, los botellones con caramelos y, del otro, la balanza de dos platos y la vitrina con velas, agujas, ovillos de hilo, broches, hebillas y cordones para zapatos, igual que en su infancia. La heladera de hielo con la puertas vencidas y grandes herrajes de bronce hacía tiempo que servía de armario.
En su época fue un motivo de orgullo para el viejo Pampín y un signo del progreso de Warnes. Ahora estaba cubierta por el mismo polvo marrón de la calle que coloreaba los bordes de los estantes, la repisa con las lámparas de querosene, las mesas quemadas y machucadas y su propia ropa. El alto techo con ladrillos de 30 y vigas de pinotea se perdía en la penumbra de la que colgaban como grandes arañas los faroles de mantilla sujetos a unos ganchos de alambre y unas ramas secas para atrapar a las moscas. Debajo del reloj de péndulo seguían colgando los ovillos de hilo choricero, el estante con alpargatas y el cencerro que el viejo usaba para tocar a rebato cuando se armaba una podrida. Al lado de la heladera a querosene que había reemplazado a la de hielo el piso estaba sembrado de esqueletos de vino y botellas vacías. Había un almanaque de la acreditada casa de don Alfonso S.
Ferro e hijo, artículos rurales, mangas, tranqueras, reparación de máquinas agrícolas, colocación de aguadas en general con un paisaje de las sierras de Córdoba que no tenía un pito que ver con Wames ni con cosa alguna a trescientos kilómetros a la redonda y un molino de viento en negro proveniente de un viejo y carcomido clisé de la imprenta Castillo y López, de Chacabuco. De la pared opuesta a la puerta colgaba todavía un espejo de Cinzano salpicado de cagaditas de mosca que se había salvado milagrosamente de los bochazos y las broncas.
Un rostro blanco y pelusiento emergió lentamente por detrás del mostrador. Era el viejo Pampín en persona que subía del sótano al cual había caído en un descuido algunos años atrás porque la tapa estaba justo detrás del mostrador y a veces la dejaba abierta y así fue que yendo de la balanza a los botellones de caramelos desa-pareció como por arte de encantamiento y hubo que extraerlo con un aparejo. Tenía la cara más chupada y algo gris pero en resumen era el mismo Pampín de siempre. Apretó los ojos detrás de los vidrios de sus anteojos de metal y repasó cuidadosamente el salón porque no veía una breva más allá del largo de su brazo.
-¡Hola, don Ramón! -dijo él desde la mesa de billar, pero el viejo, que le apuntaba con una oreja, no reconoció su voz, de manera que sonrió vagamente a las sombras del salón y estiró aún más el cogote.
Él dio unos pasos hacia el mostrador y cuando entró en foco el viejo rió brevemente con su risita de ratón.
-Pedro… -dijo con cautela, y quedó con la boca abierta.
Él sacudió la cabeza despreocupadamente y se acercó otro poco.
-¡Pedrito!
Dejó la valija, se acomodó el saco de camero gamuzado, mil trescientos cincuenta pesos ley en cómodas cuotas a sola firma, y le alargó la mano de costado. El viejo, que no era un hombre de mundo, la tomó entre las suyas, flacas y duras como ramitas, y la estuvo sacudiendo un rato sin decir palabra.
La verdad que no se parecía del todo a don Ramón Pampín. La carne se le había corrido hacia abajo como si el viejo, el verdadero, se hubiese encogido por dentro de manera que la piel, salpicada de manchas, le colgaba de sus huesos. En su memoria este viejo de ahora se superponía al primer Pampín, que empezó repartiendo pan con una jardinera, e inclusive al don Ramón Pampín que no llegó a conocer sino que inventó a partir de su padre, el cual lo conoció cuando llegó de España en 1911 y se enterró en ese agujero, nació en cierto modo y creció con el pueblo.
Era de Santa Eugenia de Fao, ayuntamiento de Touro, partido judicial de Arzúa, provincia de la Coruña, lo cual repetía siempre cuando comenzaba a contar cualquier historia, como si todo, aun Warnes, el ferrocarril Sarmiento, el almacén de Montes y el Club Sportivo y Recreativo hubiesen empezado por ahí. Naturalmente, su época de esplendor coincidió con la del pueblo. Él ya recordaba ese tiempo como propio y a menudo aquel era su pueblo más que este de ahora, deshabitado y polvoriento.
Recordaba las calles, las únicas dos que había, una a cada lado de la vía, cruzadas por sulkis, charres, tractores y automóviles, sobre todo para el tiempo de las cosechas, las farras prolongadas en el boliche del viejo o en el Club Ferrocarril Oeste, cuando bajaban las mejores orquestas de Bragado y Chacabuco y aun de Junín y la plata saltaba de la tierra a los bolsillos y de los bolsillos a un lado y otro de la vía, por todos los ruidosos boliches, bailantas y quermeses. Todo eso terminó cuando Onganía suprimió la prórroga de arrendamientos y los chacareros se fueron por los caminos y la tierra volvió a manos de unos pocos estancieros y por aquellos caminos vino la tristeza, más polvo y el olvido.
De todo eso saben estas paredes que ahora callan y se desmoronan debajo del sol. Y el viejo Pampín que lo mira con sus ojos legañosos y posiblemente ve en él un testimonio de toda esa mufosa vejez. Porque él es su padre que murió y su madre que envejeció y él mismo que se marchó pues aquí la tierra no daba para todos, el pueblo se había achicado y los que nacían era para irse tarde o temprano.
De golpe el viejo Pampín lo atrajo por encima del mostrador y lo besó en la cara, igual que su viejo o el Polo. Esto era muy de don Ramón Pampín. Olía a carne ahumada.
El ruido atrajo a la mujer, doña Rosa, que asomó la cabeza, blanca como una aparición, por la puerta debajo del cuadro con la foto desvanecida del padre y la hermana del viejo que desde aquella pared habían visto desfilar por el mostrador a todo Warnes sin haber salido de la Coruña.
-Es Pedro, el hijo de Seretti -dijo el viejo sin soltarlo.
Por lo general le decían «el loco Seretti», no a él sino a su padre. La mujer comenzó a sacudir la cabeza y a arrugar la cara porque era muy nerviosa y el viejo, cuando andaba repartiendo pan con la jardinera, la había sacado del medio del monte, como quien dice. Ella se parecía a lo que había sido en aquel tiempo, antes de irse, porque ya entonces estaba seca.
-¿Cuándo llegaste? -preguntó Pampín, como si no viera la valija.
-Acabo de bajar del expreso. Me dejó en el cruce.
-¿Te acordás, Rosa? Seretti.
La mujer sacudió más fuerte la cabeza.
-¿Qué vas a tomar, hijo?
-Un Séptimo Regimiento -dijo él con soltura.
El viejo casi se cae de culo.
-¿Qué es eso?
El Pedro no sabía muy bien lo que era pero le pareció distinguido. Lo había oído en la tele, en Dos tipos audaces. Roger Moore entraba con una rubia de la gran puta en un garito de la Jamaica y pedía un Séptimo Regimiento. En realidad, era una contraseña para hacer contacto con un conde italiano que en apariencia andaba en el negocio de la bauxita porque lo cierto es que era un agente de una central de espías norteamericanos que estaba metido en el balurdo de la yerba. ¡Esa sí que era vida!
Aprovechó que el viejo lo había soltado para sacar los cigarrillos con lo que a un mismo tiempo tuvo ocasión de mostrar el anillo de plata con una piedra de plástico, que parecía un transmisor secreto y le había costado casi una quincena, y la camisa estampada a rayas. Convidó un cigarrillo al viejo que alargó la zarpa con avidez. El cigarrillo saltó de la caja por sí solo y el viejo paró la mano a mitad de camino.
-¿Y eso? -preguntó excitado. Le había aparecido algo del antiguo don Ramón Pampín.
Pedro comenzó a disparar un cigarrillo tras otro. En resumen, era una caja de plástico con un resorte. La había cambiado por una corbata pintada a mano. La corbata, aunque norteamericana legítima, era vieja y bastante grasa y él la usó hasta aburrirse. En cualquier caso, aquel trasto daba para más.
-Las cosas que hacen hoy día -dijo el viejo realmente impresionado.
El Pedro le pasó la caja. Después de examinarla en detalle y de disparar unos cuantos cigarrillos, Pampín sirvió dos copitas de caña Legui, que era lo más distinguido que se le podía ocurrir.
El viejo preguntó cómo le iban las cosas por la capital y él dijo que si se lo proponía le iban bien en cualquier parte. Para ser franco, la capital lo aburría un poco. A la tercera copita el viejo se puso sentimental y comenzó a hablar del loco Seretti. La cara se le había oscurecido otro poco y la nariz, cruzada de venitas, se le empezó a enrojecer.
El Pedro miró de reojo la tapa del sótano, que había quedado abierta, y pensó que con otra copa el viejo se zampaba adentro otra vez. Aquella caña quemada era como tragar un puñado de azúcar. Una bebida para velorios.
Estaba esperando el momento de meter una frase y salir de allí cuando la puertita se hizo a un lado y por detrás de la vieja, que seguía sacudiendo la cabeza, apareció una hembrita blanca como la leche, los cachetes cubiertos de pecas, con dos bultitos debajo del vestido y una madeja de pelos colorados que lo miró a la cara y bajó los ojos, y de golpe se olvidó hasta del nombre.
-Carmen, este es Pedro Seretti. ¿Te acordás? -dijo el viejo.
La chica negó con la cabeza, sin levantar los ojos.
-Iban juntos al colegio -insistió el viejo en un tono lastimero.
El Pedro recordó borrosamente un camino polvoriento y una cabeza de pasto que trotaba a su lado.
La chica sonrió para el suelo y agachó la cabeza otro poco con lo que los bultitos aumentaron de tamaño.
Pampín mencionó unas cuantas cosas a propósito de la Escuela Bartolomé Mitre, que quedaba dos cuadras más allá, en la misma calle, que era la única, por otra parte, pero el Pedro apenas lo escuchaba. La chica lo volvió a mirar y entonces aprovechó el momento para disparar un cigarrillo. Ella bajó la cabeza rápidamente y se rió con todo el cuerpo. Después salió atropellando a la vieja que quiso pasar por la puerta al mismo tiempo.
Pedro dejó la copita y se apartó del mostrador. Ya que lo había hecho aprovechó para despedirse.
-¿Cuánto te vas a quedar?
-Un par de días.
El viejo Pampín lo acompañó hasta la puerta y antes de salir lo tomó por los hombros y lo miró largamente a los ojos con su cara de trapo echada a un lado.
-Pedrito Seretti, ¿quién iba a decir…?
Hacía mucho tiempo que no oía su nombre todo entero.
Siguió hasta el final de la calle, que era una canaleta de sombras, y un poco antes de la viuda Barrasa dobló a la izquierda por un caminito entre los yuyos que empezaba a humedecerse, silbando bajito Melón amarillo.
Al fondo de este caminito, contra el mero cielo que se hinchaba de sombras vio la casa y el corazón le dio un puñetazo. «Esta es mi casa -se dijo-. Dondequiera que viva.» Y apuró el paso.
Por encima del techo de chapas vio brillar a lo lejos el penacho anaranjado del álamo Carolina que se hundía lentamente en el cielo como un barrilete. Era su claro punto de referencia mientras hubiese luz, esa limpia y perfumada claridad de los campos.
Antes de entrar se detuvo un rato junto a la cerca, que estaba medio tumbada sobre la zanja. Un chorro de humo brotaba derechamente por la boca de la chimenea y eso daba a la casa un poco de vida. La planta de azalea flotaba como un trapo violeta en medio del cantero de ladrillos. Su madre, por lo visto, le había removido la tierra alrededor ahora que se venía la primavera y probablemente le mezclase un poco de abono.
Debajo de la galería colgaba todavía la balanza de platillo pero no vio la jaula con el caburé. Grandes costras de cal desprendidas de las paredes dejaban al descubierto el barro reseco y agrietado. La casa en su conjunto más bien estaba hecha una ruina pero había un camino tendido en su corazón que apuntaba rectamente hacia ella y lo que él veía, con otros ojos, era bien distinto.
A decir verdad, ya era una ruina cuando vivía el viejo, que se pasaba la mitad del tiempo arreglando el techo, construido con chapas de segundo clavo, y al final se le dio por quedarse arriba porque desde allí se veía todo diferente y hasta una vez la obligó a subir a la pobre vieja. De ahí le vino en parte lo de loco Seretti. Uno pasaba por el camino y ya de lejos lo veía parado sobre la casa como un espantapájaros. La Angelita Tesorieri puso el grito en el cielo el día que el viejo vio desde arriba cómo se la culeaba el morocho Villafañe, el viajante de la tienda Galli, de Chacabuco, detrás del galpón de los Medina.
El viejo no vio nada de facto porque miraba simplemente para Irala, pero la Angelita empezó a joder con que andaba de bombero metiéndose en lo ajeno. El viejo, cuando se enteró, dijo, por todo comentario, que él era tan dueño de andar por el techo de su casa como la Angelita de que le rompieran el ajeno cuantas veces quisiera.
El viejo era un demócrata en toda la línea. Lo cual no le sirvió de nada, pues se murió sin el Ferguson y sin un metro más de tierra que el lote que le dejó el abuelo, el cual fue demócrata conservador igual que él. Cuando Perón le dio la tierra a los colonos, y así algunos muertos de hambre de entonces son los bacanes de ahora, y, por lo que importaba al viejo entonces, los tamberos pasaron, en el 46, de tirar la teta a veinticinco el jornal a cuarenta y cinco pesos, su padre vio que la mano venía de otro lado pero igual siguió votando las boletas del partido Demócrata Conservador, de puro terco. En una ocasión el intendente Francisco Ibarra, alias Pancho La Burra, le prometió un crédito para el Ferguson, antes de las elecciones, se entiende, pero después no vio nunca más al intendente, ni por supuesto al tractor, aunque las boletas seguían llegando por correo puntual¬mente cada vez que había que votar. Más o menos, fue la única correspondencia que recibió en su vida. En fin, siempre que pensaba en la casa la pensaba con el viejo encima.
En todo el tiempo que estuvo afuera la casa creció en su cabeza y era una casa fuerte y segura como un gran árbol plantado en medio del campo. Su padre estaba acurrucado encima, el Polo corría por el patio y su madre asomaba la cabeza por la puerta de la cocina atraída por los ladridos de los perros que se atropellaban hacia la entrada.
A veces no veía a su padre pero divisaba, igual que ahora, el penacho del álamo Carolina que sobresalía por detrás y era como verlo a él. Entonces el Polo ya era lo que es hoy, un hombre grande y silencioso. Estaba sentado debajo de la galería con los perros echados alrededor, en el mismo lugar donde se sentaba su padre cuando volvía del campo o del tambo de los Cirigliano.
El Polo tenía los mismos rasgos de su padre y su misma madera y posiblemente iba a terminar como él, sudando y escarbando para otro, contento con probar una sembradora combinada nueva de cinco surcos con adicionales para aporcar y escardillar, sistema semilister, no importa que no fuese suya. Él amaba a la tierra sin tomar en cuenta los alambrados. Era una sola y ancha y fecunda tierra y bastaba con subirse al techo de la casa para mirarla a la puesta del sol, por ejemplo, y darse cuenta que le pertenecía a uno hasta donde alcanzaba la vista, y aún más allá hasta donde daba el mundo, con un hambre y una propiedad distinta que no reconocían más cercos o alambrados que los que fijara uno en su corazón.
Sea como fuese, la casa de aquellos tiempos era lo que él veía realmente, no sólo en su memoria mientras sudaba como un caballo al lado de la continua N22 de la Papelera del Norte, que tampoco era de él, por supuesto, sino ahora mismo que la tenía delante.
Un perro viejo alzó la cabeza y trotó hacia él como si tirara de una piedra. Le olió una pierna y lo acompañó hasta la puerta de la cocina. Al pasar junto a la azalea, que era por donde empezaba todo, rozó con la punta áspera de sus dedos la piel violácea de una de las flores y sintió que el secreto temblor de la planta le entraba en todo el cuerpo.
La vieja estaba sentada frente a la cocina Carelli con un cacharro sobre las rodillas. Levantó la cabeza y miró hacia la sombra que le había tapado la luz de la puerta. El fuego de la hornalla coloreaba la punta de sus cabellos como el sol el alto penacho del álamo Carolina. El resto de su cuerpo era un flaco hueco de sombras.
Se puso de pie en silencio, sin sobresalto, y se acercó despacio con los ojos muy abiertos.
Alargó una mano y le tocó la cara.
-Pedro -dijo por lo bajo.
El Pedro tragó saliva.
-Pedro, hijo.
El Pedro dejó la valija en el suelo y la abrazó con torpeza. Era un manojo de huesos que temblaba entre sus brazos como una rama. Sin embargo ese poquito de mujeríos había sostenido en alto, ella sola, porque no hubo golpe que la echara abajo cuando hacía rato que ellos rodaban por el suelo.
-No es para llorar -dijo él.
Ella se separó un poco.
-Estás más flaco.
-Estoy bien.
Se miraron en silencio un buen rato. Ninguno de los dos sabía qué decir.
Se miraban y sonreían y él estaba de pie en la puerta de su casa como un forastero cualquiera.


El Polo llegó cuando no había más luz. Lo saludó y lo besó en la oscuridad y después, como era corto de palabra, fue y arrancó el Villa y prendió la luz que llegó boqueando a través de la bombita oscurecida por el humo de la Carelli. También él estaba más flaco y algo canoso, lo que, por suerte, dio pie a un par de bromas. Se parecía cada vez más a su padre. Debajo de los ojos tenía dos manchas de polvo. Llevaba, como siempre, una camisa raída, unas bombachas batarazas sujetas poruña faja cubierta igualmente de polvo en los pliegues y un par de alpargatas desflecadas.
La última vez que lo vio fue desde la ventanilla del expreso, al pegar la curva. Corría y saltaba al costado del expreso. Los perros lo seguían de atropellada. Al fin quedó atrás y levantó una mano antes de que se lo tragara el camino. Por cierto que aquel camino se había llevado unas cuantas cosas. Si se ponía del lado de la casa, tenía que pensar que a él mismo se lo había llevado.
La vieja preparó el mate y el Polo trajo galleta de campo y unos chorizos. Don Pancho Cejas antes de finar les había enseñado a conservarlos frescos dentro de un cajón cubierto de maíz en grano. Él abrió la valija de cartón y sacó los regalos. Había pateado de un negocio a otro contando los mangos y comparando los precios. En cada vidriera veía colgadas entre los trapos esas mismas caras que ahora tenía delante, con ese gesto o marca de resignación que posiblemente el Polo y la vieja estarían viendo en ese momento sobre su propio rostro, mientras pensaban que las cosas le habían ido mejor que a ellos, no que le habían ido, simplemente.
Sostuvo delante de su madre un batón pirineo con las solapas y los puños bordados con flores de crisantemo en hilo matelasé.
La vieja movió la cabeza en señal de reproche y él dijo, espiando su rostro flaco y descolorido por encima del batón:
-Para mi flor.
-¡Este hijo! -dijo ella juntando las manos.
Y volvió a tocarle la cara como si no terminara de reconocerlo.
El Pedro desvió la mirada, metió la mano en la valija y sacó una cajita de cuero con un par de botones relucientes que alcanzó al Polo.
-No se me ocurrió otra cosa -dijo con naturalidad.
La verdad que le había costado sus buenos quince mil mangos. Por suerte era bastante impresionante. Una Super Chatarra Mod. 2700 TR 8, Alta Fidelidad, Gran Lujo, con audífono y todo. El audífono parecía un supositorio y la voz salía por allí puntiaguda, tan secreta, cordoncito milagrero que lo ataba a uno al mundo. Después de examinar la caja en detalle el Polo giró uno de los botones y desde su áspera mano salieron gritando Los Iracundos, que cantaban esa dulce chotera Porque no vale la pena.
El Pedro se puso a sacudir la cabeza y a patear el suelo con sus zapatos de plataforma y cuero repujado, a tres colores, que al Polo le hicieron abrir tamaños ojos. El Polo los señaló y rió con fuerza. En términos generales, para él, que había recorrido el equivalente del mundo en alpargatas, era calzado de puto. La vieja volvió a decir «Este hijo». A él le pareció que el viejo reía también desde el techo.
La vieja se puso el batón para darle el gusto. Le quedaba un poco grande pero los crisantemos, a pesar de la luz rasposa de la lamparita, brillaban como si estuviesen cubiertos por el rocío igual que una mañana de invierno. Su madre amaba a los pájaros y las flores y junto a la cerca tenía un cantero de crisantemos, esa flor que brota a fines del otoño y alegra el pálido tiempo de la espera, cuando la tierra se duerme, el monte se seca y el álamo Carolina es un alto manojo de ramas.
El Polo bajó la radio y mientras el Pedro picaba de aquel sabroso salame, que tenía mezclada carne de potranca a la de cerdo, se preguntaron y respondieron cosas sin que en ningún momento llegaran a conversar como se entiende por lo general. A ratos se miraban en silencio y reían de esa manera lastimosa. Entonces el Pedro preguntaba por alguien que se había ido o, lo que es lo mismo, se había muerto.
El Polo hizo un esfuerzo y le preguntó cómo le iban las cosas. Él dijo que bien, naturalmente. ¿De qué otra forma le podían ir? Hizo saltar un cigarrillo y al Polo se le torcieron los ojos. Hasta había tenido oportunidad de echar un párrafo con Néstor Leonel Scotta, el goleador de Racing, y como el Polo lo mirase como si fuese un aparecido, reprodujo como parte de aquella famosa conversación algo que leyó en la revista Goles. Por ejemplo, y a título ya de confidencia después de un par de Séptimo Regimiento, Scotta le confesó que le hacía falta pensar un poco más dentro del área. No atorarse, fundamentalmente cuando el arquero salía a taparlo. Había malogrado una punta de oportunidades por el apuro en resolver, le dijo textual Néstor Scotta, pasándole un brazo por los hombros como si fuese el propio Pizzuti. ¡Gran tipo el Néstor!
El Polo sacudía la cabeza y miraba el aire y de vez en cuando decía «¡La puta!».
-¿Y a vos cómo te va? -preguntó con fuerza el Pedro.
El Polo se encogió de hombros como un desgraciado.
-Y… siempre lo mismo. ¿Qué te parece? Se siembra trigo y a los veinte días sale trigo. Se siembra maíz y a los diez días sale maíz. Hasta ahora nunca salió otra cosa.
Rieron de arrastre.
El Polo contó que ese año habían sembrado un sorgo híbrido forrajero, de gran valor nutritivo y velocidad de crecimiento, tanto que a los cuarenta y cinco días de la siembra ya se podía iniciar el pastoreo, un rinde de cien toneladas de forraje verde por hectárea, alta calidad de rebrote, firme al pisoteo.
Del sorgo pasó, igual que si hablara de fútbol o de hembras, al maíz híbrido doble Continental Gigante, de granos grandes y colorados y un marlo blanco y fino, talludo, es decir, de gran resis¬tencia al vuelco y fuerte arraigue. El Pedro conocía muy bien esa sanata. La partitura cambiaba en algún detalle pero era siempre la misma. Su padre hablaba todo el tiempo de las mismas cosas.
La boca y las orejas se le florecían de espigas y mazorcas sin que la bondad de los sembrados necesariamente los alcanzara a ellos, al Polo, a don Pancho Cejas, a Américo Laval, a su padre, que ahora era una semilla plantada en la tierra y que tal vez algún día, de puro obstinado, diese una planta de maíz, por ejemplo, con un tallo de 2,20 por lo menos y una espiga bien granada cubierta por un ponchito de chala muy abrigado, una planta que diese que hablar desde Chacabuco a Bragado y a la que la vieja le pusiese un nombre como pepitos.
El Polo, que se había dado manija para rato, hablaba ahora de un nuevo silo rodante, con la noria plegable, que Acuña había comprado en 25 de Mayo, con capacidad para arriba de las mil bolsas y 45 TT por hora. Hablaba como si fuese de él y como si el silo, a su vez, fuese un Chevrolet con dos carburadores, palanca al piso, llantas de magnesio y cubiertas Cinturato.
La vieja, que había salido un rato antes, volvió a entrar con una gallina colgando del brazo. La vieja hacía un puchero de gallina sobre la base del puchero a la española, esto es, con chorizos criollos, morcilla, porotos y garbanzos, dos patitas de cerdo lavadas y algunos trozos de panceta. La sola idea lo hacía a uno sentirse bien.
Al Pedro se le hizo que dentro de un rato su padre bajaría del techo y se sentaría en la punta de la mesa quemada por los cigarrillos. A partir de ese pucherito de la vieja, aquella casa recobraría su exacto lugar en el mundo y ya no sería necesario moverse más de ahí, podría quedarse pegado a aquella tierra para siempre, como la planta de azalea o el álamo carolina, y no decir otra vez adiós y volver a romperse el culo al lado de la continua nº.2, ¿para qué?
¿Para usar zapatos de taco alto y hablar con Néstor Scotta y morirse de tristeza cada vez que se ve un árbol florecido?
A la mañana siguiente volvió al almacén y estuvo con los muchachos. Eran y no eran los mismos. El Cacho estaba completamente pelado, Campodónico usaba anteojos y el Tulio era un barrilito de grasa. Pero había otra cosa que los separaba, además de la facha. Algunos, por supuesto, se habían ido como él. Roque, Paco, Elorde.
-¿Cómo se llamaba el flaco aquel?
-Parodi, el flaco Parodi.
-¿Qué se hizo?
-Se fue.
-Era un buen medio campista.
-¿Un qué?
-Un coso… un patadura -explicó Campodónico driblando una pelota imaginaria.
-No, ese era Albello.
-¿Albello…? ¡Ah, sí!
-Se fue.
Así estuvieron un buen rato, recordando nombres, sucesos de la infancia, riendo exageradamente por nada hasta que les empezó a doler la cara. El Pedro volvió a contar lo de Néstor Leonel Scotta, primero en la tabla de «scorers» de su zona.
-Según me dijo, se le da mejor en los campeonatos nacionales que en el Metropolitano. No sé por qué, me dijo. Yo me pregunto lo mismo, le dije. En una palabra, estuvimos de acuerdo.
Campodónico revoleó los ojos detrás de los lentes y el Cacho sacudió la cabeza muy impresionado. El Pedro cada tanto flexionaba las piernas y subía o bajaba con ostentación el cierre de la McGregor de fibra poliéster que le había costado otra quincena. El viejo Pampín, que aprobaba todo con su risita de ratón, sirvió en una de las polvorientas mesitas unas copas de Amargo Serrano, a base de carqueja, viravira, zarzaparrilla, poleo, paico y tomillo que tenía gusto a remedio, con algunas rodajas de panceta arrollada, trozos de longaniza calabresa, aceitunas y maníes con cáscara.
El Pedro, sintiéndose Charles Bronson, pidió un vaso de ginebra con un corte de bitter, algo francamente repulsivo pero que le pareció distinguido para aquellos grasas. Pampín puso cara de desconcierto pero lo sirvió de todas maneras.
El Pedro se acomodaba la porra a cada rato o miraba el reloj digital que compró en una casa de remates en San Fernando y de paso miraba para la puertita al costado del mostrador, debajo de la fotografía, pero la Carmen no se hizo ver en todo ese tiempo. Alguien preguntó si pensaba ir al baile en el Club Sportivo y Recreativo y él dijo que había venido a descansar, a menos que valiera realmente la pena, porque estaba un poco cansado con la vida loca de la ciudad.
-Ustedes saben…
Campodónico guiñó un ojo con picardía pero ellos, naturalmente, no sabían un corno. Bueno, se zampó la copa de golpe y sintió que una bola de fuego bajaba aullando por sus tripas y le borraba la mitad del cuerpo.


Vuelta a cambiarse. Esta vez se puso el saco de hilo blanco con bieses azules en el cuello solapa que había comprado de ocasión en una feria americana por una falla en la tela. Le quedaba uno o dos números más grande pero fue una suerte porque ahora justamente estaba de moda el estilo «el finado era más grande».
Cuando llegó al baile hacía un par de horas que había comenzado pero sólo a un grasa y a los Pavese, que todavía no pudieron casar a la menor, se les ocurre llegar al comienzo. Era un baile de rompe y raja. Habían traído de Chacabuco al Trío Real de Tangos con la voz de Obdulio Quiroga y la característica Los Caballeros del Trópico, esto es, Las Momias del Trópico, que hacían jazz, tropical, melódico y, sobre todo, ruido, con la voz de Pelusa Bonavetti, el hijo del taño Bonavetti, que se sacudía como una loca sobre todo cuando cantaba Dame el fuego de ni amor en el mismo estilo barriga de Sandro. La salvación estaba en las «selectas grabaciones», aunque no confiaba en el gusto de aquellos campesinos. En fin, lo importante eran las hembritas.
Antes de entrar se acomodó el envoltorio y se repasó los zapatos con una hoja de diario. Era una linda noche y allá a lo lejos, del otro lado de la vía, brillaba una luz en su casa. Percibió, como un gran cuerpo dormido en la oscuridad, el olor húmedo de los pastos y los árboles y esa gran respiración de la tierra. Y de pronto, vaya a saber por qué, les sintió a las cosas el mismo gusto de antes, a los blancos tapiales que colgaban en la claridad espectral que manaba de los altos faroles de mercurio, al galpón de la estación de la exacta medida de su infancia, al viejo Club Sportivo y Recreativo, a la ancha calle de tierra, inclusive al Trío Real de Tangos que en ese momento rascaba Nube de Humo, a toda esa vejez, y cuando encaró la entrada era como si no se hubiera marchado todavía y el mundo fuera del tamaño de su pueblo.
Hizo una entrada a lo Belmondo. Se paró en la puerta con las piernas abiertas, miró a la chusma con cara de agente secreto y se apretó la cintura con los brazos, ladeando el cuerpo como un peso welter. Un gesto muy fino, dentro de todo. Hasta el gallego Pinol, que dirigía el Trío Real y que, según las malas lenguas, era un trío por la sencilla razón de que dos lo sostenían y él tocaba Desde el alma, por ejemplo, se volvió para mirarlo. Porque seguramente era el gallego Pinol aquel carcamán con cara de reblandecido y tres pelos locos que iban y venían sobre su cabeza como un camino de cornisa, fuertemente adheridos a la pelada con una costra de tragacanto. Saludó en general con un brazo en alto pero casi se cae de culo cuando divisó a la Carmen en medio de la pista con un par de Lee que parecían más bien pintados sobre sus poderosos cuartos traseros y una polera de punto morley que le hinchaba los paragolpes como si de un momento a otro fuesen a saltar ellos mismos a la pista. ¡Mamita!
Desde aquel preciso momento no vio más nada, solamente esos dos pichones que se caían del nido y estaban esperando un par de manos que los sostuvieran. Hacia allí apuntó resueltamente sus pasos aunque esto es sólo una frase porque aquellas criaturas lo arrastraron como un imán a través del salón y si Campodónico no se hace a un lado lo tira por el suelo.
Bailaron toda la noche y la verdad que estuvo inspirado. No sólo él, sino el gallego Pinol y Los Caballeros del Trópico que parecían haber resucitado de sus cenizas. El viejo Pampín y la mujer estaban sentados en un rincón. La mujer revoleaba los ojos como si el galpón se le fuera a caer encima de un momento a otro pero el viejo sonreía con cara de infeliz. Vaya uno a saber qué es lo que veía realmente a través de sus ojos legañosos y los lentes mellados. Mientras saltaba y se retorcía como un gato en celo, el Pedro se decía para adentro «¡Qué se le va a hacer!».
Es que saltaba y se movía casi a su pesar, como un borracho, y cuando Los Caballeros tocaron Dame el fuego de tu amor y la loca Pelusa se retorcía como si fuese a poner un huevo perdió la cabeza del todo. «Dame el fuego, dame, dame el fuego», mugía el Pelusa echando el culito para un lado y otro y la verdad que eso de que «soy un viento que no tiene rumbo» y «una ceniza que nadie recoge» era una idea profunda que tenía que ver con cierta desgracia del Pedro que no estaba muy clara y que, entre salto y salto, asociaba porfiadamente con la imagen de su viejo sobre el techo de chapas.
En el tutti final el Pedro se puso a aullar «Dame el fuego, dame, dame, dame el fuego», sin sacar los ojos de los dos pichones que saltaban al mismo ritmo y que sin duda eran un fuerte motivo de combustión. La Carmen se reía y bajaba los ojos pero no dejaba de mover el cuerpo, sólo que lo hacía de una manera subterránea moviendo lo justo cada parte. Cuando pasaron los discos, el Pedro se calmó un poco porque tocaron Solitario, por la orquesta de Lafayette, y eso lo ponía nostálgico, pero al rato Las Cuatro Estaciones cantaban a grito pelado Vueltas y vueltas y, aunque el disco ya estaba un poco pasado, se enloqueció por completo. El galpón, las luces y aquellos saludables organismos que saltaban y se sofocaban a su alrededor empezaron a girar cada vez más ligero y el aire se volvió de fuego.
La Carmen lo miraba ahora a los ojos todo el tiempo mientras empujaba con los dos bultitos y él saltaba cada vez más alto como si estuviera hecho enteramente de goma, golpeando las manos y haciendo sonar los deditos. ¡Qué noche!
Aprovechó una pausa y salió a respirar el aire húmedo de la madrugada. La alta marea de la noche lo envolvió con sus sombras empapadas por el relente. De los pastos y zanjones brotaban esas hipnóticas vibraciones que son como el pulso de la tierra y que él escuchaba desvelado en el catre que la vieja le armaba en la cocina junto al rescoldo de la Carelli. La cabeza le daba vueltas y no veía muy bien dónde ponía los pies pero, con todo, antes de entrar, pensó «El viejo debe estar volviendo del Salado», a donde iba a pescar en este tiempo a la encandilada con el sol de noche.
Cambió el agua, contó los pesos que le quedaban y entró.


Volvía silbando bajito Yo quiero a Lola, liviano como una pluma aunque con un ligero dolor entre las piernas provocado por aquel festival de belín duro, cuando vio una figura que se despegaba del tapial del almacén y sin dejar de caminar, apenas se desvió hacia el cordón de la vereda, bastante más alto que la calzada, hacia el copudo plátano que se hinchaba de sombras por encima de su cabeza, alargó las manos y avanzó derechamente en la oscuridad.
No se dijeron una palabra. Ella tan sólo reía por lo bajo y cada tanto se quejaba aunque no dejó de empujar, y cuando el Pedro levantó la cabeza desde su agitada tibieza las estrellas se habían corrido otro poco sobre el negro horizonte y sintió a un mismo tiempo el olor de su cuerpo y el viejo olor de la tierra.


Esperó a un costado de la calle de tierra en la mugrosa claridad del amanecer que venía del lado de Alberti. Atrás quedaba su casa con una lucecita que boqueaba en la cocina iluminaba un rectángulo del patio sin alcanzar a alumbrar la planta de azalea que dentro de una hora se iluminaría con su carnosa luz violeta para alumbrar el día de su madre pero no quiso volverse a mirar, como no quiso que lo acompañara nadie.
Un gallo cachaciento alborotó a sus espaldas y algo después sintió el trote de un caballo que se alejaba hacia las afueras. El viejo Pampín no abría hasta las ocho. En eso vio aparecer al fondo de la calle las luces temblorosas del expreso que barrían la franja de tierra. Alzó la valija y ahora se volvió por esta sola vez. Allí estaba la luz.
El expreso se detuvo temblando debajo del plátano cuya piel moteada se desvanecía en la neblina. Un postigo se abrió en una punta del almacén y adivinó el rostro pegado a los vidrios. Saludó hacia las sombras, porque no se veía más que eso, y sonrió sin ganas. Empuñó con decisión la valija y el paquete de huevos, pan con chicharrones y chorizos criollos que le preparó su madre y se zambulló dentro del coche. Mientras tanteaba los asientos vio que la lucecíta giraba bruscamente detrás de los vidrios, parpadeaba unos metros entre los bultos de las casas y luego se hundía en la tierra.
El paso a nivel, el molino de La Silvina, el puente del Salado, el campamento de Vialidad, el homo de ladrillos.
Acomodó la valija y el paquete y trató de dormir.


El Pedro saltó del puente y bajó por el terraplén en dirección a la villa Cartón arrastrando unas cuantas piedras.
Cuando vio los techos de chapa asfáltica desde el puente se detuvo un instante y pareció que iba a seguir de largo. Estuvo un rato allá arriba pensando alguna cosa y después bajó y mientras bajaba y el ruido y las voces de la villa crecían en su cabeza se iba diciendo, entiéndase, sin bronca y al final casi con alegría, se iba diciendo que aquel agujero era su verdadero lugar en la tierra.
Al pasar las vías se cruzó con algunos tipos del segundo turno de la Papelera y algo más allá con el Negro Monte que tiraba alegremente del carrito cargado con recortes de hojalata y botellas vacías. El Negro levantó su cabezota de animal y lo saludó a los gritos.
Atravesó la villa saludando a un lado y otro con la valija en la mano y el paquete de la vieja debajo del brazo. El rengo Correa estaba remendando el techo de la casilla mientras la vieja, dentro, gritaba como una condenada, que era su modo de hablar. Se oían varias radios a la vez y, por encima de todo, la voz de queso de Carlitos «Pueblo» Rolan que cantaba ese chiquichá Ahí viene la ambulancia.
«Cascote» se puso a ladrar apenas dobló la esquina. Le quitó la cadena y casi lo voltea de puro contento. Le tiró una patada sin intención y saludó a la Beba que había sacado la cabeza llena de ruleros por la ventana de al lado.
Dobló con cuidado la ropa y la metió en el cajón de embalar que usaba como ropero. Después se puso el mameluco y antes de salir contó el puñado de billetes ajados y grasientos que le quedaba encima. Tenía que tirar con eso toda la quincena. Bueno, por lo menos estaba al día con el crédito y ese fin de semana minga de joda. Tal vez podía conseguir una changa.
Volvió a cruzar las vías y trepó al terraplén. Apuró el paso, sin matarse, para alcanzar a los muchachos. Allí iban todos, el Aldo y el Beto y el Rulo, gritando y riendo en dirección a la mole oscura de la Papelera.


El cuento «Mi madre andaba en la luz» de Haroldo Conti fue publicado originalmente en 1975, dentro de la colección de cuentos La balada del álamo carolina

Haroldo Conti nació en 1925, en Chacabuco, Arg., y desde 1976 permance desaparecido.

El Zahir

Jorge Luis Borge*

En Buenos Aires el Zahir es una moneda común de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las letras N T y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso. (En Guzerat, a fines del siglo XVIII, un tigre fue Zahir; en Java, un ciego de la mezquita de Surakarta, a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio que Nadir Shah hizo arrojar al fondo del mar; en las prisiones de Mahdí, hacia 1892, una pequeña brújula que Rudolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón de turbante; en la aljarra de Córdoba, según Zotenberg, una veta en el mármol de uno de los mil doscientos pilares; en la judería de Tetuán, el fondo de un pozo.) Hoy es el trece de noviembre; el día siete de junio, a la madrugada llegó a mis manos el Zahir; no soy el que era entonces pero aún me es dado recordar; y acaso referir, lo ocurrido. Aún, siquiera parcialmente, soy Borges.

El seis de junio murió Teodelina Villar. Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis. Por lo demás, Teodelina Villar se preocupaba menos de la belleza que de la perfección. Los hebreos y los chinos codificaron todas las circunstancias humanas; en la Mishnah se lee que, iniciando el crepúsculo del sábado, un sastre no debe salir a la calle con una aguja; en el Libro de los Ritos que un huésped, al recibir la primera copa, debe tomar aire grave y al recibir la segunda, un aire respetuoso y feliz. Análogo, pero más minucioso, era el rigor que se exigía Teodelina Villar. Buscaba, como el adepto de Confucio o el talmudista, la irreprochable corrección de cada acto, pero su empeño era más admirable y más duro, porque las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los azares de París o de Hollywood. Teodelina Villar se mostraba en lugares ortodoxos, a la hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, con desgano ortodoxo, pero el desgano, los atributos, la hora los lugares caducaban casi inmediatamente y servirían (en boca de Teodelina Villar) para definición de lo cursi. Buscaba lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin embargo, la roía sin tregua una desesperación interior. Ensayaba continuas metamorfosis, como para huir de sí misma; el color de su pelo y las formas de su peinado eran famosamente inestables. También cambiaban la sonrisa, la tez, el sesgo de los ojos. Desde 1932, fue estudiosamente delgada… La guerra le dio mucho que pensar. Ocupado París por los alemanes ¿cómo seguir la moda? Un extranjero de quien ella siempre había desconfiado se permitió abusar de su buena fe para venderle una porción de sombreros cilíndricos; al año, se propaló que esos adefesios nunca se habían llevado en París y por consiguiente no eran sombreros, sino arbitrarios y desautorizados caprichos. Las desgracias no vienen solas; el doctor Villar tuvo que mudarse a la calle Aráoz y el retrato de su hija decoró anuncios de cremas y de automóviles. (¡Las cremas que harto se aplicaba, los automóviles que ya no poseía!) Ésta sabía que el buen ejercicio de su arte exigía una gran fortuna; prefirió retirarse a claudicar. Además, le dolía competir con chicuelas insustanciales. El siniestro departamento de Aráoz resultó demasiado oneroso; el seis de junio, Teodelina Villar cometió el solecismo de morir en pleno Barrio Sur. ¿Confesaré que, movido por la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo, yo estaba enamorado de ella y que su muerte me afectó hasta las lágrimas? Quizá ya lo haya sospechado el lector.

En los velorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores. En alguna etapa de la confusa noche del seis, Teodelina Villar fue mágicamente la que fue hace veinte años; sus rasgos recobraron la autoridad que dan la soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar una jerarquía, la falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o menos pensé: ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será la última, ya que pudo ser la primera. Rígida entre las flores la dejé, perfeccionando su desdén por la muerte. Serían las dos de la mañana cuando salí. Afuera, las previstas hileras de casas bajas y de casas de un piso habían tornado ese aire abstracto que suelen tomar en la noche, cuando la sombra y el silencio las simplifican. Ebrio de una piedad casi impersonal, caminé por las calles. En la esquina de Chile y de Tacurí vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mí desdicha, tres hombres jugaban al truco.

En la figura que se llama oximoron, se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz oscura, los alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodelina Villar y tomar una caña en un almacén era una especie de oxímoron; su grosería y su facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se jugara a los naipes aumentaba el contraste.) Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el Zahir; lo miré un instante; salí a la calle tal vez con un principio de fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas; en las dracmas de la cortesana Laís; en la antigua moneda que ofreció uno de los durmientes de Éfeso; en las claras monedas del hechicero de las 1001 Noches, que después eran círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta mil piezas de plata, una por cada verso de una epopeya, que Firdusi devolvió a un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo clavar Ahab en el mástil; en el florín irreversible de Leopold Bloom; en el luis cuya efigie delató, cerca de Varennes, al fugitivo Luis XVI. Como en un sueño, el pensamiento de que toda moneda permite esas iluestres connotaciones me pareció de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con creciente velocidad, las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una sufrida verja de fierro; detrás vi las baldosas negras y blancas del atrio de la Concepción. Había errado en círculo; ahora estaba a una cuadra del almacén donde me dieron el Zahir.

Doblé; la ochava oscura me indicó, desde lejos, que el almacén ya estaba cerrado. En la calle Belgrano tomé un taxímetro. Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos material que el dinero, ya que cualquier moneda (una moneda de veinte centavos, digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palabras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico. Los deterministas niegan que haya en el mundo un solo hecho posible, id est un hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro libre albedrío. (No sospechaba yo que esos <> eran un artificio contra el Zahir y una primera forma de demoníaco influjo.) Dormí tras de tenaces cavilaciones, pero soñé que yo era las monedas que custodiaba un grifo.

Al otro día resolví que yo había estado ebrio. También resolví librarme de la moneda que tanto me inquietaba. La miré: nada tenía de particular, salvo unas rayaduras. Enterarla en el jardín o esconderla en un rincón de la biblioteca hubiera sido lo mejor, pero yo quería alejarme de su órbita. Preferí perderla. No fui al Pilar, esa mañana, ni al cementerio; fui, en subterráneo, a Constitución y de Constitución a San Juan y Boedo. Bajé impensadamente, en Urquiza; me dirigí aloeste y al sur; barajé, con desorden estudioso, unas cuantas esquinas y en una calle que me pareció igual a todas, entré en un boliche cualquiera, pedí una caña y la pagué con el Zahir. Entrecerré los ojos, detrás de los cristales ahumados; logré no ver los números de las casas ni el nombre de la calle. Esa noche, tomé una pastilla de veronal y dormí tranquilo.

Hasta fines de junio me distrajo la tarea de componer un relato fantástico. Éste encierra dos o tres perífrasis enigmáticas —en lugar de sangre pone agua de la espada; en lugar de oro, lecho de la serpiente— y está escrito en primera persona. El narrador es un asceta que ha renunciado al trato de los hombres y vive en una suerte de páramo. (Gnitaheidr es el nombre de ese lugar.) Dado el candor y la sencillez de su vida, hay quienes lo juzgan un ángel; ello es una piadosa exageración, porque no hay hombre que esté libre de culpa. Sin ir más lejos, él mismo ha degollado a su padre; bien es verdad que éste era un famoso hechicero que se había apoderado, por artes mágicas, de un tesoro infinito. Resguardar el tesoro de la insana codicia de los humanos es la misión a la que ha dedicado su vida; día y noche vela sobre él. Pronto, quizá demasiado pronto, esa vigilia tendrá fin: las estrellas le han dicho que ya se ha forjado la espada que la tronchará para siempre. (Gram es el nombre de esa espada.) En un estilo cada vez más tortuoso, pondera el brillo y la flexibilidad de su cuerpo; en algún párrafo habla distraídamente de escamas; en otro dice que el tesoro que guarda es de oro fulgurante y de anillos rojos. Al final entendemos que el asceta es la serpiente Fafnir y el tesoro en que yace, el de los Nibelungos. La aparición de Sigurd corta bruscamente la historia.

He dicho que la ejecución de esa fruslería (en cuyo decurso intercalé, seudoeruditamente, algún verso de la Fáfnismál) me permitió olvidar la moneda. Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que voluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé de esos ratos; darles principio resultaba más fácil que darles fin. En vano repetí que ese abominable disco de níquel no difería de los otros que pasan de una mano a otra mano, iguales, infinitos e inofensivos. Impulsado por esa reflexión, procuré pensar en otra moneda, pero no pude. También recuerdo algún experimento, frustrado, con cinco y diez centavos chilenos, y con un vintén oriental. El dieciséis de julio adquirí una libra esterlina; no la miré durante el día, pero esa noche (y otras) la puse bajo un vidrio de aumento y la estudié a la luz de una poderosa lámpara eléctrica. Después la dibujé con un lápiz, a través de un papel. De nada me valieron el fulgor y el dragón y el San Jorge; no logré cambiar de idea fija.

El mes de agosto, opté por consultar a un psiquiatra. No le confié toda mi ridícula historia; le dije que el insomnio me atormentaba y que la imagen de un objeto cualquiera solía perseguirme; la de una ficha o la de una moneda, digamos… Poco después, exhumé en una librería de la calle Sarmiento un ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsage (Breslau, 1899) de Julius Barlach.

En aquel libro estaba declarado mi mal. Según el prólogo, el autor se propuso “reunir en un solo volumen en manuable octavo mayor todos los documentos que se refieren a la superstición del Zahir, incluso cuatro piezas pertenecientes al archivo de Habicht y el manuscrito original de informe de Philip Meadows Taylor”. La creencia en el Zahir es islámica y data, al parecer, del siglo XVIII. (Barlach impugna los pasajes que Zotenberg atribuye a Abulfeda.) Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de <>. El primer testimonio incontrovertido es el del persa Lutf Alí Azur. En las puntuales páginas de la enciclopedia biográfica titulada Templo del Fuego, ese polígrafo y derviche ha narrado que en un colegio de Shiraz hubo un astrolabio de cobre, “construido de tal suerte que quien lo miraba una vez no pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que lo arrojaran a lo más profundo del mar, para que los hombres no se olvidaran del universo”. Más dilatado es el informe de Meadow Taylos, que sirvió al nizam de Haidarabad y compuso la famosa novela Confessions of a Thug. Hacia 1832, Taylor oyó en los arrabales de Bhuj la desacostumbrada locución “Haber visto al Tigre” (Verily he has looked on the Tiger) para significar la locura o la santidad. Le dijeron que la referencia era a un tigre mágico, que fue la perdición de cuantos lo vieron, aun de muy lejos, pues todos continuaron pensando en él, hasta el fin de sus días. Alguien dijo que uno de esos desventurados había huido a Mysore, donde había pintado en un palacio la figura del tigre. Años después, Taylor visitó las cárceles de ese reino; en la de Nithur el gobernador le mostró una celda, en cuyo piso, en cuyos muros, y en cuya bóveda un faquir musulmán había diseñado (en bárbaros colores que el tiempo, antes de borrar, afinaba) una especie de tigre infinito. Ese tigre estaba hecho de muchos tigres, de vertiginosa manera; lo atravesaban tigres, estaba rayado de tigres, incluía mares e Himalayas y ejércitos que parecían otros tigres. El pintor había muerto hace muchos años, en esa misma celda; venía de Sind o acaso de Guzerat y su propósito inicial había sido trazar un mapamundi. De ese propósito quedaban vestigios en la monstruosa imagen. Taylor narró la historia a Muhammad Al-Yemení, de Fort William; éste le dijo que no había criatura en el orbe que no propendiera a Zaheer¹, pero que el Todomisericordioso no deja que dos cosas lo sean a un tiempo, ya que una sola puede fascinar muchedumbres. Dijo que siempre hay un Zahir y que en la Edad de la Ignorancia fue el ídolo que se llamó Yaúq y después el profeta del Jorasán, que usaba un velo recamado de piedras o una máscara de oro². También dijo que Dios es inescrutable.

Muchas veces leí la monografía de Barlach. Yo desentraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo la desesperación cuando comprendí que ya nada me salvaría, el intrínseco alivio de saber que yo no era culpable de mi desdicha, la envidia que me dieron aquellos hombres cuyo Zahir no fue una moneda sino un trozo de mármol o un tigre. Qué empresa fácil no pensar en un tigre, reflexioné. También recuerdo la inquietud singular con que leí este párrafo: “Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto al Zahir pronto verá la Rosa y alega un verso interpolado en el Asrar Nama (Libro de las cosas que se ignoran) de Attar: el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo”.

La noche que velaron a Teodelina, me sorprendió no ver entre los presentes a la señora de Abascal, su hermana menor. En octubre, una amiga suya me dijo:

—Pobre Julita, se había puesto rarísima y la internaron en el Bosch. Cómo las postrará a las enfermeras que le dan de comer en la boca. Sigue dele temando con la moneda, idéntica al chauffeur de Morena Sackmann.

El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes yo me figuraba el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre como si fuera de cristal el Zahir, pues una cara no se superpone a la otra; más bien ocurre como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro. Lo que no es el Zahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa imagen de Teodelina, el dolor físico. Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas. Tal vez quiso decir que el mundo visible se da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. Los cabalistas entendieron que el hombre es un microcosmo, un simbólico espejo del universo; todo, según Tennyson, lo sería. Todo, hasta el intolerable Zahir.

Antes de 1948, el destino de Julia me habrá alcanzado. Tendrán que alimentarme y vestirme, no sabré si es de tarde o de mañana, no sabré quién fue Borges. Calificar de terrible ese porvenir es una falacia, ya que ninguna de sus circunstancias obrará para mí. Tanto valdría mantener que es terrible el dolor de un anestesiado a quien le abren el cráneo. Ya no percibiré el universo, percibiré el Zahir. Según la doctrina idealista, los verbos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos; de miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy complejo a un sueño muy simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y cuál una realidad, la tierra o el Zahir?

En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba suele sorprenderme en un banco de la plaza Garay, pensando (procurando pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esa noticia: Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que estos ya nada quieren decir. Yo anhelo recorrer esa senda. Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo, quizá detrás de la moneda esté Dios.

A Wally Zenner.

1. Así escribe Taylor esa palabra.
2. Barlach observa que Yaúq figura en Alcorán (LXXXI, 23) y que el profeta es Al-Moqanna (El Velado) y que nadie, fuera del sorprendente corresponsal Philip Meadows Taylor, los ha vinculado al Zahir.


* El Aleph, 1949

Utopía de un hobre que está cansado

Jorge Luis Borges

«Llamola utopía, voz griega cuyo significado es no hay tal lugar»

Quevedo

No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de Emilio Oribe:

En medio de la pánica llanura interminable
Y cerca del Brasil,

que van creciendo y agrandándose.

El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta. Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielo raso una lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me indicó una de las sillas.

Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo.

-Por la ropa -me dijo-, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los pueblos y aún de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesan.

No dije nada y agregó:

-Si no te desagrada ver comer a otro ¿quieres acompañarme?

Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.

Atravesamos un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que todo era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una gran jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi anfitrión eran agudos y tenía algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver. No gesticulaba al hablar.

Me trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije:

-¿No te asombra mi súbita aparición?

-No -me replicó-, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a más tardar estarás mañana en tu casa.

La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme:

-Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya setenta años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos.

-Recuerdo haber leído sin desagrado -me contestó- dos cuentos fantásticos. Los Viajes del Capitán Lemuel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma Teológica. Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las precisiones inútiles. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.

-¿Y cómo se llamaba tu padre?

-No se llamaba.

En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras e indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico, que, sin embargo, solo se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los hombres del porvenir no solo eran más altos sino más diestros. Instintivamente miré los largos y finos dedos del hombre.

Este me dijo:

-Ahora vas a ver algo que nunca has visto.

Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que faltaban hojas y láminas.

No sin fatuidad repliqué:

-Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan preciosos.

Leí en voz alta el título.

El otro rió.

-Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios.

-En mi curioso ayer -contesté-, prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género.

Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades. De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas. Solo lo publicado era verdadero. Esse est percipi (ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni mayor quietud.

-¿Dinero? -repitió-. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce un oficio.

-Como los rabinos -le dije.

Pareció no entender y prosiguió.

-Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo.

-¿Un hijo? -pregunté.

-Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a lo nuestro.

Asentí.

-Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte.

-¿Se trata de una cita? -le pregunté.

-Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.

-¿Y la gran aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? -le dije.

-Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente admirables. Nunca pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.

Con una sonrisa agregó:

-Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.

-Así es -repliqué-. También se hablaba de sustancias químicas y de animales zoológicos.

El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa nieve y de luna.

Me atreví a preguntar:

-¿Todavía hay museos y bibliotecas?

-No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita.

-En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes.

Asintió sin una palabra. Inquirí:

-¿Qué sucedió con los gobiernos?

-Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen.

Cambió de tono y dijo:

-He construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles y estos enseres. He trabajado el campo, que otros cuya cara no he visto, trabajarán mejor que yo. Puedo mostrarte algunas cosas.

Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielo raso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma mano.

-Esta es mi obra -declaró.

Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerraba algo infinito.

-Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro -dijo con palabra tranquila. Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi en blanco.

-Están pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver.

Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido. Fue entonces cuando se oyeron los golpes.

Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o que los había igualado el tiempo. Mi anfitrión habló primero con la mujer.

-Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils?

-De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura.

-Esperemos que con mejor fortuna que su padre.

Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa.

La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté que el techo era a dos aguas.

A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una suerte de torre, coronada por una cúpula.

-Es el crematorio -dijo alguien-. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler.

El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja.

Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un ademán.

-La nieve seguirá -anunció la mujer.

En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.

FIN


El libro de arena, 1975

El inmortal

Jorge Luis Borges

      Solomon saith: There is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but remembrance; so Solomon given his sentence, that all novelty is but oblivion
                  Francis Bacon, Essays, lviii

         En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Iliada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Iliada halló este manuscrito.
         El original esta redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.

I

          Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
          Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la luna tenia el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venia del oriente. A unos pasos de mi, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está del otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.
          Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena, donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano; en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones barbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Deje el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.

II

         Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrazaba la sed. Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
          La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: Los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo
          No sé cuántos días y noches rodaron sobre mi. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar —yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma— mi primera detestada ración de carne de serpiente.
          La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idólatras en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el día.
          He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.
          En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mi. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un circulo de cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
          Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fabrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fabrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con mas horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras; la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, esta subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiandose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
          No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.

III

         Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos recordaran que un hombre de la tribu me siguió como un perro podía seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos que eran como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperandome. El sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de irracionales.
          La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea. Y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún mas extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.
          Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venia a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche: bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívidos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lagrimas. Argos, le grité, Argos.
          Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
          Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabia de la Odisea. La practica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
          Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.

IV

         Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo renombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos hacía que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fabrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.
          Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendemos; es fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
          Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente; pero ninguna determina el conjunto… Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabia que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Herálito. El pensamiento mas fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos… Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
          El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la mas honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo era un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer mas complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamas he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.
          Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.
          La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los lnmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós.

V

         Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1038 estuve en Kolozsvar y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Iliada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí e1 origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea[1]. Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo; cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí hasta el amanecer.
          …He revisado, al cabo de un año, estas páginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí de los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria… Creo, sin embargo, haber descubierto una razón más íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.
          La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catalogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de «una reprobación que era casi un remordimiento»; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capitulo las incluye; ahí esta escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alia: «En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia». Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son mas curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece las aventuras de Simbad, de otro Ulises. y descubra a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos[2].
          Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.

         Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el mas curioso, ya que no el mas urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien paginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de “la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus”. Denuncia, en el primer capitulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.
         A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; solo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.

A Cecilia Ingenieros

[1] Hay una tachadura en el manuscrito: quizá el nombre del puerto ha sido borrado.

[2] Ernesto Sábato sugiere que el “Giambattista” que discutió la formación de la llíada con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles.


«El inmortal» es parte del libro El Aleph, publicado en 1949, por Jorge Luis Borges(1899–1986).