Hermanas

Claire Keegan*

Es costumbre de los Porter enviar una postal para decir en qué momento van a llegar. Betty espera. Cada vez que ladra el perro se descubre yendo a la ventana, al pie de la escalera, a mirar a través del helecho para ver si el cartero viene en bicicleta por la avenida. Es casi junio. El frío ha cesado del todo; en los árboles, las ciruelas se han puesto más carnosas. Pronto llegarán los Porter pidiendo comidas extrañas, pañuelos limpios, bolsas de agua caliente, hielo. 

Louisa, la hermana de Betty, se fue de joven a Inglaterra y se casó con Stanley Porter, un vendedor que se enamoró de ella, dice, por el modo en que le caía el cabello sobre la espalda. Louisa siempre tuvo un cabello precioso. Cuando eran jóvenes, Betty se lo cepillaba cada noche, unas cien veces, y sujetaba la trenza dorada con un pedazo de cinta de raso. 

El propio cabello de Betty es —y siempre ha sido— de un castaño que pasa desapercibido. Sus manos fueron siempre lo mejor que tuvo: blancas, manos como de dama que ha tocado el órgano los domingos. Ahora, al cabo de años de trabajo, sus manos están arruinadas, la piel de las palmas es dura y masculina, los nudillos se ensancharon; se ha puesto en los dedos detergente y aceite de ricino, pero no ha podido sacarse el anillo de casamiento de su madre. 

Betty vive en la casa paterna; la casona, según le dicen. Alguna vez perteneció a un terrateniente protestante que la vendió y se mudó después de que se acabó su casamiento sin hijos. La Land Comision, que adquirió la propiedad, derribó el tercer piso y, por una pequeña suma, le vendió los cuartos de los sirvientes de los dos pisos restantes y los setenta acres de los alrededores al padre de Betty cuando este se casó. La casa parece demasiado pequeña para el jardín que tiene y demasiado próxima al corral, pero, a pesar de todo, sus muros cubiertos de hiedra se ven hermosos. La arcada conduce a un corral con establos, un granero y cobertizos de granito, una cochera, perreras y el pozo. En la parte de atrás hay un bonito huerto cercado con un muro, donde, antaño, el terrateniente apacentaba a un toro de raza Angus para mantener a los niños alejados, dado que no tenía hijos propios. El lugar tiene una historia, un pasado. La gente dice que a Parnell le sacaron una muela en el vestíbulo. La gran cocina tiene una ventana enrejada, un hornillo Aga y una mesa de roble que Betty limpia los sábados restregando. El hogar de mármol blanco del salón combina con los muebles de caoba. La escalera se curva en un descanso bien iluminado con puertas de roble que conducen a tres amplios dormitorios que dan al patio, y a un baño que Betty instaló cuando su padre se enfermó. 

También Betty quiso ir a Inglaterra, pero se quedó para cuidar la casa. La madre murió repentinamente cuando Betty y Louisa eran pequeñas. Una tarde salió a juntar madera y cayó muerta cuando volvía por el prado. Siendo la mayor, a Betty le pareció natural ir ocupando el lugar de su madre y cuidar a su padre, un hombre temperamental, dado a accesos de mal genio. Betty no tuvo una vida fácil. Estaba el 

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ganado que tenía que ser arreado y examinado, los cerdos que debían ser engordados, los pavos que antes de Navidad había que mandar por tren a Dublín. Se cortaba el prado en el verano y los campos sembrados de centeno y avena en otoño. 

Su padre le daba instrucciones y hacía cada vez menos, le pagaba a un hombre para que viniese a hacer el trabajo más pesado. Criticaba las facturas del veterinario, insultaba al sacerdote que venía para ungirlo cuando estaba enfermo, despreciaba la comida de Betty y afirmaba que nada era como debería haber sido. Nada era como solía ser, decía. Odiaba el cambio. Hacia el final, se ponía su sobretodo negro y recorría los campos, observando lo alto que estaba el pasto en el prado, contando los granos en los tallos, advirtiendo la delgadez de una vaca o el óxido en un portón. Entonces volvía adentro justo antes de que oscureciera y decía: «No queda mucho tiempo. No queda tiempo». 

—No seas morboso —solía contestarle Betty y seguía con lo suyo; pero el último invierno tuvo que meterlo en la cama, y durante los tres días que precedieron a su muerte, estuvo ahí rugiendo y pataleando, pidiendo a los gritos: «¡Suero de leche! ¡Suero de leche!». 

La noche de martes en que murió, deseando morirse, Betty se sintió más aliviada que compungida. 

Betty siguió el progreso de Louisa a través del tiempo: su boda, a la que no fue; el nacimiento de sus hijos, un niño y una niña, que es lo que Louisa había querido. Enviaba una torta de frutas por correo cada Navidad, turrón para Pascua y recordaba los cumpleaños de los niños, ponía en las tarjetas billetes de una libra que no podía ahorrar. 

Betty nunca se había casado. Una vez había salido con un joven protestante llamado Cyril Dawe, a quien su padre desaprobó. No sucedió nada. A Betty se le pasó la época de casarse y de tener hijos. Se acostumbró a prestarles atención a las necesidades de su padre en la casona, sofocando sus arranques, preparándole el té cargado, planchando sus camisas y lustrándole los zapatos buenos los sábados por la noche. 

Luego de que él murió, se las arregló para vivir arrendando la tierra y gastando con prudencia los ahorros que su padre había dejado en el Allied Irish Bank. Betty tenía cincuenta años. La casa era suya, pero una cláusula en el testamento de su padre le daba a Louisa el derecho de residencia mientras estuviese viva. El padre siempre había preferido a Louisa. Ella había sentido admiración por él, aunque la que lo había alimentado, vestido y cuidado había sido Betty. 

Cuando pasa junio sin noticia de los Porter, Betty empieza a estar intranquila. Se imagina la lechuga y los echalotes pudriéndose en el almácigo de los vegetales, juega con la idea de alquilar una casa de veraneo cerca del mar, con ir a Ballymoney o Lahore Point; pero su corazón sabe que no lo hará. Nunca va a ninguna parte. Lo único que siempre hace es cocinar y limpiar y ordeñar la vaca que conserva para la 

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casa, asistir a misa los domingos. Pero le gusta así, le gusta tener la casa para ella sola, sabiendo que las cosas están donde las dejó. 

Una abrumadora sensación de libertad había acompañado sus días desde la muerte del padre. Arranca hierbajos, mantiene el jardín en orden, sale con la podadora los sábados para cortar flores para el altar. Hace lo que nunca antes tuvo tiempo de hacer: teje crochet, tiñe de azul las cortinas de encaje, reemplaza la lamparita en la lámpara del sagrado corazón, raspa el musgo del pesebre del caballo y pinta el portón de la arcada. Más tarde, cuando la fruta madura, puede hacer mermelada. Puede plantar papas y poner tomates en vinagre en el invernadero. En realidad, si los Porter no vienen, nada se desperdiciará. Se está acostumbrando a esa idea de pasar el verano sola, está canturreando suavemente una canción y pesando cáscaras acarameladas sobre la balanza, cuando el cartero pedalea hasta la puerta. 

—Están llegando el 9, en el ferry del fin de la tarde, Miss Elizabeth —dice el hombre—. Llegan hasta Enniscorthy en bus. Deberá enviarles un auto —agrega, mientras pone la tarjeta en el aparador y la pava sobre el calentador portátil para prepararse un poco de té—. El día no está malo. 

Betty asiente. Tiene apenas cuatro días para dejar la casa en condiciones. Podrían haberle dado más tiempo. Parece raro que no traigan el coche, el que la gran compañía le da a Stanley y en el que tan orgulloso siempre se siente. 

A la mañana siguiente, tira todas las camisetas viejas de su padre que usaba como trapos, lleva las botellas de cerveza vacías al bosque y se deshace de ellas debajo de los arbustos. Saca las alfombras y las golpea con más vigor del necesario, levantando una nube de polvo. Esconde las mantas viejas en la parte de atrás del ropero, da vuelta los colchones y pone sábanas buenas en las camas. Siempre guarda buena ropa de cama porque si se llegara a enfermar, no querría que el doctor o el cura dijesen que tiene las sábanas emparchadas. Saca todos los platos cascados del aparador y dispone en los estantes el juego decorado. Le encarga al almacenero bolsas de harina y de azúcar y trigo molido, se arrodilla y encera el piso hasta que brilla, friega el toilet y el baño, compra un gozne nuevo para el vestidor y se hace arreglar el cabello. 

Llegan un cálido viernes por la noche. Betty se saca el delantal cuando el taxi toca bocina y se precipita a recibirlos. 

—¡Oh, Betty! —dice Louisa, como si la sorprendiera verla allí. 

Louisa se ve joven como siempre, en su vestido de dos piezas de verano, su cabello colgándole en ondas doradas sobre la espalda. Tiene los brazos desnudos y bronceados por el sol. 

Edward, su hijo, se ha puesto alto y desgarbado, un joven taciturno que prefiere quedarse adentro; extiende una palma fría que Betty estrecha. Hay poco sentimiento en su apretón de manos. Ruth, la niña, salta en dirección a la vieja cancha de tenis, diciendo apenas hola. 

—¡Vuelve aquí y dale un beso a tu tía Betty! —grita Louisa. 

—¿Dónde está Stanley? 

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—Oh, está ocupado, tuvo que trabajar, ya sabes —dice Louisa—. Tal vez venga después. 

—Bien. Te ves fantástica, como siempre. 

Louisa acepta pero no retribuye el cumplido. Sus dientes blancos son demasiado numerosos para su sonrisa. El taxista está sacando valijas del portaequipajes del techo. Hay un terrible montón de equipaje. Trajeron un Labrador negro y libros, almohadas y botas, una flauta, pilotos, un tablero de ajedrez y suéters de lana. 

—Trajimos queso —dice Louisa y le pasa a Betty un pedazo de cheddar fuerte. —Qué considerados —dice Betty, y lo huele. 

Louisa se queda en el portón del frente y mira en dirección al monte Leinster, con su mástil siempre iluminado y el bosque carente de exuberancia en el valle. —Oh, Betty —dice—, es tan lindo estar en casa. 

—Entra. 

Betty dejó la mesa preparada; hay dos teteras con agua hirviendo en la estufa, de sus picos salen rezongos de vapor. Un remanso de luz crepuscular cae a través de los barrotes de la ventana sobre los pollos asados fríos y la ensalada de papas. 

—Al pobre Coventry lo pusieron en una jaula durante todo el viaje —dice Louisa, refiriéndose al perro. Lo han dejado frente al aparador y Betty tuvo que arrastrarlo por el linóleo para abrir las puertas de la alacena. 

—¿Hay remolacha, tía Elizabeth? —pregunta Edward. 

Betty se había tomado un gran trabajo lavando la lechuga, pero ahora se descubre deseando que no se aparezca un insecto arrastrándose por la ensaladera. Su vista ya no es lo que solía ser. Llena la tetera y corta una hogaza de pan de centeno en rodajas finas y delicadas. 

—¡Necesito ir al baño! —anuncia Ruth. 

—Saca los codos de la mesa —le indica Louisa y retira un pelo del plato de la manteca. 

Hay demasiada pimienta en el aderezo de la ensalada y la tarta de ruibarbo podría haber tenido más azúcar, pero todo lo que queda son unas pocas cáscaras de papa, huesos de pollo y los platos grasientos. 

Cuando cae la noche, Louisa dice que le gustaría dormir con Betty. —Será como en los viejos tiempos —dice—. Puedes cepillarme el cabello. Ha desarrollado un cierto acento inglés que a Betty no le preocupa. Betty no 

quiere a Louisa en su cama. Le gusta repantigarse sobre su colchón de dos plazas, despertarse y dormirse cuando tenga ganas, pero no puede decir que no. Pone a Edward en el cuarto de su padre y a Ruth en el otro, y ayuda a Louisa a arrastrar su equipaje escaleras arriba. 

Louisa sirve dos medidas del vodka del duty free en dos vasos y habla de las mejoras que le ha hecho a su casa en Inglaterra. Describe las cortinas de raso del salón, largas hasta el piso, que cuestan veinticinco libras el metro, las cabeceras de terciopelo, el lavaplatos que esteriliza los platos y el secador que le permite no tener 

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que correr a la soga de la ropa cada vez que caen unas gotas de lluvia. —No me asombra que Stanley esté trabajando —dice Betty y bebe un sorbo de vodka. No le importa el gusto; le hace acordar al agua bendita que bebía de niña pensando que le curaría el dolor de estómago. 

—¿No extrañas a papi? —pregunta Louisa de repente—. Él siempre era tan cálido al recibirnos. 

Betty la mira fijo, siente dolor en los brazos al cabo de cuatro días de trabajo. —Oh, no quise decir que tú… 

—Sé lo que quisiste decir —dice Betty—. No, en realidad no lo extraño. Hacia el final estaba tan descontento. Salía a los campos y hablaba de la muerte. Pero tú sacabas el costado más tierno de él. 

El padre solía abrazar muy fuerte a Louisa cuando llegaba a la casa y luego retrocedía para mirarla. Solía decirle a Betty que tuviera en la casa barritas rellenas de higo porque a Louisa le gustaban los higos. Jamás nada era lo suficientemente bueno para Louisa. 

Ahora desempaca, exhibiendo la ropa para que Betty la admire. Hay un vestido de lino con mariposas rosadas que bajan en picada hacia la cola, un chal brillante, un biquini de encaje color borravino, un saco de cachemira, zapatos de cuero abiertos. Saca la tapa de un frasco de perfume estadounidense y no se lo pone a Betty en la muñeca para que lo huela, sino que se limita a sostenerlo destapado. La ropa de Louisa desprende una lujuriosa sensación de dinero. Los ruedos son gruesos; los forros de seda; sus zapatos tienen plantillas de cuero. Sus pertenencias le producen un orgullo codicioso, pero Louisa siempre ha sido la que estaba a la moda. 

Antes de irse a Inglaterra, Louisa trabajaba de ama de llaves de una mujer rica de Killiney. Una vez, Betty tomó el tren a Dublín para pasar el día con ella. Cuando Louisa la vio en la estación, con su ropa de campo y su bolso marrón, se lo arrancó de las manos como un rayo y le dijo: «¿Adónde te crees que vas con esa cosa vieja?», y lo metió adentro de la bolsa de las compras. 

Ahora está sentada ante el tocador, cantando un antiguo himno en latín, mientras Betty le cepilla el cabello. Betty oye la voz aniñada y, pescando un vislumbre del reflejo de ambas en el espejo, se da cuenta de que nadie sospecharía jamás que son hermanas. Louisa, con su cabello dorado y sus aros de esmeralda, viéndose tanto más joven de lo que realmente es; Betty, con su cabello castaño y sus manos masculinas y la edad que se exhibe tan palmariamente en su rostro. 

«El día y la noche» era la expresión que usaba su madre. 

Edward quiere un huevo poché para el desayuno. Se sienta en la cabecera de la mesa y espera que se lo pongan delante. Betty está ante el hornillo, revolviendo la avena, mientras Louisa, todavía en camisón, mira dentro de las alacenas, inspeccionando su contenido, viendo qué hay para comer. 

—¡Me muero de hambre! —dice Ruth. Para su edad, es una niña regordeta. http://www.lectulandia.com – Página 73

Ninguno de ellos hace nada de manera sencilla o silenciosa; no les importa ocupar espacio, pidiendo más de esto o de aquello. En las raras ocasiones en que Betty va a la casa de otros, agradece lo que le dan y después lava los platos, pero los Porter actúan como si fueran los dueños del lugar. 

Louisa pone queso en las tostadas de Ruth, pero come poco. Apenas empuja los huevos en el plato con un tenedor y sorbe un poco de té. 

—Estás a miles de kilómetros —dice Betty. 

—Pienso. 

Betty no la presiona: Louisa siempre ha sido reservada. Cuando la castigaban en la escuela, nunca decía una palabra en la casa. Cuando la culpaban falsamente de haberse reído o de haber hablado cuando no debía, Louisa se arrodillaba con la mirada en blanco frente a la imagen de San Antonio y confesaba, recibiendo un castigo indebido sin siquiera decir nada. Una vez, el director de la escuela le pegó a Betty y, como no paraba de sangrarle la nariz, la mandaron al arroyo para que se lavase la cara, pero ella corrió hasta la casa atravesando los campos y se lo contó a su madre, que fue con ella hasta la escuela, entró en la clase y le dijo al director que si volvía a ponerle un solo dedo encima a sus hijas, tendría una muerte peor que Billy el mantequero (quien había sido salvajemente asesinado en el sur hacía apenas unos días). Louisa se burló de ella por eso, pero a Betty no le dio vergüenza. Prefería decir la verdad y afrontar las consecuencias que arrodillarse ante la imagen de un santo y confesar cosas que no había hecho. 

El domingo a la mañana, Louisa cuelga el viejo espejo de afeitarse de su padre sobre el crucifijo de la ventana de Betty y se depila las cejas trazando semicírculos perfectos. Betty ordeña la vaca, saca papas de la tierra y se prepara para la misa. 

En la capilla se arma una gran bulla alrededor de Louisa. Los vecinos se acercan a ella en el cementerio y le dan la mano, y le dicen que se la ve maravillosa. —¡Qué bien se te ve! 

—Pareces tan joven. 

—Siempre te hemos visto con buenos ojos. 

—Betty, ¿no está fantástica tu hermana? 

Cuando van al almacén para ver si hay mensajes, Joe Costello, el solterón que es propietario de la cantera y que arrienda la tierra de Betty, arrincona a Louisa entre el sector de productos enlatados y el mostrador de fiambres. 

—¿Todavía te gusta el cine? —pregunta. 

Es un hombre alto, con un traje a rayas y un bigote fino y negro. Solían ir en bicicleta juntos a ver películas antes de que Louisa se fuera a Inglaterra. Edward está disponiendo trampas para ratones en los estantes de la ferretería y el cucurucho de helado de Ruth chorrea sobre la parte delantera de su vestido, pero Louisa no se da cuenta de nada. 

—¿Y tu maridito? —le pregunta Joe Costello a Louisa. 

—Oh, tiene que trabajar. 

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—Ah, sí, ya sé lo que es eso. El trabajo no termina nunca. 

Cuando llegan a la casa, Betty se abrocha el delantal alrededor del talle y prepara la cena. Le gustan los domingos, oír al cura leer el evangelio, encontrarse con los vecinos, dejar que se ase la carne mientras lee el diario, cuidar el jardín por la tarde y dar una vuelta alrededor del bosque. Siempre intenta que sea un día de descanso, sagrado. 

—¿No te sientes sola aquí? —pregunta Louisa. 

—No. 

Nunca se le ocurrió que estaba sola. 

Louisa camina de arriba abajo por la cocina hasta la hora de la cena, luego sale a la avenida para visitar la casa de los vecinos. Betty se queda en la casa y diseña un menú para toda la semana. Louisa no le ha dado ni un penique para ayudar con los gastos ni compró otra cosa que una hogaza de pan. El presupuesto de Betty ya es bastante ajustado sin tener que alimentar a tres personas más, pero supone que es algo que Louisa solucionará cuando se dé cuenta. Louisa siempre fue olvidadiza con las cosas esenciales. 

El lunes es día de lavado. Los Porter no creen en usar la misma ropa dos veces y, dado que Ruth moja la cama, necesita sábanas limpias cada día. Betty le pregunta a la niña —que ya casi tiene nueve años—, pero no le dice nada a Louisa, porque le parece que es una cuestión delicada. La soga de la ropa que cuelga entre los tilos está cargada, pero un viento fuerte hace que la ropa quede en un estado de ondeo horizontal que a Betty le parece agradable. Algunas de las ropas son delicadas y Betty tiene que lavarlas a mano. Al hundir las manos en la pila de agua jabonosa, comienza a preguntarse cuándo llegará Stanley. Los llevará a la costa y a arrojar guijarros rasantes a las olas, a pescar lucios en el Slaney, a dispararles a los conejos. Mantener a los niños ocupados. 

Betty se levanta temprano para tener más tiempo para sí. Las mañanas estivales son saludables y frescas. Se sienta con la cabeza apoyada contra el calor del costado de la vaca y observa la leche que danza en el balde. Alimenta a los gansos y saca zanahorias y nabos del huerto. El monte Leinster se ve agradablemente inalterado en la distancia azul; las golondrinas viven debajo de los aleros de los establos de granito. Esa es la vida que quiere tener, la buena vida. 

Está vertiendo leche caliente a través de un pedazo de muselina, cuando Joe Costello bloquea la luz en la puerta. 

—Buen día, Betty —dice y se toca el sombrero respetuosamente. —¡Buen día, Joe! —dice ella, sorprendida de verlo; rara vez se cae por ahí, salvo cuando se pierde un novillo castrado o cuando tiene que pagar el alquiler de la tierra. Él se sienta a la mesa, todo brazos y piernas. 

—Qué racha de buen tiempo que estamos teniendo. 

—No se puede pedir que sea mejor. 

Ella prepara té y se sienta a la mesa a charlar con Joe. Es un hombre honesto, http://www.lectulandia.com – Página 75

piensa Betty, por la manera en que se saca el sombrero y usa la cuchara para la mermelada en vez de meter su cuchillo en el frasco. Los modales en la mesa pueden revelar un montón. Hablan sobre ganado y sobre la cantera, y entonces aparece Edward y se suena los mocos en la pileta de la cocina. 

—Tía Betty, ¿aquí la leche no está pasteurizada? 

Betty se ríe con Joe Costello sobre eso, pero cuando Louisa baja, Joe pierde todo interés en Betty. Louisa no está en camisón. Lleva el cabello cepillado y su vestido de lino con las mariposas, su boca brilla con el brillo para labios. 

—Ah, Joe —dice, como si no hubiera sabido que él estaba ahí. 

—Buen día, Louisa —dice y se pone de pie. 

Betty se da cuenta de todo el coqueteo de Louisa: los pucheros que hace con los labios, el ladeo de la cadera, el modo en que alza y relaja el hombro desnudo. Es puro arte. Los deja charlando allí en la cocina y sale al jardín a buscar perejil. Ruth está debajo del árbol, comiéndole sus ciruelas. 

—¡Aléjate de esas ciruelas! 

—Está bien, está bien —dice Ruth—. No te sulfures. 

—Son para mermelada, glotona. 

Es una vieja historia. Los hombres reuniéndose alrededor de Louisa, olisqueándola. Cuando eran jóvenes, Louisa y Betty iban juntas a los bailes. Betty recuerda una hermosa noche de verano, sentada en un banco de madera en Davis’s, a una milla de la casa. Estaba allí sentada, sintiendo la hebra de la madera debajo de los dedos. El aroma de las lilas de la zanja llegaba a través de la ventana abierta. Se acuerda de la felicidad de ese momento, rota cuando Louisa se inclinó hacia ella. Hasta ese día todavía podía recordar las palabras exactas: 

—Te doy un consejo. Deberías intentar no sonreír. Cuando sonríes te ves horrible. Después de eso, Betty no sonrió por años sin recordar esa observación. Nunca había tenido la sonrisa blanca de Louisa. De niña había tenido bronquitis y tuvo que tomar ese remedio para la tos, que le arruinó los dientes. Muchas cosas que vuelven a la vez. Betty siente que la sangre se le acelera, pero todo eso está en el pasado. Ahora es capaz de pensar por sí misma. Se ganó ese derecho. Su padre está muerto. Puede 

ver las cosas como son, no a través de los ojos de su padre, ni de los de Louisa. Cuando vuelve a la cocina con ramitos de perejil, Joe Costello le está sirviendo té a Louisa en la mejor porcelana de Betty. 

—¿Hasta dónde? 

—Hasta ahí —dice Louisa. Está sentada con la espalda contra la dura luz mañanera y el sol intensifica el dorado de su cabello. 

El domingo siguiente, Betty cocina una pata de cordero. No le preocupa que, mientras trincha, salga un chorro de sangre fuera del plato. Tampoco, que las zanahorias estén gomosas y demasiado cocidas. Pero nadie hace mención a la comida; no hay ni una palabra. No está de humor para servir según el gusto 

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individual de cada uno. Más temprano estuvo en el vestíbulo y pescó a Ruth saltando sobre el sofá. ¿Qué más? Hay pelos de perro por toda la casa. En cada lugar donde mira hay pelos de perro. 

Edward anda por ahí, entrando silenciosamente a los cuartos donde Betty está trabajando y la sobresalta. No puede distraerse solo. 

—No hay nada que hacer —se queja—. Estamos varados. 

—Si quieres, puedes limpiar el gallinero —dice Betty—. La horqueta está en el establo. 

Pero, por alguna razón, eso no atrae a Edward. No es de los que creen en ganarse la comida. Ruth canta cancioncitas graciosas y salta por el jardín. A Betty a veces ella le da pena: Louisa le presta poca o ninguna atención, y apenas tiene nueve años. Así que cuando Betty termina de lavar los platos, le lee «Hansel y Gretel». 

—¿Por qué el padre abandona a sus propios hijos? —pregunta Ruth. —Fue un error —dice Betty—. Todo el mundo puede cometer algunos errores. Betty prepara mermelada: saca la escalera portátil, se estira hasta alcanzar las 

ramas y arranca todas las ciruelas del árbol. Las lava y aplasta, cubre la fruta con azúcar en la olla para conservas y les muestra a Ruth y a Edward cómo limpiar los frascos de mermelada. No tienen la más remota idea de las tareas domésticas. Edward echa una taza llena de detergente en la pileta de la cocina y tienen que volver a empezar. 

—¿Quién se ocupa de lavar en su casa? —pregunta Betty—. Oh, claro: tienen una lavaplatos. Me olvidaba. 

—¿Un lavaplatos? No, no tenemos uno, tía Betty —dice Ruth. 

Preparan la mermelada y Betty dispone los frascos en la despensa como si fueran municiones. Se está preguntando cuánto van a durar, cuando Louisa entra a la cocina luego de haber pasado todo el día afuera haciendo visitas. Tiene una expresión radiante y está ruborizada como cuando uno ha estado nadando en agua salada profunda. 

—¿Hay correo? 

—No. 

—¿Nada? 

—Solo la cuenta de la electricidad. 

—Oh. 

Julio pasó sin una palabra de Stanley. 

En agosto el tiempo se pone inclemente. La lluvia mantiene a los Porter adentro, los atrapa en sus cuartos. Las hojas mojadas cuelgan de las ventanas; el agua negra de la lluvia baja por los surcos del huerto. Louisa se queda en la cama, leyendo novelas románticas y comiendo torta, se pasea en camisón hasta mucho después del mediodía. Se lava el cabello con agua de lluvia y hace panecillos de Rice Krispies para los niños. Edward toca la flauta en el vestíbulo; Betty nunca ha oído algo igual: es como 

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si alguien hubiera atrapado a un pájaro silvestre o a un pequeño reptil en una jaula y su vocecita desesperada clamara para que lo liberasen. Con las tijeras buenas que Betty usa para la ropa, Ruth corta fotos de modelos y perfumes de revistas y las pega en su álbum de recortes. Betty está preocupada por el jardín. Los fuertes vientos han sacudido los pimpollos de rosa, desparramando los pétalos rosados y oscuros por la grava, y Betty, al recogerlos, siente lástima y los acaricia. Sobre las hojas de las plantas hay pulgones; son moteados y somnolientos. Ha estado demasiado ocupada con las tareas domésticas como para atender su jardín. 

Está ahí, pensando en sus pobres flores, cuando Edward se le acerca. El viento lanza los capullos de saúco como confeti; de un cielo de una única nube grisácea y fragmentada, cae una llovizna suave. 

—¿Tía Betty? 

—¿Sí? 

—¿Quién será dueño de este lugar cuando mueras? 

Está asombrada. Las palabras son como una bofetada dura y punzante. —¿Por qué? Yo… —Y se interrumpe porque no se le ocurre nada que decir. Edward está allí, mirándola, vistiendo esos pantalones de lino que son casi 

imposibles de planchar. Betty siente la repentina amenaza de las lágrimas, se aparta del chico. 

—¡Ve adentro y ayuda a tu madre! —prácticamente ladra, pero él no se mueve: se la queda mirando a los ojos. Tiene ojos angostos y celestes. Ella se aleja por el jardín en ruinas, camino abajo, y se refugia en los bosques, donde no puede ser vista. Se sienta por un buen rato sobre una piedra musgosa y mojada, debajo de los árboles que se mecen, a pensar. 

Por primera vez desde la muerte de su padre, se entrega a las lágrimas. Las cosas retornan a ella: se ve a sí misma en la época de la Navidad, retorciéndoles el pescuezo a los pavos, un montículo de plumas a sus pies; de pequeña, corriendo a calentarse las manos al fuego y volviendo a salir corriendo, mientras oye decir a su madre: «Es una niñita fuerte». Su madre saliendo al prado, luego dejándose caer muy inesperadamente, las cuentas del rosario entrelazadas entre sus dedos. Ve a Louisa vestida de gris, partiendo en barco para Inglaterra, volviendo con un marido rico, fotos de los bebés con ropa de bautismo; su padre orgulloso de su nieto. Recuerda a Cyril Dawe sentado debajo del espino en otoño rodeándola con los brazos, abrazándola con fuerza, como si lo aterrara que ella se alejase. Recuerda cómo se agachó y sacó una piedra que había debajo de ella, un acto de ternura. Toda su vida ella había trabajado, había hecho lo correcto, pero ¿era eso lo correcto? Se ve a sí misma encorvándose para recoger las partes de un plato de porcelana que su padre quebró en un ataque de furia. ¿En eso se había convertido ella? ¿En la mujer de los platos rotos? ¿Eso es todo? 

Ahora le parece que no hay nada nuevo bajo el sol. Edward cree que puede ocupar su lugar, así como ella ocupó el lugar de su madre. La herencia no es 

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renovación. Más que nada, es mantener todo igual. Lo único que queda, lo que parece sensato, es aferrarse a lo que es suyo por derecho. Jamás nada la detendrá. Oscurece. ¿Por cuánto tiempo estuvo afuera? Camina entre los árboles. Se tranquiliza pensando que es solo cuestión de tiempo antes de que Louisa se vaya. En unas pocas semanas, los niños tendrán que volver a la escuela. Llegado septiembre, Betty podrá tener una buena noche de sueño, escuchar la radio portátil, deshacerse de los pelos del perro, cocinar cuando quiera y lo que quiera, no tener a esos niños horribles preguntándole qué va a pasar cuando ella se muera. 

Cuando Betty llega a la casa, Louisa ha desparramado un trozo de algodón azul sobre el piso del salón y traza una marca en sus tijeras de modista con la lima que Betty guarda para afilar los cuchillos. 

—Estuve pensando que podríamos hacer unas cortinas nuevas para el baño. Las que tienes son antiguas —dice. Pone el filo sobre el borde de la tela y empieza a cortar. 

—Haz lo que quieras —dice Betty y sube a acostarse. 

A mediados de agosto el tiempo no mejora. Las grandes nubes grises mantienen el cielo de un triste color pergamino. Las noches lluviosas, las ranas se meten por debajo de la puerta y a Betty le resulta casi imposible mantener la ropa seca. La cuelga de un secarropa de alambre alrededor de la estufa, enciende el hogar del salón, pero una ráfaga que baja impulsa el humo negro por el cuarto. Observa a las abejas robándose el polen de sus flores color carmesí al otro lado de la puerta y cuenta los días. 

El hombre del seguro se detiene y la lleva hasta el pueblo para comprobar el saldo de su cuenta bancaria. El dinero que tenía para agosto y septiembre se esfumó. Saca dinero que se había reservado para octubre y usa la imaginación para las comidas. 

Una noche prepara panqueques para el té; la mesada de la cocina enmantecada. Los niños están afuera. Los pichones de la gansa han tratado de seguir a su madre escalones abajo de la puerta del frente, pero sus patas no son lo suficientemente largas. Cayeron sobre sus lomos, con las patas agitándose en el aire. Ruth y Edward están dándolos vuelta con un palo largo, mientras la gansa sisea amenazándolos y bate sus alas. 

Louisa está sentada cerca de la estufa, con una manta alrededor de los hombros. —¿Cuándo vendrá Stanley? —pregunta Betty. Saca una bandeja esmaltada del horno. 

—No puedo decirlo. 

—¿No puedes o no sabes? 

—No sé. 

—Los niños tendrán que volver a la escuela en dos semanas. 

—Sí, ya sé. 

—¿Y entonces? 

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—¿Y entonces qué? 

—Entonces, ¿crees que vendrá antes de ese tiempo? —pregunta Betty y accidentalmente vierte demasiada mezcla para panqueque en la sartén. —No sé. 

Betty mira cómo se forman hoyuelos en los bordes de la masa por el calor y se pregunta cómo hará para darla vuelta. 

—¿Dejaste a Stanley? 

—Qué bien huelen esos panqueques. 

—Dejaste a Stanley y crees que puedes quedarte aquí. 

—¿Quieres que ponga la mesa? 

—¿Sabes que es la primera vez que lo preguntas desde que llegaste? —dice Betty y se vuelve para enfrentarla. 

—¿De veras? ¡Edward! ¡Ruth! ¡Vengan a tomar el té! 

—¡Louisa! 

—Tengo derecho de estar acá. Lo dice el testamento de papi. 

Ruth entra corriendo. 

—Lávate las manos —dice Louisa. 

—Creía que ya estaba listo —dice Ruth, contemplando la mesa vacía. —Ya va a estar, querida. Pronto. 

Esa noche Louisa sale de la cocina. Enciende un pequeño fuego en el salón, se sienta en el gran sillón y comienza a leer La guerra y la paz. Betty sale a ordeñar la vaca. Siente que la invade un humor extraño y sosegado, de una claridad cristalina. Todo está empezando a tener sentido. Cuando vuelve a entrar, Louisa ya ha tomado un baño. Está sentada frente al hogar, dándole la espalda a Betty, frotándose crema para la piel en el cuello. Lleva el cabello recogido y usa una toalla como turbante. Hay dos vasos sobre la repisa de la chimenea llenos de vodka hasta el borde. 

—¿Los niños están en la cama? 

—Sí —responde Louisa. 

Le alcanza un vaso de vodka a Betty, según supone, como oferta de paz. Beben en silencio, mientras la luz abandona el día. 

—Déjame peinarte el cabello —dice Betty de repente. Sube a buscar el peine. Cuando vuelve, Louisa está sentada, mirándose en el espejo que hay sobre la repisa de la chimenea. 

Betty saca el peine de su delantal, suavemente le saca a Louisa la toalla de la cabeza y empieza a desenredarle los nudos del cabello. Es largo hasta la cintura y huele extrañamente a helecho y fruta. 

—Rico champú. 

—Sí. 

La luz de la luna empieza a brillar con descaro a través de la ventana. Pueden oír los ronquidos de Edward, en el cuarto grande, arriba de donde están. 

http://www.lectulandia.com – Página 80

Betty pasa los dientes del peine por las hebras húmedas y doradas. —Es como en los viejos tiempos —dice Louisa—. Ojalá pudiera volver a ellos. ¿Lo deseas tú alguna vez? 

—No. Haría lo mismo —dice Betty. 

—Sí. Eres la lista. 

—¿Lista? 

—Pobrecita Betty, trabajando como esclava. Tuviste lo que quisiste. —¿Y tú no? Un marido, hijos, una casa hermosa. Papá no fue un picnic. Hay un silencio. Los cuartos parecen insoportablemente silenciosos. Betty ha 

estado ocupada, se ha olvidado de darle cuerda al reloj del abuelo. Por debajo de la puerta entra un chiflete invernal. 

—No hay cortinas de raso —dice Betty. 

—¿A qué te refieres? 

—El lavaplatos, la secadora. Lo inventaste. Inventaste todo. 

—No es verdad. 

Louisa sigue admirándose en el espejo. Está sentada allí como si estuviera drogada, como si no pudiera apartar los ojos de su reflejo. No va a mirar a los ojos a Betty en el espejo. No le importa de qué se privó Betty, ni que les mandara billetes de una libra a sus hijos, que cargara baldes por el jardín, que desperdiciara una oportunidad de casarse, que desparramara estiércol y que durante décadas lavara los calzoncillos de su padre. Ella cree que puede presentarse y vivir ahí, entrometerse en los asuntos de Betty, tenerla de aquí para allá detrás de ella y de su familia como una esclava hasta el final de sus días. 

Betty busca en el bolsillo de su delantal. Aunque Louisa siente el frío, en la parte superior del cuello, no reacciona. No ve el resplandor del metal, las hojas recién afiladas por su propia mano. Betty sostiene las tijeras, corta rápido. Le toma apenas un segundo. Betty tiene fuerza en las manos. Todavía sostiene las tijeras cuando Louisa, sintiendo la diferencia, ve su cabello sobre la alfombra. 

Louisa grita y dice cosas, verdades a medias. Algo sobre la codicia y sobre tener una gran casa solo para una y ni una pizca de simpatía. Pero Betty ya no escucha. Louisa llora. Llora toda la noche mientras empaca y toda la mañana, mientras saca a los niños y al perro de la casa. Betty no dice nada. Se limita a quedarse en la puerta, contemplando la mañana azul y bonita y sonríe con su sonrisa terrible. Louisa no ve nada sin su cabello.

Keegan (Irlanda, 1968) es autora de dos colecciones de cuentos, Antártida (1999) donde se halla publicado este cuento, y Recorre los campos azules (2007), y de dos cuentos largos publicado por separado, Tres luces (2010) y Cosas pequeñas como esas (2021).

Publicado por Cursos de Escritura

Carolina Ricaldoni es periodista, escritora, correctora y profesora de escritura. También, actriz y clown.

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