Mi madre andaba en la luz

Haroldo Conti

Delante de mi casa, en un patio de tierra raída, gastada como el género de mi camisa Grafa, en un cantero someramente cercado por ladrillos musgosos, hay una planta de azalea que plantó mi madre hace unos doce años. Sus flores de piel violeta tiemblan delicadamente con este ansioso viento de septiembre que levanta, en esta mañana, un fresco olor a terrones, a humo agrio, a pan casero, a húmedas maderas. A partir de esta plantita que ahora flamea en la clara mañana y que mi madre riega todas las tardes, apenas se pone el sol, yo reconstruyo, acaso invento, mi casa.

Detrás del patio está todavía, en la penumbra del corredor de chapas, la bomba de elevación y sobre las paredes encaladas las macetas que colgó mi madre hechas con latas de aceite: cinta argentina, malvones, filodendros y una plantita carnosa de ramitas nacaradas que trajo el Polo de un viaje al norte y que puntualmente para este tiempo echa en las puntas unos ramilletes de plumas rojas. Mi madre los llama pepitos, pero ese es más bien el nombre de un pájaro y la verdad que eso parecen. Del tirante que aguanta la armadura del techo cuelga una balanza de platillo y una jaula de alambre con un caburé ojos de gato, pajarito mago de tremenda fama que mi padre compró por doscientos pesos a un viajante que lo trajo de Apóstoles, en Misiones.
Mi padre, que veía flacos fantasmones por todas partes, que juntó cada peso arañando esta tierra con sus manos, que no conoció ni amó a otra mujer que mi madre, se pasó dos días con sus noches escarbando a esta lechucita para encontrar la mosca mágica que, según dicen, esconde debajo de sus alas. Sólo encontró piojos. Cada tanto volvía a la carga con un par de guantes de badana agujereados en las puntas pero el caburé lo miraba de tal manera, girando la cabeza como la tuerca de un bulón, que siempre terminaba mareado. El caburé, en definitiva, no le dio nada a mi padre pero, con todo, el viejo, más por ostentación que por otra cosa, llevó hasta el final de sus días una pluma de la lechucita en el fieltro del sombrero. Lo enterraron con ese sombrero y con la plumita del ala izquierda del caburé que no le trajo más salud de la que tenía al natural y menos todavía la más rasposa fortunita ya que el viejo se murió deseando un tractor Ferguson de segunda mano que lo ayudara con la tierra.
Ni para eso le dio el cuero. Cualquiera hoy día tiene un tractor y el viejo los debe oír desde abajo trajinando sobre la tierra. Tal vez le baste ahora con eso porque era hombre que se conformaba con poco. Le gustaba lo simple, sentarse debajo del corredor, por ejemplo, y oír el rumor de los pájaros que alborotaban entre los árboles, al caer la tarde, y el trueno lejano del tren que se atropellaba en el horizonte, y el trepidar de la cosechadora que, como un barco, navegaba majestuosamente los cuadros de trigo en diciembre o el golpe de la varilla del molino cuando, como ahora, sopla parejo el viento y la rueda gira a lo loco y, más que nada, el espumoso entrechocar de las hojas del álamo Carolina debajo del cual dormía la siesta en el verano, del otro lado del camino, ese viejo álamo que todavía está ahí, como un penacho de cenizas, y se parece en parte a mi padre. Bueno, todo esto a propósito de la jaula que cuelga del travesano.
La casa, mi casa en el pueblo, tiene por detrás un monte enredado con una huella parda cavada entre los árboles, que son: eucaliptos, álamos mussolini y sauce gigante, un sauce enmarañado de corteza rotosa que en invierno, este tiempo que termina, se pone gris, casi azulado, casi idea. Por ese caminito me internaba yo en mi infancia, iba que iba árbol y pajarito, piel de corteza, piernas de yuyo, buscando esas locas invenciones que duermen en la madera. Hasta el primer alambrado. Ahí estaba el camino de tierra y después, del otro lado, aunque alejado, el álamo Carolina que amó mi padre, muy solo, textual, alta madera de ensueños. La casa estaba rodeada de olmos, acacias y paraísos que se poblaban de torcazas y monteras con sus lustrosas levitas de cenizas, dulces pececitos de la tarde. A la caída del sol la punta de estos árboles se inflama con un color anaranjado y el monte se aquieta, se suspende. En medio de esta maraña neblinosa que se dilata como una nube, que se consume como un lento fuego esparciendo el humo oloroso de septiembre, a esta hora, y a consecuencia de los calores prematuros que brotaron en agosto, se advierte y se fija en los ojos con lentitud un pelecho verde.
Es la primavera que empuja desde adentro de la madera, apenas una visión, poco más que un presentimiento, porque la noche ya sube desde la tierra y oscurece los árboles, borra los brotes, adormece el monte. El álamo Carolina, cuyo penacho anaranjado asoma a la derecha, por encima del techo de chapas, es el último en borrarse. Más bien parece que remontara vuelo y se hundiese en el cielo. El humo de la chimenea lo opaca, lo sacude, lo trae y lo lleva. Tal vez por eso parezca que se reanima. Mi madre, abajo, acaba de echar leña a la cocina económica que no se fatiga de arder y soplar todo el día.
Es una vieja cocina «Carelli», de tres hornallas, fabricada en Venado Tuerto y creo que la casa empezó por ahí, por esta cocina que mi padre trajo en un charret desde Bragado, donde la compró de segunda mano y la montó en medio de un claro, al reparo de un árbol, y después empezó la casa. Mientras siga encendida mi casa vivirá. Mi madre es esa sombra encorvada frente a la cocina. Ha pasado allí gran parte de su vida, desde que mi padre instaló la «Carelli» junto a aquel árbol cuyas raíces deben estar todavía debajo del piso de ladrillo.
Yo entro y salgo de mi casa, es decir, de esta cocina que es donde transcurren nuestras vidas, mil veces al día cuando en realidad lo que estoy haciendo es romperme el culo junto a la continua nº.2 de la Papelera del Norte. Es mi forma de ir tirando. Yo sé que en este mismo momento que la continua ronca a todo pulmón arrastrando un blanco y humeante chorro de papel mi casa está ahí, en medio de los árboles. Y así vivo.
Mi madre abre la hornalla y echa una leña. Su cara se enciende con un color rojizo, como los árboles del atardecer, como el álamo que amó mi padre. Sus manos se iluminan hasta el blanco, de un lado, y se oscurecen del otro. Su piel está algo más arrugada, cubiertas de grandes pecas marrones. Mí madre ha envejecido otro poco este invierno. Yo lo veo en sus manos porque su cara sigue siendo la misma para mí. El fuego de la hornalla se la arrebata, inflama el borde de sus pelos y mi madre sonríe. Me sonríe a mí que en este momento, a 200 kilómetros de mi casa, pienso en ella al lado de la continua N92. Su rostro se enciende y se apaga como una lámpara en el inmenso galpón, entre bobinas de papel y cilindros relucientes, contra la grúa puente que se desplaza con lentitud sobre nuestras cabezas, mi madre, alta lámpara perpetuamente encendida en mi noche, mi madre.
El fuego se reanima y su luz escapa por las rendijas de las hornallas agitando todo el cuarto como un viento secreto. La luz cruzada del sol que declina penetra por la puerta siempre abierta y borra las patas de la mesa de pino, tan vieja como la «Carelli», la misma mesa que nos junta tres veces al día, mi padre en la punta, mi madre del lado de la cocina y de este otro yo y el Polo, mi hermano que se quedó en el pueblo. Sobre esta misma mesa velaron a mi padre. No tiene hule ni mantel. Solamente la madera, blanca de tanto jabón y cepillo, carcomida y tajeada, con los chamuscos de los cigarrillos de mi padre en la punta. Mi madre los fregaba pero se ponían más oscuros.
Creo que quedarán ahí para siempre recordándome a mi padre que fumaba negros fuertes y a veces medio Avanti. Así son las cosas. Se vuelven más memoriosas que uno, se vuelven uno. Mi padre era su cuerpo flaco y viejo y unas pocas cosas. Quedan las cosas. La escopeta de un caño, calibre 16, que pende de un clavo en la pared junto a la puerta, al lado del cuero del gato montes que abatió en el monte. La romana con la escala de bronce. Hay otras cosas que están ahí desde mi infancia, que se confunden con mi historia.
El sol de noche que alumbraba nuestra oscuridad hasta que el viejo puso un Villa de dos caballos y medio, la bolsa de galletas que al partirlas inauguraban el día con un tibio olor a trigo y migas, el infaltable almanaque del Almacén de Ramos Generales de Montes y Cía., la fiambrera con el alambre mil veces remendado y, suspendidas del techo, dos barras de cañas de las que colgaba la factura de cerdo. Chorizos criollos, codeguines, morcillas, jamones, bondiolas, lomo ahumado. En un estante, queso de chancho, una lata de grasa muy blanca y un frasco con el paté que preparaba mi madre en base al hígado, tocino, coñac y especias. En tiempos de mi padre se carneaban dos cerdos de doscientos kilos cada uno en la primera quincena de julio, cuando apretaba la escarcha, «donde se hace el menguante», y la casa era una fiesta con grandes ollas hirvientes, buches de caña, jarros de café, mate amargo, chuletas bien tostadas y alguna guitarra. El Polo le daba a la máquina de picar y don Pancho Cejas prestaba mano para la morcilla. Su especialidad eran las morcillas y los cuentos de aparecidos.
Murió en el 59 y él mismo empezó a aparecerse ya en el invierno del 60, para julio justo que Américo Agustín Laval lo vio sobre el puente del Salado con el ponchito y la gorra, todo de cuerpo presente, bien verídico. Laval se persignó y don Pancho se hizo transparente, se vino lucecita y hasta chamuscó el pasto. Sobre el puente, del lado de Bragado, en la mano del campo de Cirigliano, ahí mismo. Consta. La última vez que se apareció, también en el puente, compareció ante don Ramón Cabral que venía a caballo desde el campo de Arbeleche con un gallo Calcuta debajo del brazo. Fue en marzo del 73. Le dijo a don Ramón que había que votar para intendente al ingeniero Dimarco. Le erró feo por más finado que fuese.
La luz que entra por la puerta se ha acortado, es una ceniza amarilla a ras del suelo. El motor del Fiat que remolca el disco de rastra en el campo de Acuña, detrás del alambrado, ha dejado de arañar el cielo. Es un Fiat 700 de 70 HP como jamás soñó mi padre y lo maneja el Polo que está haciendo barbecho para engordar la tierra antes de sembrar. El Polo trabaja para Omar Basilio Acuña que se hizo rico en una patada, tiene un cuarto en el hotel Coll de Bragado y no le cortan la cabeza por menos de 500 millones de pesos. Así son las cosas en esta tierra. Omar tiene la misma edad del Polo pero él, el Polo, mi hermano, nació como mi padre para padecer la tierra. Nada más.
Una bandada de pavos mamut bronceado cruzan por el patio en dirección a una acacia tumbada donde pasarán la noche. Mi madre sale al patio con una varita de mimbre pues los desgraciados no desaprovechan la ocasión para picotear la azalea.
Los ladridos de unos perros pelotean a lo lejos, por encima del alambrado. Son los perros del Polo que viene cruzando el campo.
Mi madre levanta la vista y todavía más lejos, por encima de los últimos alambrados, por arriba del monte de la estancia de Acuña, detrás inclusive del puente del Salado que desde el patio es apenas una loma pelada, ve una nubecita de polvo que avanza por el medio del camino. Es el Expreso 25 de Mayo que, como siempre, llega con retraso.
Mi madre piensa que acaso ahí llego yo. Yo estoy llegando siempre, madre.
La sirena anuncia el final del turno y me largo hacia las puertas entre los flotantes cascos de plástico que se desplazan como un río mientras atrás queda la continua roncando y silbando y el otro turno reemplaza puntualmente al que se marcha. El negro Prieto, que viene por la otra mano, me saluda con el brazo en alto.
Ahora voy hacia la villa en el tambaleante micro que suelta un tornillo a cada barquinazo. Algunos de los muchachos gritan y canta todavía porque estos negros tienen un aguante bárbaro. Les pueden estar chupando la sangre con una bomba de diafragma y ellos siguen gritando y cantando. Cantando y gritando mientras corren ruidosamente hacia el montón de mugre en que viven. Los demás duermen debajo de los cascos. Yo pienso que voy llegando a mi casa, en mi pueblo, en una tarde así. Inclusive a través de la ventanilla veo a mi madre que espanta a los pavos, veo el victorioso color de la azalea en el patio de mi casa que flamea en la última luz de esta tarde.
Veo, por supuesto, al álamo Carolina que brilla por encima de las chapas y hasta veo sobre el techo a mi propio padre que mira para el lado de Irala. Un puñado de casitas y tapiales aparece y desaparece entre los árboles. Ese es mi pueblo.
Apareció el molino, a la derecha. Primero el horno de ladrillos, después el campamento de Vialidad y después el molino de La Silvina. En su memoria el campamento por lo general venía después del molino. Ahí estuvo una vez.
Aquí el cielo es ancho y profundo, no un miserable agujero en lo alto de la calle. Hacia el oeste, es decir, hacia Los Toldos más o menos el cielo se emblanquecía sobre un borde rojizo que abrazaba las puntas de los árboles. Por detrás del colectivo, que arrastraba una nube de polvo también rojiza en lo más alto, la noche remontaba velozmente como un gran pájaro azulado.
El expreso montó brevemente la loma del puente y desde esa altura, a través de la ventanilla que chorreaba polvo, vio de una ojeada las grandes praderas que se oscurecían, los montes que despedían azules humaredas de sombras, los palos del alumbrado de Warnes y, en el momento que emprendía la bajada, las breves manchas amarillas de las señales en el paso a nivel. Sintió inclusive el vaho húmedo de los pastos y esa creciente vibración de la tierra cuando llega la noche, aunque esto fuese más bien un anticipo de su memoria.
El molino estaba quieto, el chorro de humo de la chimenea de La Silvina ascendía rectamente.
El ómnibus se tumbó a la izquierda y al final de la curva, después de Los Pumas, asomaron en línea las señales del paso. En su memoria todo era más lento y más grande. El ómnibus lo dejaba en la vía porque venía con retraso y no bajaba más que él y debía seguir hasta 25 de Mayo, si es que llegaba entero a Bragado y no perdía el motor en alguno de los barquinazos.
Se tanteó la porra con sus dedos machucados, luego se deslizó a lo largo del pasillo sosteniendo en alto la valija de cartón con el zuncho de lata que era lo único que volvía al pueblo, aparte de él mismo, se entiende.
El expreso se detuvo entre las vías, negro y tembloroso. «¡Uames!» gritó el gallego como quien dice mierda, pero nadie se dio por enterado, salvo un punto que se quitó el sombrero que le cubría la cara y miró hacia la derecha, donde sólo estaba el campo pelado. El pueblo quedaba a la izquierda, detrás de los árboles que bordean la vía, pero había que ir hasta ahí para comprobarlo.
Se volvió con un pie en el aire y sonrió por encima del hombro a los tipos que seguían viaje. Él nunca pasó de Bragado pero algunos de aquellos tipos iban hasta 25, o, desde allí, a Islas, Mosconi, Huetel, Monteverde, todos esos nombres. «¡El paquete!», gritó uno de los tipos. Le alcanzaron el paquete y saltó. Trató de agradecer y de saludar al mismo tiempo y levantó una mano hacia una fila de rostros que se embalaron a través de los vidrios.
Encendió un cigarrillo y embocó, liviano de piernas, el camino de acceso entre los altos y temblorosos eucaliptos que ahora brillaban con la húmeda claridad del atardecer y las vías del Sarmiento. El ruido que traía en la cabeza le fue saliendo despacio y a medida que le salía el ruido le entraba el pueblo. Ahora que oía verdaderamente el golpe de sus pasos sobre la tierra pelada se le hacía que estaba volviendo del Salado a donde había ido a cazar patos crestones o a pescar tarariras.
El ronquido del motor del expreso se fue apagando detrás de su cabeza en un amplio círculo que apuntaba a Bragado y en tanto se apagaba y por fin se perdió empezó a sentir entre paso y paso el rumor que brotaba de los pastos, ese punzante chirriar de la tierra cuando llega la noche, el cloqueo de sapos y ranitas y, a lo lejos, el ronquido de un tractor.
Las primeras casas aparecieron en un tajo de luz con las paredes de ladrillos que se borraban contra la claridad del ocaso. El galpón de la estación echaba gruesos resplandores como si ardiera por todos los lados. Por encima de los techos divisó el remate de los silos del almacén de Montes. Bueno, ahí estaba. «Este sorete es mi pueblo», pensó. ¿Qué dirían los muchachos de la Papelera si lo viesen? Pues casi todos ellos han salido de un agujero igual y cuando hablan del mundo más o menos piensan en él.
Atravesó la calle en dirección al almacén del viejo Pampín. Aparte de un letrero con una pareja de taraditos que se zampaban una botella de Coca-Cola nada había cambiado, por lo que recordaba. La vidriera seguía con la persiana bajada desde que el negro González le partió el vidrio con una bola de billar y las paredes de ladrillo parecían como que se fuesen consumiendo a la vista, deshaciéndose en blandos terrones de barro cocido.
El salón estaba vacío. Tampoco había cambiado gran cosa. La mesa de billar a la que el mismo negro le había roto el paño al pifiar una bola seguía cubierta por hojas de papel de diario. Sobre el mostrador oscuro estaban, de un lado, los botellones con caramelos y, del otro, la balanza de dos platos y la vitrina con velas, agujas, ovillos de hilo, broches, hebillas y cordones para zapatos, igual que en su infancia. La heladera de hielo con la puertas vencidas y grandes herrajes de bronce hacía tiempo que servía de armario.
En su época fue un motivo de orgullo para el viejo Pampín y un signo del progreso de Warnes. Ahora estaba cubierta por el mismo polvo marrón de la calle que coloreaba los bordes de los estantes, la repisa con las lámparas de querosene, las mesas quemadas y machucadas y su propia ropa. El alto techo con ladrillos de 30 y vigas de pinotea se perdía en la penumbra de la que colgaban como grandes arañas los faroles de mantilla sujetos a unos ganchos de alambre y unas ramas secas para atrapar a las moscas. Debajo del reloj de péndulo seguían colgando los ovillos de hilo choricero, el estante con alpargatas y el cencerro que el viejo usaba para tocar a rebato cuando se armaba una podrida. Al lado de la heladera a querosene que había reemplazado a la de hielo el piso estaba sembrado de esqueletos de vino y botellas vacías. Había un almanaque de la acreditada casa de don Alfonso S.
Ferro e hijo, artículos rurales, mangas, tranqueras, reparación de máquinas agrícolas, colocación de aguadas en general con un paisaje de las sierras de Córdoba que no tenía un pito que ver con Wames ni con cosa alguna a trescientos kilómetros a la redonda y un molino de viento en negro proveniente de un viejo y carcomido clisé de la imprenta Castillo y López, de Chacabuco. De la pared opuesta a la puerta colgaba todavía un espejo de Cinzano salpicado de cagaditas de mosca que se había salvado milagrosamente de los bochazos y las broncas.
Un rostro blanco y pelusiento emergió lentamente por detrás del mostrador. Era el viejo Pampín en persona que subía del sótano al cual había caído en un descuido algunos años atrás porque la tapa estaba justo detrás del mostrador y a veces la dejaba abierta y así fue que yendo de la balanza a los botellones de caramelos desa-pareció como por arte de encantamiento y hubo que extraerlo con un aparejo. Tenía la cara más chupada y algo gris pero en resumen era el mismo Pampín de siempre. Apretó los ojos detrás de los vidrios de sus anteojos de metal y repasó cuidadosamente el salón porque no veía una breva más allá del largo de su brazo.
-¡Hola, don Ramón! -dijo él desde la mesa de billar, pero el viejo, que le apuntaba con una oreja, no reconoció su voz, de manera que sonrió vagamente a las sombras del salón y estiró aún más el cogote.
Él dio unos pasos hacia el mostrador y cuando entró en foco el viejo rió brevemente con su risita de ratón.
-Pedro… -dijo con cautela, y quedó con la boca abierta.
Él sacudió la cabeza despreocupadamente y se acercó otro poco.
-¡Pedrito!
Dejó la valija, se acomodó el saco de camero gamuzado, mil trescientos cincuenta pesos ley en cómodas cuotas a sola firma, y le alargó la mano de costado. El viejo, que no era un hombre de mundo, la tomó entre las suyas, flacas y duras como ramitas, y la estuvo sacudiendo un rato sin decir palabra.
La verdad que no se parecía del todo a don Ramón Pampín. La carne se le había corrido hacia abajo como si el viejo, el verdadero, se hubiese encogido por dentro de manera que la piel, salpicada de manchas, le colgaba de sus huesos. En su memoria este viejo de ahora se superponía al primer Pampín, que empezó repartiendo pan con una jardinera, e inclusive al don Ramón Pampín que no llegó a conocer sino que inventó a partir de su padre, el cual lo conoció cuando llegó de España en 1911 y se enterró en ese agujero, nació en cierto modo y creció con el pueblo.
Era de Santa Eugenia de Fao, ayuntamiento de Touro, partido judicial de Arzúa, provincia de la Coruña, lo cual repetía siempre cuando comenzaba a contar cualquier historia, como si todo, aun Warnes, el ferrocarril Sarmiento, el almacén de Montes y el Club Sportivo y Recreativo hubiesen empezado por ahí. Naturalmente, su época de esplendor coincidió con la del pueblo. Él ya recordaba ese tiempo como propio y a menudo aquel era su pueblo más que este de ahora, deshabitado y polvoriento.
Recordaba las calles, las únicas dos que había, una a cada lado de la vía, cruzadas por sulkis, charres, tractores y automóviles, sobre todo para el tiempo de las cosechas, las farras prolongadas en el boliche del viejo o en el Club Ferrocarril Oeste, cuando bajaban las mejores orquestas de Bragado y Chacabuco y aun de Junín y la plata saltaba de la tierra a los bolsillos y de los bolsillos a un lado y otro de la vía, por todos los ruidosos boliches, bailantas y quermeses. Todo eso terminó cuando Onganía suprimió la prórroga de arrendamientos y los chacareros se fueron por los caminos y la tierra volvió a manos de unos pocos estancieros y por aquellos caminos vino la tristeza, más polvo y el olvido.
De todo eso saben estas paredes que ahora callan y se desmoronan debajo del sol. Y el viejo Pampín que lo mira con sus ojos legañosos y posiblemente ve en él un testimonio de toda esa mufosa vejez. Porque él es su padre que murió y su madre que envejeció y él mismo que se marchó pues aquí la tierra no daba para todos, el pueblo se había achicado y los que nacían era para irse tarde o temprano.
De golpe el viejo Pampín lo atrajo por encima del mostrador y lo besó en la cara, igual que su viejo o el Polo. Esto era muy de don Ramón Pampín. Olía a carne ahumada.
El ruido atrajo a la mujer, doña Rosa, que asomó la cabeza, blanca como una aparición, por la puerta debajo del cuadro con la foto desvanecida del padre y la hermana del viejo que desde aquella pared habían visto desfilar por el mostrador a todo Warnes sin haber salido de la Coruña.
-Es Pedro, el hijo de Seretti -dijo el viejo sin soltarlo.
Por lo general le decían «el loco Seretti», no a él sino a su padre. La mujer comenzó a sacudir la cabeza y a arrugar la cara porque era muy nerviosa y el viejo, cuando andaba repartiendo pan con la jardinera, la había sacado del medio del monte, como quien dice. Ella se parecía a lo que había sido en aquel tiempo, antes de irse, porque ya entonces estaba seca.
-¿Cuándo llegaste? -preguntó Pampín, como si no viera la valija.
-Acabo de bajar del expreso. Me dejó en el cruce.
-¿Te acordás, Rosa? Seretti.
La mujer sacudió más fuerte la cabeza.
-¿Qué vas a tomar, hijo?
-Un Séptimo Regimiento -dijo él con soltura.
El viejo casi se cae de culo.
-¿Qué es eso?
El Pedro no sabía muy bien lo que era pero le pareció distinguido. Lo había oído en la tele, en Dos tipos audaces. Roger Moore entraba con una rubia de la gran puta en un garito de la Jamaica y pedía un Séptimo Regimiento. En realidad, era una contraseña para hacer contacto con un conde italiano que en apariencia andaba en el negocio de la bauxita porque lo cierto es que era un agente de una central de espías norteamericanos que estaba metido en el balurdo de la yerba. ¡Esa sí que era vida!
Aprovechó que el viejo lo había soltado para sacar los cigarrillos con lo que a un mismo tiempo tuvo ocasión de mostrar el anillo de plata con una piedra de plástico, que parecía un transmisor secreto y le había costado casi una quincena, y la camisa estampada a rayas. Convidó un cigarrillo al viejo que alargó la zarpa con avidez. El cigarrillo saltó de la caja por sí solo y el viejo paró la mano a mitad de camino.
-¿Y eso? -preguntó excitado. Le había aparecido algo del antiguo don Ramón Pampín.
Pedro comenzó a disparar un cigarrillo tras otro. En resumen, era una caja de plástico con un resorte. La había cambiado por una corbata pintada a mano. La corbata, aunque norteamericana legítima, era vieja y bastante grasa y él la usó hasta aburrirse. En cualquier caso, aquel trasto daba para más.
-Las cosas que hacen hoy día -dijo el viejo realmente impresionado.
El Pedro le pasó la caja. Después de examinarla en detalle y de disparar unos cuantos cigarrillos, Pampín sirvió dos copitas de caña Legui, que era lo más distinguido que se le podía ocurrir.
El viejo preguntó cómo le iban las cosas por la capital y él dijo que si se lo proponía le iban bien en cualquier parte. Para ser franco, la capital lo aburría un poco. A la tercera copita el viejo se puso sentimental y comenzó a hablar del loco Seretti. La cara se le había oscurecido otro poco y la nariz, cruzada de venitas, se le empezó a enrojecer.
El Pedro miró de reojo la tapa del sótano, que había quedado abierta, y pensó que con otra copa el viejo se zampaba adentro otra vez. Aquella caña quemada era como tragar un puñado de azúcar. Una bebida para velorios.
Estaba esperando el momento de meter una frase y salir de allí cuando la puertita se hizo a un lado y por detrás de la vieja, que seguía sacudiendo la cabeza, apareció una hembrita blanca como la leche, los cachetes cubiertos de pecas, con dos bultitos debajo del vestido y una madeja de pelos colorados que lo miró a la cara y bajó los ojos, y de golpe se olvidó hasta del nombre.
-Carmen, este es Pedro Seretti. ¿Te acordás? -dijo el viejo.
La chica negó con la cabeza, sin levantar los ojos.
-Iban juntos al colegio -insistió el viejo en un tono lastimero.
El Pedro recordó borrosamente un camino polvoriento y una cabeza de pasto que trotaba a su lado.
La chica sonrió para el suelo y agachó la cabeza otro poco con lo que los bultitos aumentaron de tamaño.
Pampín mencionó unas cuantas cosas a propósito de la Escuela Bartolomé Mitre, que quedaba dos cuadras más allá, en la misma calle, que era la única, por otra parte, pero el Pedro apenas lo escuchaba. La chica lo volvió a mirar y entonces aprovechó el momento para disparar un cigarrillo. Ella bajó la cabeza rápidamente y se rió con todo el cuerpo. Después salió atropellando a la vieja que quiso pasar por la puerta al mismo tiempo.
Pedro dejó la copita y se apartó del mostrador. Ya que lo había hecho aprovechó para despedirse.
-¿Cuánto te vas a quedar?
-Un par de días.
El viejo Pampín lo acompañó hasta la puerta y antes de salir lo tomó por los hombros y lo miró largamente a los ojos con su cara de trapo echada a un lado.
-Pedrito Seretti, ¿quién iba a decir…?
Hacía mucho tiempo que no oía su nombre todo entero.
Siguió hasta el final de la calle, que era una canaleta de sombras, y un poco antes de la viuda Barrasa dobló a la izquierda por un caminito entre los yuyos que empezaba a humedecerse, silbando bajito Melón amarillo.
Al fondo de este caminito, contra el mero cielo que se hinchaba de sombras vio la casa y el corazón le dio un puñetazo. «Esta es mi casa -se dijo-. Dondequiera que viva.» Y apuró el paso.
Por encima del techo de chapas vio brillar a lo lejos el penacho anaranjado del álamo Carolina que se hundía lentamente en el cielo como un barrilete. Era su claro punto de referencia mientras hubiese luz, esa limpia y perfumada claridad de los campos.
Antes de entrar se detuvo un rato junto a la cerca, que estaba medio tumbada sobre la zanja. Un chorro de humo brotaba derechamente por la boca de la chimenea y eso daba a la casa un poco de vida. La planta de azalea flotaba como un trapo violeta en medio del cantero de ladrillos. Su madre, por lo visto, le había removido la tierra alrededor ahora que se venía la primavera y probablemente le mezclase un poco de abono.
Debajo de la galería colgaba todavía la balanza de platillo pero no vio la jaula con el caburé. Grandes costras de cal desprendidas de las paredes dejaban al descubierto el barro reseco y agrietado. La casa en su conjunto más bien estaba hecha una ruina pero había un camino tendido en su corazón que apuntaba rectamente hacia ella y lo que él veía, con otros ojos, era bien distinto.
A decir verdad, ya era una ruina cuando vivía el viejo, que se pasaba la mitad del tiempo arreglando el techo, construido con chapas de segundo clavo, y al final se le dio por quedarse arriba porque desde allí se veía todo diferente y hasta una vez la obligó a subir a la pobre vieja. De ahí le vino en parte lo de loco Seretti. Uno pasaba por el camino y ya de lejos lo veía parado sobre la casa como un espantapájaros. La Angelita Tesorieri puso el grito en el cielo el día que el viejo vio desde arriba cómo se la culeaba el morocho Villafañe, el viajante de la tienda Galli, de Chacabuco, detrás del galpón de los Medina.
El viejo no vio nada de facto porque miraba simplemente para Irala, pero la Angelita empezó a joder con que andaba de bombero metiéndose en lo ajeno. El viejo, cuando se enteró, dijo, por todo comentario, que él era tan dueño de andar por el techo de su casa como la Angelita de que le rompieran el ajeno cuantas veces quisiera.
El viejo era un demócrata en toda la línea. Lo cual no le sirvió de nada, pues se murió sin el Ferguson y sin un metro más de tierra que el lote que le dejó el abuelo, el cual fue demócrata conservador igual que él. Cuando Perón le dio la tierra a los colonos, y así algunos muertos de hambre de entonces son los bacanes de ahora, y, por lo que importaba al viejo entonces, los tamberos pasaron, en el 46, de tirar la teta a veinticinco el jornal a cuarenta y cinco pesos, su padre vio que la mano venía de otro lado pero igual siguió votando las boletas del partido Demócrata Conservador, de puro terco. En una ocasión el intendente Francisco Ibarra, alias Pancho La Burra, le prometió un crédito para el Ferguson, antes de las elecciones, se entiende, pero después no vio nunca más al intendente, ni por supuesto al tractor, aunque las boletas seguían llegando por correo puntual¬mente cada vez que había que votar. Más o menos, fue la única correspondencia que recibió en su vida. En fin, siempre que pensaba en la casa la pensaba con el viejo encima.
En todo el tiempo que estuvo afuera la casa creció en su cabeza y era una casa fuerte y segura como un gran árbol plantado en medio del campo. Su padre estaba acurrucado encima, el Polo corría por el patio y su madre asomaba la cabeza por la puerta de la cocina atraída por los ladridos de los perros que se atropellaban hacia la entrada.
A veces no veía a su padre pero divisaba, igual que ahora, el penacho del álamo Carolina que sobresalía por detrás y era como verlo a él. Entonces el Polo ya era lo que es hoy, un hombre grande y silencioso. Estaba sentado debajo de la galería con los perros echados alrededor, en el mismo lugar donde se sentaba su padre cuando volvía del campo o del tambo de los Cirigliano.
El Polo tenía los mismos rasgos de su padre y su misma madera y posiblemente iba a terminar como él, sudando y escarbando para otro, contento con probar una sembradora combinada nueva de cinco surcos con adicionales para aporcar y escardillar, sistema semilister, no importa que no fuese suya. Él amaba a la tierra sin tomar en cuenta los alambrados. Era una sola y ancha y fecunda tierra y bastaba con subirse al techo de la casa para mirarla a la puesta del sol, por ejemplo, y darse cuenta que le pertenecía a uno hasta donde alcanzaba la vista, y aún más allá hasta donde daba el mundo, con un hambre y una propiedad distinta que no reconocían más cercos o alambrados que los que fijara uno en su corazón.
Sea como fuese, la casa de aquellos tiempos era lo que él veía realmente, no sólo en su memoria mientras sudaba como un caballo al lado de la continua N22 de la Papelera del Norte, que tampoco era de él, por supuesto, sino ahora mismo que la tenía delante.
Un perro viejo alzó la cabeza y trotó hacia él como si tirara de una piedra. Le olió una pierna y lo acompañó hasta la puerta de la cocina. Al pasar junto a la azalea, que era por donde empezaba todo, rozó con la punta áspera de sus dedos la piel violácea de una de las flores y sintió que el secreto temblor de la planta le entraba en todo el cuerpo.
La vieja estaba sentada frente a la cocina Carelli con un cacharro sobre las rodillas. Levantó la cabeza y miró hacia la sombra que le había tapado la luz de la puerta. El fuego de la hornalla coloreaba la punta de sus cabellos como el sol el alto penacho del álamo Carolina. El resto de su cuerpo era un flaco hueco de sombras.
Se puso de pie en silencio, sin sobresalto, y se acercó despacio con los ojos muy abiertos.
Alargó una mano y le tocó la cara.
-Pedro -dijo por lo bajo.
El Pedro tragó saliva.
-Pedro, hijo.
El Pedro dejó la valija en el suelo y la abrazó con torpeza. Era un manojo de huesos que temblaba entre sus brazos como una rama. Sin embargo ese poquito de mujeríos había sostenido en alto, ella sola, porque no hubo golpe que la echara abajo cuando hacía rato que ellos rodaban por el suelo.
-No es para llorar -dijo él.
Ella se separó un poco.
-Estás más flaco.
-Estoy bien.
Se miraron en silencio un buen rato. Ninguno de los dos sabía qué decir.
Se miraban y sonreían y él estaba de pie en la puerta de su casa como un forastero cualquiera.


El Polo llegó cuando no había más luz. Lo saludó y lo besó en la oscuridad y después, como era corto de palabra, fue y arrancó el Villa y prendió la luz que llegó boqueando a través de la bombita oscurecida por el humo de la Carelli. También él estaba más flaco y algo canoso, lo que, por suerte, dio pie a un par de bromas. Se parecía cada vez más a su padre. Debajo de los ojos tenía dos manchas de polvo. Llevaba, como siempre, una camisa raída, unas bombachas batarazas sujetas poruña faja cubierta igualmente de polvo en los pliegues y un par de alpargatas desflecadas.
La última vez que lo vio fue desde la ventanilla del expreso, al pegar la curva. Corría y saltaba al costado del expreso. Los perros lo seguían de atropellada. Al fin quedó atrás y levantó una mano antes de que se lo tragara el camino. Por cierto que aquel camino se había llevado unas cuantas cosas. Si se ponía del lado de la casa, tenía que pensar que a él mismo se lo había llevado.
La vieja preparó el mate y el Polo trajo galleta de campo y unos chorizos. Don Pancho Cejas antes de finar les había enseñado a conservarlos frescos dentro de un cajón cubierto de maíz en grano. Él abrió la valija de cartón y sacó los regalos. Había pateado de un negocio a otro contando los mangos y comparando los precios. En cada vidriera veía colgadas entre los trapos esas mismas caras que ahora tenía delante, con ese gesto o marca de resignación que posiblemente el Polo y la vieja estarían viendo en ese momento sobre su propio rostro, mientras pensaban que las cosas le habían ido mejor que a ellos, no que le habían ido, simplemente.
Sostuvo delante de su madre un batón pirineo con las solapas y los puños bordados con flores de crisantemo en hilo matelasé.
La vieja movió la cabeza en señal de reproche y él dijo, espiando su rostro flaco y descolorido por encima del batón:
-Para mi flor.
-¡Este hijo! -dijo ella juntando las manos.
Y volvió a tocarle la cara como si no terminara de reconocerlo.
El Pedro desvió la mirada, metió la mano en la valija y sacó una cajita de cuero con un par de botones relucientes que alcanzó al Polo.
-No se me ocurrió otra cosa -dijo con naturalidad.
La verdad que le había costado sus buenos quince mil mangos. Por suerte era bastante impresionante. Una Super Chatarra Mod. 2700 TR 8, Alta Fidelidad, Gran Lujo, con audífono y todo. El audífono parecía un supositorio y la voz salía por allí puntiaguda, tan secreta, cordoncito milagrero que lo ataba a uno al mundo. Después de examinar la caja en detalle el Polo giró uno de los botones y desde su áspera mano salieron gritando Los Iracundos, que cantaban esa dulce chotera Porque no vale la pena.
El Pedro se puso a sacudir la cabeza y a patear el suelo con sus zapatos de plataforma y cuero repujado, a tres colores, que al Polo le hicieron abrir tamaños ojos. El Polo los señaló y rió con fuerza. En términos generales, para él, que había recorrido el equivalente del mundo en alpargatas, era calzado de puto. La vieja volvió a decir «Este hijo». A él le pareció que el viejo reía también desde el techo.
La vieja se puso el batón para darle el gusto. Le quedaba un poco grande pero los crisantemos, a pesar de la luz rasposa de la lamparita, brillaban como si estuviesen cubiertos por el rocío igual que una mañana de invierno. Su madre amaba a los pájaros y las flores y junto a la cerca tenía un cantero de crisantemos, esa flor que brota a fines del otoño y alegra el pálido tiempo de la espera, cuando la tierra se duerme, el monte se seca y el álamo Carolina es un alto manojo de ramas.
El Polo bajó la radio y mientras el Pedro picaba de aquel sabroso salame, que tenía mezclada carne de potranca a la de cerdo, se preguntaron y respondieron cosas sin que en ningún momento llegaran a conversar como se entiende por lo general. A ratos se miraban en silencio y reían de esa manera lastimosa. Entonces el Pedro preguntaba por alguien que se había ido o, lo que es lo mismo, se había muerto.
El Polo hizo un esfuerzo y le preguntó cómo le iban las cosas. Él dijo que bien, naturalmente. ¿De qué otra forma le podían ir? Hizo saltar un cigarrillo y al Polo se le torcieron los ojos. Hasta había tenido oportunidad de echar un párrafo con Néstor Leonel Scotta, el goleador de Racing, y como el Polo lo mirase como si fuese un aparecido, reprodujo como parte de aquella famosa conversación algo que leyó en la revista Goles. Por ejemplo, y a título ya de confidencia después de un par de Séptimo Regimiento, Scotta le confesó que le hacía falta pensar un poco más dentro del área. No atorarse, fundamentalmente cuando el arquero salía a taparlo. Había malogrado una punta de oportunidades por el apuro en resolver, le dijo textual Néstor Scotta, pasándole un brazo por los hombros como si fuese el propio Pizzuti. ¡Gran tipo el Néstor!
El Polo sacudía la cabeza y miraba el aire y de vez en cuando decía «¡La puta!».
-¿Y a vos cómo te va? -preguntó con fuerza el Pedro.
El Polo se encogió de hombros como un desgraciado.
-Y… siempre lo mismo. ¿Qué te parece? Se siembra trigo y a los veinte días sale trigo. Se siembra maíz y a los diez días sale maíz. Hasta ahora nunca salió otra cosa.
Rieron de arrastre.
El Polo contó que ese año habían sembrado un sorgo híbrido forrajero, de gran valor nutritivo y velocidad de crecimiento, tanto que a los cuarenta y cinco días de la siembra ya se podía iniciar el pastoreo, un rinde de cien toneladas de forraje verde por hectárea, alta calidad de rebrote, firme al pisoteo.
Del sorgo pasó, igual que si hablara de fútbol o de hembras, al maíz híbrido doble Continental Gigante, de granos grandes y colorados y un marlo blanco y fino, talludo, es decir, de gran resis¬tencia al vuelco y fuerte arraigue. El Pedro conocía muy bien esa sanata. La partitura cambiaba en algún detalle pero era siempre la misma. Su padre hablaba todo el tiempo de las mismas cosas.
La boca y las orejas se le florecían de espigas y mazorcas sin que la bondad de los sembrados necesariamente los alcanzara a ellos, al Polo, a don Pancho Cejas, a Américo Laval, a su padre, que ahora era una semilla plantada en la tierra y que tal vez algún día, de puro obstinado, diese una planta de maíz, por ejemplo, con un tallo de 2,20 por lo menos y una espiga bien granada cubierta por un ponchito de chala muy abrigado, una planta que diese que hablar desde Chacabuco a Bragado y a la que la vieja le pusiese un nombre como pepitos.
El Polo, que se había dado manija para rato, hablaba ahora de un nuevo silo rodante, con la noria plegable, que Acuña había comprado en 25 de Mayo, con capacidad para arriba de las mil bolsas y 45 TT por hora. Hablaba como si fuese de él y como si el silo, a su vez, fuese un Chevrolet con dos carburadores, palanca al piso, llantas de magnesio y cubiertas Cinturato.
La vieja, que había salido un rato antes, volvió a entrar con una gallina colgando del brazo. La vieja hacía un puchero de gallina sobre la base del puchero a la española, esto es, con chorizos criollos, morcilla, porotos y garbanzos, dos patitas de cerdo lavadas y algunos trozos de panceta. La sola idea lo hacía a uno sentirse bien.
Al Pedro se le hizo que dentro de un rato su padre bajaría del techo y se sentaría en la punta de la mesa quemada por los cigarrillos. A partir de ese pucherito de la vieja, aquella casa recobraría su exacto lugar en el mundo y ya no sería necesario moverse más de ahí, podría quedarse pegado a aquella tierra para siempre, como la planta de azalea o el álamo carolina, y no decir otra vez adiós y volver a romperse el culo al lado de la continua nº.2, ¿para qué?
¿Para usar zapatos de taco alto y hablar con Néstor Scotta y morirse de tristeza cada vez que se ve un árbol florecido?
A la mañana siguiente volvió al almacén y estuvo con los muchachos. Eran y no eran los mismos. El Cacho estaba completamente pelado, Campodónico usaba anteojos y el Tulio era un barrilito de grasa. Pero había otra cosa que los separaba, además de la facha. Algunos, por supuesto, se habían ido como él. Roque, Paco, Elorde.
-¿Cómo se llamaba el flaco aquel?
-Parodi, el flaco Parodi.
-¿Qué se hizo?
-Se fue.
-Era un buen medio campista.
-¿Un qué?
-Un coso… un patadura -explicó Campodónico driblando una pelota imaginaria.
-No, ese era Albello.
-¿Albello…? ¡Ah, sí!
-Se fue.
Así estuvieron un buen rato, recordando nombres, sucesos de la infancia, riendo exageradamente por nada hasta que les empezó a doler la cara. El Pedro volvió a contar lo de Néstor Leonel Scotta, primero en la tabla de «scorers» de su zona.
-Según me dijo, se le da mejor en los campeonatos nacionales que en el Metropolitano. No sé por qué, me dijo. Yo me pregunto lo mismo, le dije. En una palabra, estuvimos de acuerdo.
Campodónico revoleó los ojos detrás de los lentes y el Cacho sacudió la cabeza muy impresionado. El Pedro cada tanto flexionaba las piernas y subía o bajaba con ostentación el cierre de la McGregor de fibra poliéster que le había costado otra quincena. El viejo Pampín, que aprobaba todo con su risita de ratón, sirvió en una de las polvorientas mesitas unas copas de Amargo Serrano, a base de carqueja, viravira, zarzaparrilla, poleo, paico y tomillo que tenía gusto a remedio, con algunas rodajas de panceta arrollada, trozos de longaniza calabresa, aceitunas y maníes con cáscara.
El Pedro, sintiéndose Charles Bronson, pidió un vaso de ginebra con un corte de bitter, algo francamente repulsivo pero que le pareció distinguido para aquellos grasas. Pampín puso cara de desconcierto pero lo sirvió de todas maneras.
El Pedro se acomodaba la porra a cada rato o miraba el reloj digital que compró en una casa de remates en San Fernando y de paso miraba para la puertita al costado del mostrador, debajo de la fotografía, pero la Carmen no se hizo ver en todo ese tiempo. Alguien preguntó si pensaba ir al baile en el Club Sportivo y Recreativo y él dijo que había venido a descansar, a menos que valiera realmente la pena, porque estaba un poco cansado con la vida loca de la ciudad.
-Ustedes saben…
Campodónico guiñó un ojo con picardía pero ellos, naturalmente, no sabían un corno. Bueno, se zampó la copa de golpe y sintió que una bola de fuego bajaba aullando por sus tripas y le borraba la mitad del cuerpo.


Vuelta a cambiarse. Esta vez se puso el saco de hilo blanco con bieses azules en el cuello solapa que había comprado de ocasión en una feria americana por una falla en la tela. Le quedaba uno o dos números más grande pero fue una suerte porque ahora justamente estaba de moda el estilo «el finado era más grande».
Cuando llegó al baile hacía un par de horas que había comenzado pero sólo a un grasa y a los Pavese, que todavía no pudieron casar a la menor, se les ocurre llegar al comienzo. Era un baile de rompe y raja. Habían traído de Chacabuco al Trío Real de Tangos con la voz de Obdulio Quiroga y la característica Los Caballeros del Trópico, esto es, Las Momias del Trópico, que hacían jazz, tropical, melódico y, sobre todo, ruido, con la voz de Pelusa Bonavetti, el hijo del taño Bonavetti, que se sacudía como una loca sobre todo cuando cantaba Dame el fuego de ni amor en el mismo estilo barriga de Sandro. La salvación estaba en las «selectas grabaciones», aunque no confiaba en el gusto de aquellos campesinos. En fin, lo importante eran las hembritas.
Antes de entrar se acomodó el envoltorio y se repasó los zapatos con una hoja de diario. Era una linda noche y allá a lo lejos, del otro lado de la vía, brillaba una luz en su casa. Percibió, como un gran cuerpo dormido en la oscuridad, el olor húmedo de los pastos y los árboles y esa gran respiración de la tierra. Y de pronto, vaya a saber por qué, les sintió a las cosas el mismo gusto de antes, a los blancos tapiales que colgaban en la claridad espectral que manaba de los altos faroles de mercurio, al galpón de la estación de la exacta medida de su infancia, al viejo Club Sportivo y Recreativo, a la ancha calle de tierra, inclusive al Trío Real de Tangos que en ese momento rascaba Nube de Humo, a toda esa vejez, y cuando encaró la entrada era como si no se hubiera marchado todavía y el mundo fuera del tamaño de su pueblo.
Hizo una entrada a lo Belmondo. Se paró en la puerta con las piernas abiertas, miró a la chusma con cara de agente secreto y se apretó la cintura con los brazos, ladeando el cuerpo como un peso welter. Un gesto muy fino, dentro de todo. Hasta el gallego Pinol, que dirigía el Trío Real y que, según las malas lenguas, era un trío por la sencilla razón de que dos lo sostenían y él tocaba Desde el alma, por ejemplo, se volvió para mirarlo. Porque seguramente era el gallego Pinol aquel carcamán con cara de reblandecido y tres pelos locos que iban y venían sobre su cabeza como un camino de cornisa, fuertemente adheridos a la pelada con una costra de tragacanto. Saludó en general con un brazo en alto pero casi se cae de culo cuando divisó a la Carmen en medio de la pista con un par de Lee que parecían más bien pintados sobre sus poderosos cuartos traseros y una polera de punto morley que le hinchaba los paragolpes como si de un momento a otro fuesen a saltar ellos mismos a la pista. ¡Mamita!
Desde aquel preciso momento no vio más nada, solamente esos dos pichones que se caían del nido y estaban esperando un par de manos que los sostuvieran. Hacia allí apuntó resueltamente sus pasos aunque esto es sólo una frase porque aquellas criaturas lo arrastraron como un imán a través del salón y si Campodónico no se hace a un lado lo tira por el suelo.
Bailaron toda la noche y la verdad que estuvo inspirado. No sólo él, sino el gallego Pinol y Los Caballeros del Trópico que parecían haber resucitado de sus cenizas. El viejo Pampín y la mujer estaban sentados en un rincón. La mujer revoleaba los ojos como si el galpón se le fuera a caer encima de un momento a otro pero el viejo sonreía con cara de infeliz. Vaya uno a saber qué es lo que veía realmente a través de sus ojos legañosos y los lentes mellados. Mientras saltaba y se retorcía como un gato en celo, el Pedro se decía para adentro «¡Qué se le va a hacer!».
Es que saltaba y se movía casi a su pesar, como un borracho, y cuando Los Caballeros tocaron Dame el fuego de tu amor y la loca Pelusa se retorcía como si fuese a poner un huevo perdió la cabeza del todo. «Dame el fuego, dame, dame el fuego», mugía el Pelusa echando el culito para un lado y otro y la verdad que eso de que «soy un viento que no tiene rumbo» y «una ceniza que nadie recoge» era una idea profunda que tenía que ver con cierta desgracia del Pedro que no estaba muy clara y que, entre salto y salto, asociaba porfiadamente con la imagen de su viejo sobre el techo de chapas.
En el tutti final el Pedro se puso a aullar «Dame el fuego, dame, dame, dame el fuego», sin sacar los ojos de los dos pichones que saltaban al mismo ritmo y que sin duda eran un fuerte motivo de combustión. La Carmen se reía y bajaba los ojos pero no dejaba de mover el cuerpo, sólo que lo hacía de una manera subterránea moviendo lo justo cada parte. Cuando pasaron los discos, el Pedro se calmó un poco porque tocaron Solitario, por la orquesta de Lafayette, y eso lo ponía nostálgico, pero al rato Las Cuatro Estaciones cantaban a grito pelado Vueltas y vueltas y, aunque el disco ya estaba un poco pasado, se enloqueció por completo. El galpón, las luces y aquellos saludables organismos que saltaban y se sofocaban a su alrededor empezaron a girar cada vez más ligero y el aire se volvió de fuego.
La Carmen lo miraba ahora a los ojos todo el tiempo mientras empujaba con los dos bultitos y él saltaba cada vez más alto como si estuviera hecho enteramente de goma, golpeando las manos y haciendo sonar los deditos. ¡Qué noche!
Aprovechó una pausa y salió a respirar el aire húmedo de la madrugada. La alta marea de la noche lo envolvió con sus sombras empapadas por el relente. De los pastos y zanjones brotaban esas hipnóticas vibraciones que son como el pulso de la tierra y que él escuchaba desvelado en el catre que la vieja le armaba en la cocina junto al rescoldo de la Carelli. La cabeza le daba vueltas y no veía muy bien dónde ponía los pies pero, con todo, antes de entrar, pensó «El viejo debe estar volviendo del Salado», a donde iba a pescar en este tiempo a la encandilada con el sol de noche.
Cambió el agua, contó los pesos que le quedaban y entró.


Volvía silbando bajito Yo quiero a Lola, liviano como una pluma aunque con un ligero dolor entre las piernas provocado por aquel festival de belín duro, cuando vio una figura que se despegaba del tapial del almacén y sin dejar de caminar, apenas se desvió hacia el cordón de la vereda, bastante más alto que la calzada, hacia el copudo plátano que se hinchaba de sombras por encima de su cabeza, alargó las manos y avanzó derechamente en la oscuridad.
No se dijeron una palabra. Ella tan sólo reía por lo bajo y cada tanto se quejaba aunque no dejó de empujar, y cuando el Pedro levantó la cabeza desde su agitada tibieza las estrellas se habían corrido otro poco sobre el negro horizonte y sintió a un mismo tiempo el olor de su cuerpo y el viejo olor de la tierra.


Esperó a un costado de la calle de tierra en la mugrosa claridad del amanecer que venía del lado de Alberti. Atrás quedaba su casa con una lucecita que boqueaba en la cocina iluminaba un rectángulo del patio sin alcanzar a alumbrar la planta de azalea que dentro de una hora se iluminaría con su carnosa luz violeta para alumbrar el día de su madre pero no quiso volverse a mirar, como no quiso que lo acompañara nadie.
Un gallo cachaciento alborotó a sus espaldas y algo después sintió el trote de un caballo que se alejaba hacia las afueras. El viejo Pampín no abría hasta las ocho. En eso vio aparecer al fondo de la calle las luces temblorosas del expreso que barrían la franja de tierra. Alzó la valija y ahora se volvió por esta sola vez. Allí estaba la luz.
El expreso se detuvo temblando debajo del plátano cuya piel moteada se desvanecía en la neblina. Un postigo se abrió en una punta del almacén y adivinó el rostro pegado a los vidrios. Saludó hacia las sombras, porque no se veía más que eso, y sonrió sin ganas. Empuñó con decisión la valija y el paquete de huevos, pan con chicharrones y chorizos criollos que le preparó su madre y se zambulló dentro del coche. Mientras tanteaba los asientos vio que la lucecíta giraba bruscamente detrás de los vidrios, parpadeaba unos metros entre los bultos de las casas y luego se hundía en la tierra.
El paso a nivel, el molino de La Silvina, el puente del Salado, el campamento de Vialidad, el homo de ladrillos.
Acomodó la valija y el paquete y trató de dormir.


El Pedro saltó del puente y bajó por el terraplén en dirección a la villa Cartón arrastrando unas cuantas piedras.
Cuando vio los techos de chapa asfáltica desde el puente se detuvo un instante y pareció que iba a seguir de largo. Estuvo un rato allá arriba pensando alguna cosa y después bajó y mientras bajaba y el ruido y las voces de la villa crecían en su cabeza se iba diciendo, entiéndase, sin bronca y al final casi con alegría, se iba diciendo que aquel agujero era su verdadero lugar en la tierra.
Al pasar las vías se cruzó con algunos tipos del segundo turno de la Papelera y algo más allá con el Negro Monte que tiraba alegremente del carrito cargado con recortes de hojalata y botellas vacías. El Negro levantó su cabezota de animal y lo saludó a los gritos.
Atravesó la villa saludando a un lado y otro con la valija en la mano y el paquete de la vieja debajo del brazo. El rengo Correa estaba remendando el techo de la casilla mientras la vieja, dentro, gritaba como una condenada, que era su modo de hablar. Se oían varias radios a la vez y, por encima de todo, la voz de queso de Carlitos «Pueblo» Rolan que cantaba ese chiquichá Ahí viene la ambulancia.
«Cascote» se puso a ladrar apenas dobló la esquina. Le quitó la cadena y casi lo voltea de puro contento. Le tiró una patada sin intención y saludó a la Beba que había sacado la cabeza llena de ruleros por la ventana de al lado.
Dobló con cuidado la ropa y la metió en el cajón de embalar que usaba como ropero. Después se puso el mameluco y antes de salir contó el puñado de billetes ajados y grasientos que le quedaba encima. Tenía que tirar con eso toda la quincena. Bueno, por lo menos estaba al día con el crédito y ese fin de semana minga de joda. Tal vez podía conseguir una changa.
Volvió a cruzar las vías y trepó al terraplén. Apuró el paso, sin matarse, para alcanzar a los muchachos. Allí iban todos, el Aldo y el Beto y el Rulo, gritando y riendo en dirección a la mole oscura de la Papelera.


El cuento «Mi madre andaba en la luz» de Haroldo Conti fue publicado originalmente en 1975, dentro de la colección de cuentos La balada del álamo carolina

Haroldo Conti nació en 1925, en Chacabuco, Arg., y desde 1976 permance desaparecido.

Utopía de un hobre que está cansado

Jorge Luis Borges

«Llamola utopía, voz griega cuyo significado es no hay tal lugar»

Quevedo

No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de Emilio Oribe:

En medio de la pánica llanura interminable
Y cerca del Brasil,

que van creciendo y agrandándose.

El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta. Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielo raso una lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me indicó una de las sillas.

Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo.

-Por la ropa -me dijo-, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los pueblos y aún de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesan.

No dije nada y agregó:

-Si no te desagrada ver comer a otro ¿quieres acompañarme?

Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.

Atravesamos un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que todo era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una gran jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi anfitrión eran agudos y tenía algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver. No gesticulaba al hablar.

Me trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije:

-¿No te asombra mi súbita aparición?

-No -me replicó-, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a más tardar estarás mañana en tu casa.

La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme:

-Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya setenta años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos.

-Recuerdo haber leído sin desagrado -me contestó- dos cuentos fantásticos. Los Viajes del Capitán Lemuel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma Teológica. Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las precisiones inútiles. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.

-¿Y cómo se llamaba tu padre?

-No se llamaba.

En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras e indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico, que, sin embargo, solo se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los hombres del porvenir no solo eran más altos sino más diestros. Instintivamente miré los largos y finos dedos del hombre.

Este me dijo:

-Ahora vas a ver algo que nunca has visto.

Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que faltaban hojas y láminas.

No sin fatuidad repliqué:

-Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan preciosos.

Leí en voz alta el título.

El otro rió.

-Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios.

-En mi curioso ayer -contesté-, prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género.

Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades. De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas. Solo lo publicado era verdadero. Esse est percipi (ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni mayor quietud.

-¿Dinero? -repitió-. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce un oficio.

-Como los rabinos -le dije.

Pareció no entender y prosiguió.

-Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo.

-¿Un hijo? -pregunté.

-Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a lo nuestro.

Asentí.

-Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte.

-¿Se trata de una cita? -le pregunté.

-Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.

-¿Y la gran aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? -le dije.

-Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente admirables. Nunca pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.

Con una sonrisa agregó:

-Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.

-Así es -repliqué-. También se hablaba de sustancias químicas y de animales zoológicos.

El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa nieve y de luna.

Me atreví a preguntar:

-¿Todavía hay museos y bibliotecas?

-No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita.

-En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes.

Asintió sin una palabra. Inquirí:

-¿Qué sucedió con los gobiernos?

-Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen.

Cambió de tono y dijo:

-He construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles y estos enseres. He trabajado el campo, que otros cuya cara no he visto, trabajarán mejor que yo. Puedo mostrarte algunas cosas.

Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielo raso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma mano.

-Esta es mi obra -declaró.

Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerraba algo infinito.

-Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro -dijo con palabra tranquila. Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi en blanco.

-Están pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver.

Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido. Fue entonces cuando se oyeron los golpes.

Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o que los había igualado el tiempo. Mi anfitrión habló primero con la mujer.

-Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils?

-De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura.

-Esperemos que con mejor fortuna que su padre.

Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa.

La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté que el techo era a dos aguas.

A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una suerte de torre, coronada por una cúpula.

-Es el crematorio -dijo alguien-. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler.

El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja.

Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un ademán.

-La nieve seguirá -anunció la mujer.

En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.

FIN


El libro de arena, 1975

El inmortal

Jorge Luis Borges

      Solomon saith: There is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but remembrance; so Solomon given his sentence, that all novelty is but oblivion
                  Francis Bacon, Essays, lviii

         En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Iliada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Iliada halló este manuscrito.
         El original esta redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.

I

          Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
          Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la luna tenia el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venia del oriente. A unos pasos de mi, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está del otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.
          Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena, donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano; en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones barbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Deje el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.

II

         Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrazaba la sed. Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
          La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: Los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo
          No sé cuántos días y noches rodaron sobre mi. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar —yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma— mi primera detestada ración de carne de serpiente.
          La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idólatras en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el día.
          He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.
          En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mi. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un circulo de cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
          Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fabrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fabrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con mas horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras; la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, esta subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiandose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
          No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.

III

         Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos recordaran que un hombre de la tribu me siguió como un perro podía seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos que eran como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperandome. El sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de irracionales.
          La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea. Y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún mas extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.
          Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venia a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche: bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívidos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lagrimas. Argos, le grité, Argos.
          Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
          Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabia de la Odisea. La practica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
          Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.

IV

         Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo renombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos hacía que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fabrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.
          Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendemos; es fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
          Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente; pero ninguna determina el conjunto… Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabia que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Herálito. El pensamiento mas fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos… Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
          El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la mas honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo era un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer mas complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamas he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.
          Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.
          La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los lnmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós.

V

         Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1038 estuve en Kolozsvar y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Iliada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí e1 origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea[1]. Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo; cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí hasta el amanecer.
          …He revisado, al cabo de un año, estas páginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí de los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria… Creo, sin embargo, haber descubierto una razón más íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.
          La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catalogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de «una reprobación que era casi un remordimiento»; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capitulo las incluye; ahí esta escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alia: «En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia». Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son mas curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece las aventuras de Simbad, de otro Ulises. y descubra a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos[2].
          Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.

         Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el mas curioso, ya que no el mas urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien paginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de “la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus”. Denuncia, en el primer capitulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.
         A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; solo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.

A Cecilia Ingenieros

[1] Hay una tachadura en el manuscrito: quizá el nombre del puerto ha sido borrado.

[2] Ernesto Sábato sugiere que el “Giambattista” que discutió la formación de la llíada con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles.


«El inmortal» es parte del libro El Aleph, publicado en 1949, por Jorge Luis Borges(1899–1986).