Experiencia y formación en artes escénicas

Estudios en artes escénicas

 Clases de actuación con Cristina Lamothe. Mercedes, Bs. As. 2022 y 2023.
 Teatro-danza. Investigación y creación desde el movimiento, dirigido por José Ariel Roca Hurtado. Samaipata, Bolivia. 2019.
➢ Escuela Municipal de Teatro de Samaipata, a cargo de Lorenzo Ariel Muñoz. Docentes: Alejandro Bustamante, Ximena Huizi y Guido Wertheimer. Bolivia. 2018. Presentación de obra «Nuestra orquesta de las alturas» en el II Festilluno (Experiencia actoral).
➢ Dramaturgia, curso breve dirigido por Lorenzo Ariel Muñoz. Samaipata, Bol. 2018.
➢ Pantomima En Silencios, con Phillippe Bizot. Centro de la Cultura Plurinacional. Bol. 2017.
 Teatro Espontáneo, dirigido por Oscar Diego Leaño. Vértigo Teatro, Santa Cruz, Bol. 2016.
➢ Escuela Un camino hacia nuestro teatro, Teatro El Desnivel. Asignaturas: Cuerpo en Escena, a cargo de María Teresa Dal Pero (co-fundadora del Teatro de los Andes); Dramaturgia, con Percy Jiménez; Comedia del Arte y Movimiento, con Gabriel Argañaraz Sapia; Clown, con Víctor Stivelman; Voz teatral con Tero Escrivá de Romaní. La Paz, Bol. 2013.


Talleres de Clown (2016-2005)

➢ Francisco Burghi y Federico Rodríguez (Uruguay). Taller realizado en Santa Cruz, 2016.
➢ Gabriela Simón (Arg.-Esp.) y Virginia Diblasi. Seminario Al ritmo del juego, organizado por Tabla Roja Teatro, en el Centro Kinesfera, La Paz. 2013.
➢ Jaime Fajardo (Colombia). Taller intensivo de clown De regreso a lo simple, en el espacio Kinesfera, La Paz. 2013.
➢ Cristina Martí, Lila MontiMarina BarberaErika YnobJulia Muzio. Talleres realizados en Bs. As. desde 2005 a 2010.

EXPERIENCIA ACTORAL

  • Extra en publicidad para cerveza Michelob. Febrero 2024.
  • Realización del Podcast La Metáfora, junto a Ángel Rutigliano. 2023-2024.
  • Obra de teatro La Otra, del Ciclo Vertiente, escrita por Eliana Ramponi y dirigida por Cristina Lamothe. Participación con lecturas de poesía de Sharon Olds en las cuatro presentaciones realizadas en el Museo Míguez, Mercedes. 2022.
  • Obra de teatro Nuestra Orquesta de las Alturas (adaptación de Nuestra señora de las Nubes, de Arístides Vargas), dirigida por Lorenzo Ariel Muñoz (Bol.) y Guido Wertheimer (Arg.), junto a nueve coprotagonistas. Obra presentada en el XVII Encuentro Nacional de Teatro Seguimos en las Tablas, en Santa Cruz de la Sierra, y en el II Festilluno. Samaipata y Sata Cruz de la Sierra, 2018.
  • Obra de clown Los Lauchas. Dúo de clowns junto a Matías Cuellar, dirección de Alejandra Tineo. Presentada en el Almatroste Cafebrería. La Paz. 2013.

EXPERIENCIA DOCENTE EN CLOWN
Profesora del Seminario intensivo Descubre tu propio payaso, realizado en el Centro Cultural El Arsenal de Samaipata, de agosto a noviembre de 2017.
Profesora del Seminario intensivo de clown El cuerpo poético, brindado en Liberarte, Samaipata, de diciembre de 2016 a enero de 2017.Estudios de clown (2016-2005).

Otras habilidades y conocimientos adquiridos

  • Escritura de monólogos, escenas y guiones.
  • Aprendizaje en cursos de acrobacias, charleston, contact, cumbia, danza contemporánea y folclórica, flamenco, salsa, twerk, yoga y meditación.

Sobre formación y experiencia como docente de escritura, correctora y periodismo, ver aquí

La madre de Ernesto

de Abelardo Castillo

Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza —porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia— nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.

Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.

—¡No!

—Sí. Una mujer.

—¿De dónde la trajo?

Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos —porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias—, y luego, en voz baja, preguntó:

—¿Por dónde anda Ernesto?

En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar unas semanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:

—¿Qué tiene que ver Ernesto?

Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.

—¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?

Nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.

—Atorranta, ¿no?

Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.

—Si no fuera la madre…

No dijo más que eso.

Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.

—Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.

Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.

—Pero es la madre.

—La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.

—Y se los come.

—Claro que se los come. ¿Y entonces?

—Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.

Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:

—Se acuerdan cómo era.

Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.

—Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.

Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo —quién sabe— que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.

—No digas porquerías, querés —me dijo Aníbal.

Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.

—No se lo deben de haber prestado.

—A lo mejor se echó atrás.

Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:

—No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.

—¿Cómo será ahora?

—Quién… ¿la tipa?

Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.

—Esto es una asquerosidad, che.

—Tenés miedo —dije yo.

—Miedo no; otra cosa.

Me encogí de hombros.

—Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.

–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.

Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.

Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos. Preguntó:

—¿Y si nos echa?

Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.

—Es Julio —dijimos a dúo.

El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.

—Se la robé a mi viejo.

Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.

—Fumaba, ¿te acordás?

Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal: lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.

—¿Cuánto falta?

—Diez minutos.

Y los diez minutos volvieron a ser largos: pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.

Julio apretó el acelerador.

—Al fin de cuentas, es un castigo —tu voz, Aníbal, no era convincente—: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.

—¡Qué castigo ni castigo!

Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.

—¿Y si nos hace echar?

—¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!

A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:

—Llevalos arriba.

La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:

—A ver si nos sacan una muela.

Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.

—Como en misa —dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:

—¡Mirá si en una de esas sale el cura de adentro!

Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba dentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco. Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio preguntó:

—¿Quién pasa?

Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados —eso: separados— delante de ella. Me encogí de hombros.

—Qué sé yo. Cualquiera.

Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara, la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional: una sonrisa vagamente infame.

—¿Bueno?

Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió “bueno”, y era como una orden: una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.

—Voy yo —murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.

Alcanzó a dar dos pasos. nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con qué caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.

Cerrándose el deshabillé lo dijo.

Fin

*En 1999 la editorial Alfaguara hizo una encuesta entre escritores y críticos para que eligieran cuál era, en su opinión, el mejor cuento argentino del siglo XX. “La madre de Ernesto”, de Abelardo Castillo, quedó en la novena posición.

Ad Astra

Haroldo Conti*


(A Maruca Cirigliano, que me enseñó el camino del álamo carolina)

En el fondo, había soñado más de una vez con ese momento. El ascenso final, la multitud, el vuelo. Pero ahora, a punto de conseguirlo, en cierto modo ya conseguido, ¿qué había logrado con eso? Nada más que la absoluta certeza de su total soledad...
 


Fue a comienzos de la primavera, cuando cambian los vientos.
El viejo estaba sentado en el patio, frente a la casa, pensando vagamente en lo que iba a hacer ese verano. Tenía que arreglar el molino y después el galpón. Hubiera preferido empezar por el galpón, antes de que apretara el calor, pero el molino no podía esperar más tiempo. 
A pesar de todo la idea del verano lo alegraba. Posiblemente más la idea que el verano mismo. Ahora era el momento de la idea, cuando el camino estaba todavía húmedo por las últimas lluvias del invierno y ya los sauces comenzaban a verdear.
El viejo recostó la silla contra la pared de barro y encendió un cigarro.
Fue entonces cuando sucedió aquello.
Acababa de encender o estaba encendiendo todavía el cigarro cuando oyó el zumbido sobre la cabeza.
Justamente había dejado de soplar el Este de manera que lo oyó con toda claridad, como si brotara del cielo. Parecía acercarse desde el Oeste, es decir, desde atrás de la casa pero en el primer momento no vio nada. Sin embargo la vieja lo había oído también porque salió a la galería y miró al cielo. 
El viejo estaba por dar la vuelta a la casa cuando apareció en lo alto aquel gran pájaro que planeaba a siete u ocho metros del suelo en dirección al camino. La vieja gritó algo cuando pasaba sobre el galpón y él vio la sombra en el patio, negra, alada, rígida y a partir de la sombra tuvo como un presentimiento. 
Primero creyó que era un pájaro y después un barrilete y cuando desaparecía detrás de los pinos una fantasmal combinación de los dos con una cabeza de hombre en la punta.
Los pinos estaban pelados, de manera que siguió el planeo del pájaro a través de las copas como una gran sombra azotada por las ramas. El viejo calculó que iba a caer un poco más allá de la curva. Sin embargo, cuando todavía estaba dentro del campo, se empinó dos o tres metros y pareció que volvía a remontar el vuelo. Trepó en el aire limpiamente y quedó un instante colgado de las alas, más grandes y negras que nunca. Después hizo un volteo a la izquierda y comenzó a planear o más bien a caer, esta vez en dirección a la casa. Fue la segunda vez que entrevió el rostro, intensamente blanco contra las alas, y las manchas de las manos que golpeaban en el aire en el momento que arremetía contra el molino. Un metro antes, o menos todavía, el pájaro o lo que fuera se ladeó un poco, giró sobre sí mismo como un trompo y cayó a plomo sobre la huerta levantando una nubecita de polvo.
Para esto el viejo estaba corriendo hacia allí mientras el Titán ladraba como un condenado, atado a la cadena. 
En el momento en que saltaba el alambrado el tipo emergió entre las hileras de tomates y el viejo se paró en seco porque nunca en su vida había visto un tipo semejante, si es que era un tipo en definitiva. Parecía muy grande por el casco y las alas y esa especie de coraza que sujetaba el mecanismo pero el viejo, que estaba acostumbrado a apreciar la encarnadura de las aves de un solo vistazo, adivinó el cuerpo magro y pequeño debajo de todo aquel aparejo. Tenía un mameluco pegado al cuerpo, un par de botines muy livianos, de badana o de lona, un par de rodilleras y un casco con una almohadilla alrededor, posiblemente de corcho.
Usaba unos anteojos redondos y relucientes sujetos a la cabeza por una cinta que unía las patillas. Pero lo más notable era esa especie de coraza con el peto de aluminio y el espaldar de cuero sujetos con hebillas y correas que, pasando entre las piernas y bajo los brazos amarraban al cuerpo aquellas alas de tela encerada, una de las cuales arrastraba por el suelo y la otra tenía la punta quebrada hacia arriba como una navaja a medio abrir.
Cuando vio al viejo el tipo vaciló un instante. Estaba cubierto de polvo y de sangre pero trató de sonreír. Parecía preocupado por los tomates. Después echó a andar hacia el alambrado de una manera lenta y complicada. Al caminar producía un ruido como de resortes.
El motivo de que caminara tan lenta y complicadamente era un trozo de tela envarillada que unía las dos piernas y que a cierta altura hacía el efecto de una verdadera cola.
Aparte de eso, el hombre debía de tener algún hueso roto por lo menos. En mitad del alambrado se detuvo, se asió de un poste y volvió a sonreír. El brillo de los anteojos, como dos espejuelos, le daba un aspecto todavía más irreal. Así sonriendo se desprendió del poste y trató de caminar hacia el viejo. Pero apenas pudo alargar los brazos cayó redondo.
El viejo ensilló el ruano y enganchó el charret. Después entre él y la vieja metieron al tipo en la caja, con alas y todo. Y partieron en la última luz de la tarde con el Este que había vuelto a soplar. 
El tipo se quejaba de tanto en tanto y hacía aquel ruido de resortes al volverse pero en general parecía muerto. El viejo lo espiaba de vez en cuando pero no podía soportar aquellos ojos como dos espejitos. Entraron en el pueblo de noche, de manera que nadie reparó en el par de alas que sobresalían de la caja.
El doctor Arce escuchó al viejo cambiando el cigarro de una punta a otra de la boca y después se hizo repetir la historia pero igual no entendió nada. Por fin tomó una linterna y subió al charret resoplando como un toro en celo. Examinó al tipo con detenimiento pero no pareció sorprendido. Se rascó la nuca, lo cual en él no era un signo especial de nada, y dijo simplemente:
—¡Aja! Homo volans.
Lo bajaron del charret, lo transportaron entre resoplidos y quejidos a través de un nebuloso pasillo, orientados por una lamparita de neón, y lo acomodaron en una sala con olor a botica.

Arce se quitó el saco, se arremangó la camisa con lentitud y sin abandonar el cigarro comenzó a despojar al tipo de aquellos arreos tan novedosos.

El viejo lo ayudó con la coraza y las alas. Además de las hebillas y correas había toda una serie de resortes que encajaban en las nervaduras y que no había advertido la primera vez. El ruido provenía de ahí seguramente, aunque no era un ruido exclusivo de resortes sino algo más complicado y misterioso.

Por último Arce le quitó el casco y los anteojos. Entonces permaneció un rato pensativo, sobándose la nuca. Después se inclinó sobre el tipo con la linterna en la mano, cambió de punta el cigarro y dijo:
—Argimón.

Era como una mancha de dolor, más y más oscura, más y más densa. Un plancton. Una nube.
Pero cuando naufragaba por entero en ella, cuando era nada más que ella y un lejano borde adormecido, irreconocible que invocaba su nombre, Argimón, el nuevo, el desconocido, el unívoco Basilio Argimón brotaba de pronto en medio de aquella mancha y ascendía en espiral hacia su solitaria plenitud. Oía los cuchicheos alrededor de su cama, una voz que erraba por la pieza, los pasos que transportaban esa voz, la sirena del molino muy alta, más bajo, navegando en un aire distinto, el vuelo pautado de las campanas a la hora del Ángelus. Algún rostro se asomaba a sus ojos como a un pozo. Y antes y después ese punzante silencio que lo consumía como un fuego invisible. Pero aquel cuerpo enjuto y maltrecho, piadosamente burlado y condolido, no era el verdadero Basilio Argimón. Los días y los años lo habían usado para transportar al verdadero y lanzarlo después por los aires, donde planeaba invencible. Así, en ese momento, suspendido entre el cielo y la tierra estaba él. Todo lo demás había sido un tanteo, un errar y vagar por la tierra, entre los hombres, remedando al ángel y al hombre. Hasta que Basilio Argimón tomó el impulso necesario y saltó. Su mísero cuerpo yacía allá abajo, pero Basilio Argimón era ese momento… El Este soplaba profundo, parejo. Él entró en la corriente y hubo un instante de vacilación. Pero después las alas cavaron profundo en el aire y entonces la verdad del Ángel lo golpeó con fuerza. ¡Podía volar! Estaba hecho, armado y creado para volar. Era una verdad solitaria que los hombres tardarían en comprender. Pero era la Verdad.

Lo que sobrevino después carecía de importancia, era la parte del hombre que quedaba en él, la parte terrestre que había que consumir y absorber en el Ángel. Esa parte, nada más que esa fue la que se precipitó desde lo alto. 

Mientras caía, y al mismo tiempo caía y se hundía en esa mancha de dolor, alcanzaba a ver en una sucesión de imágenes cada vez más borrosas el techo de zinc, el rostro azorado de un viejo, la hilera de pinos descarnados, el camino húmedo que a lo lejos penetraba en la noche, el perfil siniestro del molino. Después las imágenes se quebraban, se ennegrecían…

Abandonó la casa del doctor Arce un mes después. La gente parecía haber olvidado el asunto. Sucedía en realidad que como todo asunto, por descabellado que fuese, lo había recortado, absorbido y clasificado de manera que le permitiese sobrevivir. En el primer momento les sorprendió o les turbó el hecho de que Basilio Argimón quisiera volar. Tal vez si hubiese sido otro, el múltiple e ingenioso Plunkett, por ejemplo, que había ideado un telégrafo pantográfico y un Belén mecanizado y que algunos años antes, en pleno apogeo del unto “Paoloni”, provocó una verdadera revolución con el empleo del colodión en los injertos y la multiplicación de las plantas por gajos, nadie se habría sorprendido en el verdadero y legítimo sentido de la palabra. En definitiva, lo inesperado no estaba tanto en el hecho de que un tipo cualquiera se hubiese propuesto volar y aun de que volase, sino en que lo hubiese intentado Argimón. 

Naturalmente, hubo una resuelta aunque confusa discusión del asunto en el Bar Japonés.

Plunkett, que en el Belén mecanizado había introducido precisamente un ángel volador, sostenía con algún probable fundamento la imposibilidad del vuelo humano sobre la base de una imitación de las condiciones mecánicas del vuelo animal. El maestro Marsiletti, director del “Conservatorio Pergolese”, sostenía en cambio, con alguna exaltación, que aquél era el intento de un visionario, un creador, y que si no fuese por el daño que le producían las corrientes de aire habría saltado desde lo alto del molino provisto de aquel artificio. Remontándose luego a consideraciones más vagas y genéricas aludió a la soledad del creador y al sendero riscoso y empinado del artista para desembocar por el «margaritas ante porcos» en el previsible tema del «plano superior» y la Aventura del Espíritu. Hablaba por experiencia propia, cosa que no dijo pero que se sobreentendía por el tono y contenido del discurso. 
El Club de Arte, el coro parroquial, la banda del Patronato y, en pliegues más escondidos del pasado, aquella tiernísima romanza que había compuesto en horas de desvelo para el cincuentenario del Club Social o el motete para la festividad de San Isidro Labrador, patrono del pueblo, eran otras tantas perlas arrojadas a los cerdos.

Plunkett vociferó que no tenía nada que ver una cosa con otra y que en todo caso el más autorizado para opinar sobre el asunto era un creador de la misma condición y especie que Argimón, concedido que lo fuera.

El maestro Marsiletti lo miró desde arriba, porque se había puesto de pie, y con un ligero temblor de los mechones de pelo que le brotaban en la nuca proclamó que una cosa era el genio creador y otra bien distinta el ingenio acumulativo.

Plunkett no entendió muy bien lo que quiso decir pero de todas maneras se consideró ultrajado y abandonó el salón en forma estrepitosa perseguido por la voz tonante del maestro Marsiletti, que recién se calmó cuando tuvo que pagar la consumición. 

Una nota en El lmparcial, en la que se advertía el humor estreñido de Plunkett, ampliaba o más bien complicaba el tema de los vuelos con un pretencioso comentario al «De motu animalium» de Juan Alfonso Borelli, pero aparte del título (Actualidad) no había una referencia precisa al vuelo de Argimón.

El maestro Marsiletti respondió una semana después con otra nota igualmente oblicua sobre “Le triomphe d’lcare” donde en definitiva se desatendía de la música para atender al símbolo, atribuyendo al autor una intención que posiblemente no tuvo, sobre todo si se sugieren las implicancias mecánicas del asunto, y a la intención un aliento profético del que en todo caso estaba desprovista.

Y eso fue todo.

Un mes después Argimón abandonaba la casa de Arce cubierto con un impermeable por debajo del cual asomaban las perneras del mameluco y el par de botines de badana.

Medina, el cartero, lo saludó con un brazo en alto como todas las veces que lo veía.

El turco Palatides, que en realidad era griego pero la gente prefería decirle turco, hizo un movimiento impreciso con la cabeza y tal vez sonrió o comentó algo hacia el interior de la tienda.

Los pinos de la plaza habían florecido y la tribuna de la banda estaba cubierta de glicinas. Un tordo músico, que reconoció a la distancia por su familiaridad con los pájaros, planeó sobre su cabeza entre la pérgola y el «macrocarpus». El corazón le dio un vuelco. Sonrió al pájaro y apresuró el paso.

La vereda del Japonés estaba cubierta de mesas con algunos tipos que leían los diarios y otros, como Plunkett, que charlaban en forma somnolienta. Cuando pasó frente a ellos, por la otra vereda, Plunkett calló y el grupo lo siguió con la vista. 

Argimón habría preferido pasar inadvertido pero desde ahora tendría que acostumbrarse a esas miradas recelosas, a aquel silencio repentino.

El pasto frente a la casa había crecido a la altura de la cerca y los racimos azules de la glicina colgaban de los aleros como farolitos venecianos. Posó una mano sobre la cerca y contempló la casa un buen rato antes de decidirse a entrar. ¿Qué habría sido de él sin aquella casa? Todos esos años, esos largos años silenciosos detrás del Ángel probando y tanteando como un ciego, andando y desandando mil veces el mismo camino, unas al borde de la revelación, otras al borde del llanto, todos esos años, ¡Dios!, estaban ahí metidos, detrás de esa puerta que un día traspuso con un par de alas bajo el brazo. 

Saltó la cerca y cruzó el jardín pateando el pasto con decisión.


Al abrir la puerta halló sobre el piso dos ejemplares del Amigo de las Ciencias y uno de La Razón Católica. Este último lo había deslizado el maestro Marsiletti con una tarjeta que señalaba la página correspondiente a la sección científica en la que destacaba con un trazo rojo dos notas de actualidad: una sobre la fundación en París de una comisión permanente para la práctica de la navegación aérea y otra sobre un nuevo instrumento músico, el sinfonista, que sobre la base del harmonium u órgano expresivo había logrado construir el abate Guichené, «un simple cura de campo, que lo ideó a fuerza de perseverancia y de trabajo, ayudado sin duda por la Providencia» (doble subrayado).

Seguramente en la feliz coincidencia de una nota aérea y otra musical el maestro Marsiletti creía advertir una coincidencia de índole superior que destacaba con mano segura en la tarjeta que señalaba la página:


«Ad maiora nati sumus. Suyo, Marsiletti.»

Argimón leyó todo aquello después de encender la cocina económica y mientras esperaba que hirviese una pava con agua. Luego con movimientos minuciosos preparó el té, se sirvió una taza y volvió a leer la primera nota, la tarjeta, un artículo del Amigo de las Ciencias sobre los meteoros coloreados observados en París durante los últimos quince años y otra vez la tarjeta del maestro. Después de todo no estaba solo.

Aquí y allá, en éste y en otros tiempos, había, hubo siempre algún solitario ejemplar de esa reducida pero inextinguible raza de soñadores que son la sal del mundo y a la cual pertenecen en grado heroico los hombres voladores.

Volvió la tarjeta al ejemplar de La Razón Católica y con la taza de té en una mano y todos aquellos mensajes y anuncios del mundo exterior en la otra trepó a la buhardilla donde habitaba el verdadero Basilio Argimón.

Un rayo de sol penetraba a través de los vidrios polvorientos. Argimón paseó una mirada cansada pero cariñosa sobre cada uno de los mudos objetos que habían esperado por él todo ese largo mes. La gran mesa de bordes gastados y roídos, la lámpara Miller con la pantalla de opalina que parecía flotar en la penumbra como un globo, los rollos de planos, la caja de compases, el banco de carpintero, la prensa, el barómetro de cubeta, el dirigible Giffard que había construido en escala reducida y que colgaba de un travesaño del techo, los múltiples y complicados armazones de alas que crujían al menor soplo de viento, el esqueleto de paloma montado con alambres, el brasero, el caballete, los libros, el higrómetro con el fraile en el antepecho de la ventana, la calandria, el zorzal y el benteveo embalsamados, la mecedora que había heredado de su madre y en la cual leía o pensaba y por último dormitaba cuando el ángel del sueño le daba alcance en la madrugada.

 Mientras se quitaba el impermeable examinó con aire crítico el plano cubierto de signos, trazos y borrones desplegados sobre una de las paredes. Correspondía al último par de alas, es decir, a aquellas con las cuales se precipitó desde lo alto y de las que había sido despojado por el doctor Arce.

Luego abrió la ventana. El patio del fondo estaba igualmente cubierto de pasto y el aromo de intensos botones amarillos. La dama de noche, por su parte, había cubierto el tapial. Detrás del tapial la tierra se empinaba en una loma de un verde oscuro, metálico. Detrás de la loma el cielo.

Estaba por volverse cuando sintió un golpeteo de alas en lo alto del aromo. Argimón orientó hacia allí los espejuelos que le ocultaban los ojos y silbó tres notas breves, primero en un tono y luego en otro más grave.

Hubo un instante de silencio. Después vibró en el aire, desde la punta del árbol, un trino repetido, acelerado, ubicuo, como salpicaduras de cristal brotadas en la cresta de la tarde.

Argimón buscó entre los libros, entre los rollos de papel, con sus movimientos minuciosos y distraídos, sobre el banco de carpintero, detrás del caballete, intercambiando silbidos con el pájaro invisible, entre los armazones de alas, detrás de la prensa hasta que halló la caja de lata y extrajo un puñado de alpiste que colocó sobre el plato de aluminio, en la ventana.

El trino descendió entonces desde lo alto, balanceándose. ¡Chuc!, aquí, ¡Crik!, allá. Hasta que por fin apareció en la punta de la rama más próxima un mirlo macho.

Argimón sonrió blandamente.
—Plumito, plumito, plum, plunito…
El pájaro ladeó la cabeza y lo miró con uno de sus negros ojos relucientes.
—Olito, plunito, plum, plumito… Luego saltó hacia el borde del plato, cerca de la mano de Argimón.
—Plito, plunito, plum…
La voz se empequeñeció.
—¿Y tus amigos? —preguntó en un susurro—. ¿Dónde están tus amigos?, ¿eh, Plumito…?
Y volvió a repetir la cantinela plumito, plunito, plum, mientras observaba otra vez el plano. Se quitó los anteojos, los sopló y los frotó.

Luego tomó una gran hoja de papel y la fijó en la pared, sobre el plano, extrajo un lápiz del cacharro de lápices y lapiceros que tenía sobre la mesa, ejecutó unos trazos en el aire, acarició la hoja y, después de meditar un instante, comenzó a trazar el afilado perfil de una enorme ala.
 
 
Argimón trabajó toda esa primavera en el nuevo modelo. Era un diseño enteramente distinto que echaba por tierra todos los moldes y proyectos antiguos. Lo había concebido en el momento mismo que planeaba por el aire en dirección al camino, un poco antes de precipitarse sobre la huerta. Después había madurado dentro de él todo ese largo mes, no en forma expresa sino por modo velado, en la penumbra del alma. Por eso tal vez cuando aferró el lápiz y vaciló un instante frente a la hoja de papel las ideas se le atropellaron en la cabeza y a partir de entonces fue como si lo consumiera una fiebre interior.

Trabajó sin descanso y casi sin fatiga, insensible al tiempo, el alma en vilo, los ojos cegados para el mundo, los oídos vueltos para adentro. Unas veces en la madrugada, otras con la primera claridad del día llegaba el ángel del sueño y le velaba los ojos.

Pero bien pronto Plumito o la brisa del Este o a más tardar las campanas de la iglesia de San Isidro Labrador lo arrancaban de la mecedora. Se alisaba el cabello, reponía el alpiste, frotaba lenta y minuciosamente los anteojos y, de pronto, se abalanzaba sobre la mesa poseído de nuevo por aquella fiebre.

Había descartado por entero la coraza reduciendo en forma notable las correas, hebillas y resortes. Pero la novedad no estaba en la mera reducción o simplificación sino en el diseño del conjunto, en esencia distinto. Ya no se trataba de un par de alas adheridas o sujetas a un espaldar de cuero. Todo ese pesado y torpe mecanismo había sido reemplazado por uno totalmente unitario, un ala única, mucho más amplia que la anterior, que ceñía al aeronauta como una falda o pantalla de manera que, introduciendo el cuerpo a través de una abertura, emergían el busto y los brazos por el plano superior. La cola quedaba igualmente descartada o, mejor, incorporada a aquella ala única, en forma de bandeja, como dos pequeños bastidores, uno en cada extremo del borde posterior.

Argimón decidió esta vez emplear nervaduras de fresno sometiendo la madera a un proceso previo de elastización mediante el empleo de grasas y resinas hirvientes. El arqueo y secado de la madera le llevó un tiempo considerable, parte del cual debió permanecer inactivo consumido por aquella fiebre. En esos días cortó el pasto, que había alcanzado la altura de un hombre, preparó varias cajas para Plumito y sus compañeros y terminó de restaurar el par de arcángeles de yeso que custodiaban el altar mayor de la iglesia parroquial.

El verano anterior había reparado un San Juan Bautista con el brazo derecho partido y la nariz tronchada y un ángel con cítara suspendido en el frontón del altar de Santa Lucía, además del borde del platillo que sostenía los ojos de la santa y dos dedos de la mano derecha, que es siempre la más expuesta porque generalmente se representa en actitud de bendecir.

El trabajo con ángeles y aun con arcángeles le resultaba bastante entretenido, por razones que se comprenden, aunque aquella concepción primaria del asunto ofendía las leyes más elementales del vuelo científico. 

En una de sus idas y venidas tropezó un buen día con el maestro Marsiletti que, torvo y reconcentrado, trotaba por la plaza San Martín. Fue verlo y abalanzarse sobre él con los brazos en alto y los largos mechones de pelo que flotaban «qual piuma al vento». Lo estrujó y lo palpó con resuelto entusiasmo aunque, como siempre, parecía algo absorto y perplejo, como si una nube le velara las cosas. Tomóle luego del brazo y hablando de cosas imprecisas pero resonantes pasaron frente al Bar Japonés. No se tocó el tema de los vuelos, ni tema concreto ninguno, pero de todas maneras Argimón sintió esa entrañable corriente que fluía entre él y el viejo, esos lazos y parentescos espirituales, esa santa hermandad «in música atque in aere».

El maestro se despidió frente a la farmacia Marino con la promesa de hacerle llegar un nuevo ejemplar de La Razón Católica en el que se exponían los resultados y conclusiones del estudio del padre Secchi sobre los anillos de Saturno y una nota de probable interés sobre galvanoplástica.

Una vez que las maderas estuvieron a punto, Argimón volvió a encerrarse en la buhardilla sin otra compañía que la de Plumito, una pareja de tordos, una calandria, un pechito colorado, una recelosa y mudable urraca y un número variable de pájaros forasteros.

El armado del nuevo modelo, con sus formas elaboradas, suponía ciertos refinamientos técnicos. Aparte de la disposición general, que exigía un ajuste y equilibrio perfectos, había algo más sutil e inadvertido que representaba el verdadero y profundo cambio. En pocas palabras, la idea, la idea que le golpeaba la cabeza (primero un pálpito, después una forma confusa, después el sesgo, la perspectiva, por fin el claro golpe de luz), consistía en obtener mediante aquel singular diseño una mayor velocidad de las moléculas de aire en la parte superior de las alas aumentando, en consecuencia, por el principio de la conservación de la energía, la presión sobre la parte inferior. Es decir, la diferencia de presiones tenía que generar por fuerza un impulso hacia arriba, el impulso que elevándolo por los aires lo despojaría por fin de ese último lastre o residuo terrestre que le impedía sostenerse en la altura. 

Eso en teoría.

En la práctica, Argimón debió construir una serie de plantillas al calibre sobre las que más tarde torció, arqueó y encoló las varas de fresno, midiendo y cotejando cada movimiento de la madera con toda clase de compases: de espesor, de calibre, de corredera, de proporciones.

Estaba en esto una tarde cuando sintió un rumor distinto que provenía del patio del fondo. Plumito brincó de la ventana al aromo. Argimón se asomó al patio, pero no advirtió nada en el primer momento. 
Sin embargo, algo después se repitió el rumor e inclusive pudo identificarlo. Era en la dama de noche, sobre el tapial. Volvió a asomarse y efectivamente sobre el tapial, entre las oscuras hojas de la dama de noche, emergían dos cabezas de muchachos.

Se miraron, inmóviles.

Argimón sonrió por fin aunque tal vez debieron ser ellos los que se mostraron cordiales. Después sopló y frotó los anteojos y volvió a su trabajo.

Cuando se asomó una hora después no sólo las cabezas estaban todavía allí sino el resto del cuerpo. Habían trepado al tapial y, uno sentado y el otro de pie, relojeaban hacia la ventana.

Argimón decidió ignorarlos esta vez. Cargó alpiste en el plato, repasó los anteojos y canturreando por lo bajo se apartó de la ventana.

Sólo una vez, antes del oscurecer, espió desde atrás de un postigo. Se habían ido.

Al día siguiente los vio en la parte de adelante, junto a la cerca, y dos días después aparecieron encaramados en lo alto del aromo. 

Esto ya era demasiado. Argimón se armó de valor y asomándose por la ventana preguntó qué diablos hacían allí. Eso en resumen, porque en realidad lo que se dijo fue así:
— ¿Cuál es tu nombre? (al de la derecha).
—José.
— ¡Aja! Pepito… ¿Y el tuyo? (al de la izquierda).
—Marcelo.
—Marcelo… Es un lindo nombre… Marcelo, Marcelino, Marcelito.
—Marcelo.
—Bueno, ¿y qué hacen allí, si se puede saber?
José: —Queremos verte volar.
Pausa.
Argimón (frotando los anteojos, en un tono leve): 
—¿De dónde sacaron eso?
Marcelo: —Nosotros lo sabemos.
Argimón (tontamente): —¡ Ah! conque ustedes lo saben…
(risa de falsete).
José (señalando el ala): —¿Qué es eso?
Argimón (señalando el caballete): —Pues qué es esto…
José (señalando el ala): —No, eso.
Argimón (sin señalar nada): —Una sinfonista.
José: —No, es un ala. Y no digas más tonterías.

Argimón pensó que tarde o temprano, más bien temprano, iban a terminar por cansarse. Pero dos semanas después, cuando estaba por comenzar con el entelado, seguían sobre el aromo observándolo todo con una expresión seria y reconcentrada. De manera que decidió capitular. Mientras echaba un puñado de alpiste en el plato y a propósito de una observación sobre el tiempo o los pájaros o los aromos, les sugirió que podían subir a la buhardilla, siempre y cuando…
El siempre y cuando cayeron en el vacío porque todavía estaba blandiendo un dedo admonitor cuando los dos muchachos irrumpieron en la buhardilla.

Argimón se volvió lentamente, los examinó en silencio y después de acomodarse los anteojos se puso a encender el farol.


Fue así como a partir de aquella tarde los discípulos Marcelo y José entraron en cierto modo al servicio del maestro de vuelo Basilio Argimón, ocupándose desde aquel momento en los menesteres simples y comunes, tales como ordenar el cuarto, servir el té, cargar el alpiste, alcanzar una herramienta, sostener el balde de cola o desplegar alguno de esos raros y manoseados planos que el maestro consultaba a menudo.

En noviembre terminaron con el entelado y el día de Todos los Santos Argimón efectuó una prueba de viento.

Hubo que reemplazar un bastidor y armar todo el arreo de acoplamiento, pero de cualquier forma el aparato estuvo listo para fines de diciembre. Argimón dio a entender que faltaba esto o aquello, pero la verdad que estaba listo y que lo único que quedaba por hacer era echarse a volar.

Una madrugada Basilio Argimón cargó el ala sobre un remolque que había construido con las ruedas de una segadora, metió el traje de vuelo en una bolsa y marchó en las penumbras hacia la gran aventura.
 
Había decidido enfrentar aquella prueba sin complicar a los discípulos, ni al maestro Marsiletti. Solo había emprendido aquel camino, solo debía concluirlo. Por lo demás, toda compañía resultaba aparente en esta clase de empresa solitaria. 

Apagó el farol de tormenta, echó una última mirada a la casa y partió.

El campo escogido para la prueba era un terreno elevado, del otro lado del pueblo, con los parapetos y barrancones donde el otro tiempo funcionaba el polígono de tiro. Atravesando el pueblo quedaba a poco más de media hora, pero Argimón prefería dar un rodeo por razones que se comprenden. De manera que al llegar a la esquina viró a un lado y se internó en las sombras.

Hacia el Este la noche se agrietaba en largas hendeduras de una luz blanquecina. 

Las últimas casas, los primeros árboles parecían flotar a ras del suelo, chatos y desprovistos de sombra.

Aquel momento, la noche de un lado, el día del otro y él, Argimón, trotando entre los dos, le producía un extraño regocijo, un plácido y sereno contento. 

En alas de ese contento trotaba, pues, con largos y resueltos pasos cuando, de pronto, dos sombras harto familiares surgieron ante él al extremo de una calle. 

Argimón se detuvo en seco con un crujido de ruedas y maderas. Maestro y discípulos se miraron en silencio con torvas e inseguras miradas.

Aquello era un atropello, un verdadero abuso —se quitó y frotó los lentes—, en cierto modo un atraco. No dijo nada de esto, naturalmente, pero ya era bastante con que se le ocurriera. Marcelo parecía confuso, aunque tal vez simplemente estaba dormido, pero José tenía un gesto adusto, desafiante. ¡Era el colmo! Esto sí que lo dijo, pero sin signos de admiración.
—Es el colmo…
—Nos has abandonado —dijo entonces José.
Y se produjo un gran silencio.

Permanecieron en aquel silencio hasta que una ráfaga de viento agitó el ala y las tres cabezas a un mismo tiempo se volvieron hacia el Este. Entonces el maestro hizo un ademán invitante, los discípulos empuñaron la vara del remolque y los tres trotaron en dirección a la mañana. 
 
Llegaron al polígono cuando ya había amanecido. El viento soplaba ahora parejo desde el Este, golpeando de lleno contra los parapetos.

Ante todo, Argimón clavó una estaca en tierra e izó un pequeño globo. Después sacó de la bolsa el traje de vuelo y procedió a vestirse con segura minuciosidad.

Primero se calzó el mameluco ajustando los extremos de mangas y perneras con unas tiras de género. Luego se aseguró los anteojos, reemplazando esta vez las patillas con un par de cordones de zapatos. Esto le llevó su tiempo. Por último, sentándose en tierra, se calzó el par de rodilleras y, nuevamente de pie, el casco de cuero con los protectores de corcho.

Terminado el arreo, flexionó las piernas y los brazos y giró la cabeza a uno y otro lado para asegurarse de que todo se mantenía en su lugar. 

En ese momento comenzaron a sonar las campanas de la iglesia llamando a la primera misa. Ahora sonaban bajo porque ellos estaban por encima de la torre y además sonaban muy lejos porque el viento empujaba el tañido hacia el Oeste.

Argimón había escogido el segundo parapeto porque tenía el terraplén más parejo y posiblemente más largo. Antes de ajustarse el ala trepó hasta lo alto con el globo y lo izó allí para estudiar el movimiento del aire. Estuvo un buen rato en eso y parecía ver cosas que sólo él era capaz de advertir.

De vuelta abajo, tomó impulso y volvió a trepar la loma, esta vez a la carrera. Corría a grandes saltos, estirando las piernas todo lo posible y con los brazos abiertos como si sostuviera un par de alas invisibles. Esto mismo entusiasmó a los muchachos.


Cuando bajó parecía satisfecho. No dijo nada, pero sonrió a cada uno de ellos y les zamarreó la cabeza.

Tocábale el turno al ala. Con grandes cuidados la quitaron del remolque y la depositaron en tierra. Entonces Argimón se introdujo en la abertura del medio y los muchachos, tomándola de las puntas, la alzaron hasta que le quedó a la altura del pecho.

Siguiendo luego las instrucciones del maestro le ayudaron a sujetar cada una de las hebillas y correas del sistema de acoplamiento.

Cuando terminaron con todo, Argimón, que parecía ahora un verdadero pájaro, ejecutó una serie de saltos y flexiones destinados a probar el ajuste del conjunto. Tras esto, y como prueba final, comenzó a correr en círculos a grandes y flexibles trancos. 

En una de las vueltas ellos alcanzaron a ver que sonreía. Es que había sentido, todavía en tierra, la suave embestida del aire, el hueco y la caladura del ala, el blando impulso hacia arriba…

Había llegado el momento. Argimón estaba al pie de la loma. Observaba el globo. Se volvió y sonrió a los muchachos. Luego clavó la mirada en lo alto y echó a correr. Ellos corrieron también. Corrían y gritaban trepando la loma. El gran pájaro marchaba adelante, a los saltos, en el viento. Sentían agitarse y vibrar el ala y las pisadas cada vez más espaciadas de Argimón. 

Por fin, en el último salto, con un temblor arrebatado, se lanzó al vacío.

Primero trepó hacia arriba en un medio giro. Luego, después de un instante de inmovilidad, cuando parecía que iba a precipitarse a tierra, calzó en la corriente con un ligero cabeceo de resistencia. Y entonces Argimón se elevó por los aires. Lenta y majestuosamente Basilio Argimón se elevó por los aires, remontándose sobre amplias ondas invisibles hacia el Este.

Ellos manotearon y gritaron desde lo alto del parapeto sin poder seguirlo. Hasta que el gran pájaro ladeó las alas, giró delicadamente y a favor del viento pasó muy alto sobre sus cabezas.

—¡Argimón!, ¡Argimón! —gritaron ellos corriendo detrás de su sombra en el suelo.

Pero Basilio Argimón no podía oír nada más que el zumbido del viento. 
 
La noticia corrió por el pueblo como un reguero de pólvora. No sólo los dos muchachos habían sido testigos del vuelo. Estaban también un chacarero de Warnes y un viajante y, lo que al parecer resultaba más categórico, el propio doctor Arce, que volvía en el sulky de atender a un enfermo y lo siguió desde el camino blandiendo el látigo y mascando el cigarro.

Argimón aterrizó en el baldío detrás de su propia casa, de manera que cuando la mitad del pueblo llegó hasta allí ya se había despojado de sus alas y apareció en la puerta con el mismo aspecto de insignificante que tenía siempre.

El maestro Marsiletti casi estalla de entusiasmo. Bastón, galera, chaleco y esclavina encabezó una bulliciosa manifestación desde la tribuna de la banda, en la plaza, hasta la casa de Argimón, pasando naturalmente frente al Bar Japonés detrás de cuyos vidrios flotaron algunos rostros borrosos. En resumen, fue un día de gloria.

Acallado el primer entusiasmo, el grupo Plunkett pasó a la ofensiva una semana después. El chacarero no sólo pretendía haber visto a un hombre volando sino almas en pena, gente aparecida y luces malas. Para más datos, se trataba del loco Seretti, que se pasaba el día sobre el techo de chapas de su rancho y que, por llamativa coincidencia, había sido el único del pueblo de Warnes que pretendía haber visto al maestro de vuelo cuando planeaba sobre el camino entre Bragado y Chacabuco, a la altura del puente del Salado, lugar reconocidamente propicio para toda clase de visiones y apariciones. El viajante había desaparecido. Los muchachos, aparte de ser unos mocosos, estaban influidos por el propio Argimón. Quedaba en pie el doctor Arce, metafóricamente hablando desde luego, porque en la vida real más de una vez no podía sostenerse sobre sus extremidades. Las inferiores, se entiende, ironía en la que se advierte el estilo amañado de Plunkett. 

El maestro Marsiletti contraatacó en forma breve y concisa. Proponía que el 12 de enero, aniversario de la Sociedad Unión y Benevolencia, el vecino Basilio Argimón ejecutara un vuelo de prueba lanzándose desde lo alto del molino Río de la Plata en presencia del cura, el intendente y el comisario, como así del resto de las personas de Chacabuco que merecían plena y debida fe.

Hubo dudas, vacilaciones, y por fin apuestas. El señor Atibo Maroni se comprometió a impresionar una placa fotográfica que documentara el episodio utilizando al efecto un aparato provisto con el moderno obturador de cortina. 

Argimón, que a todo esto no había abierto la boca ni abandonado la buhardilla, ocupado como estaba en introducir ciertas mejoras al sistema de timones, observó que no podía fijarse un día preciso de manera tan categórica por cuanto había que tomar en cuenta las condiciones del tiempo y en especial las del viento. 

Estaba muy flaco y amarillo y mientras hablaba efectuaba apretadas anotaciones sobre un plano colgado en la pared. 

Plunkett se frotó las manos y exclamó, atragantándose de furia, que aquello no era más que una excusa. 

Después de una serie de idas y venidas el maestro Marsiletti, que volvía a quedarse solo, anunció con menos entusiasmo que, antes o después del 12 de enero, no hacía caso de fechas, Basilio Argimón treparía a lo alto del molino y desde allí se lanzaría al espacio. Podía jurarlo si eso ayudaba en algo. 
 
No sólo pasó el 12 de enero. Inclusive pasó el verano y Basilio Argimón no daba señales de vida. 

La mitad de la gente lo había olvidado cuando un buen día, el tercer domingo de abril, festividad de San Benito Labre, para ser precisos, el grupito de charlatanes del Bar Japonés sintió un rumor al fondo de la calle y algo después vio aparecer a aquel fantástico personaje con un mameluco negro, un par de rodilleras y un casco de cuero. 

Plunkett se levantó de un salto, pálido de ira.

—¡Argimón!

Efectivamente, era Argimón, aunque costase un poco reconocerlo. Detrás, sobre un remolque, venía aquella especie de ala o barrilete que la mayor parte conocía por referencias.

Uno de los muchachos tiraba de la vara y el otro traía un globo sujeto con un piolín.

¡Había llegado el día!

El señor Atilio Maroni corrió por la máquina y el maestro Marsiletti alcanzó al grupo cuando llegaba al molino, cerca del hotel Unión. 

Primero subieron el ala. Después treparon los muchachos y por último ascendió Argimón. El maestro Marsiletti insistió en subir también pero entre Argimón y el cura lograron que abandonara la idea.

Una vez arriba Argimón izó el globo y estudió el movimiento del aire. El viento soplaba con algo de fuerza pero en forma arrachada. Habría preferido un viento más parejo y constante aunque fuera menos intenso. 

Argimón hizo luego una corrida de prueba hasta el borde del paramento. 

Entretanto la gente se había ido apiñando abajo, sobre la vereda del molino, y seguía todos aquellos movimientos con una curiosidad maliciosa. 

Argimón, a su vez, contempló a la gente cuando después de la primera corrida se detuvo en el borde. En realidad, recién ahora reparaba en ella, un montoncito de hormigas.

No creían en él. Creían en Plunkett, por ejemplo. En el fondo, había soñado más de una vez con ese momento. El ascenso final, la multitud, el vuelo. Pero ahora, a punto de conseguirlo, en cierto modo ya conseguido, ¿qué había logrado con eso? Nada más que la absoluta certeza de su total soledad. Arriba, más arriba, mucho más arriba, muchísimo más arriba… Ese era el camino, la senda estrecha y solitaria. 

Se ajustó otro poco los anteojos y probó una segunda corrida pues aquí el espacio era más reducido y quería calcular el momento preciso del salto.

Cuando se asomó esta segunda vez, en el filo mismo de la cornisa, la gente prorrumpió en un largo y tembloroso grito, una especie de balido, que llegó a lo alto cuando se había vuelto de espaldas. 
Argimón asomó y agitó una mano.

Mientras hacía todo esto, Marcelo y José aguantaban el ala, que se sacudía a cada racha de viento.

Argimón se introdujo por fin en la abertura del medio y ellos lo alzaron y ajustaron hebillas y correas. Luego el maestro ejecutó las flexiones y saltos de práctica. Una corta carrera hasta la mitad de la plataforma sustituyó, por razones de espacio, el trote circular. De cualquier forma, estaba todo en orden y el maestro se situó en el borde posterior, listo para el vuelo.

José agitó un pañuelo de acuerdo a lo convenido, el señor Maroni aprontó la máquina y el señor Pelice disparó una bomba de estruendo.

Silencio.

Un salto y otro salto y otro. Antes del borde Argimón ya estaba en el aire.

Hubo un cabeceo inicial, como siempre, y después ese instante de vacilación, casi de inmovilidad. Pero en el momento mismo que el grito llegaba desde el fondo de la calle, Argimón cobró repentina altura embestido por una racha de viento. 

La gente alcanzó a ver el jirón de tela y el pedaleo alocado de las piernas.

Luego, con un giro en barrena, el hombre pájaro se precipitó a tierra y se estrelló contra el techo del hotel Unión.


*Publicado originalmente en Todos los veranos, el primer libro de cuentos de Conti, editado por Nueve 64 y luego por Galerna, Buenos Aires, 1964.

Haroldo Conti nació en 1925, en Chacabuco, Arg., y desde 4 de mayo de 1976 permance desaparecido.

La balada del álamo carolina

Haroldo Conti*

Haroldo Conti subido al álamo carolina

A mi madre, doña Petrolina Lombardi de Conti, y a la ciudad de Chacabuco, mi pueblo.

Ciruelo de mi puerta,
si no volviese yo,
la primavera siempre
volverá. Tú, florece.
(Anónimo japonés)

Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo.

Este álamo carolina nació aquí mismo, exactamente, aun­que el álamo carolina, por lo que se sabe, viene mediante estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta tierra entre los pastos duros que la cubren como una pelambre, un pastito más, un miserable pastito expuesto a los vientos y al sol y a los bichos. Y él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó que sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra se hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las alturas, por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un camino, aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al año siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de árbol recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano, pues todas rematan en un mechoncito de árboles verdaderos. Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo. Tam­bién ya sabía para entonces lo que era una rama porque, después de las lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y una parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre la tierra de costado igual que el camino.


Ahora es un viejo álamo carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se encienden como por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria.


Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con todas sus hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte (son como pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se mete entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces llegan los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando dónde pasar la noche y es el momento en que el viejo álamo carolina recuerda. A propósito de la noche, los pájaros y el verano. Recuerda, por ejemplo, a propósito de los pájaros, el primero de ellos que se posó sobre la primera rama, que ha quedado allá abajo pero entonces era el punto más alto, ya casi no da hojas y es tan gruesa como un pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más viva y sintió el pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas. Descan­só un rato y luego reemprendió el vuelo. Recién dos veranos después, cuando divisó la primera casa de un hombre y detrás de ella la relampagueante línea del ferrocarril, una montera armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y anudó ramitas pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una casa, el alma que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma del camino, ese ancho árbol floreci­do de sueños. El nido se columpiaba al extremo de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la tarde, procuraba no agi­tarse mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que pudo, echó para allí más hojas que otras veces.


Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube, con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de una rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda.


Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se inflama con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de humo. A veces el viento trae algunas voces. Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa aun por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel resquebrajada como la corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par de chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de montera. Con sus viejas manos amarillas ha golpeado la puerta de tablas quebradas, ha acariciado las des­cascaradas paredes de adobe encalado, y mano y ojo y amarillas alas de otoño ha corrido delante de la escoba de maíz de Guinea y trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso de una fogata que anuncia el frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra.


El ferrocarril pasa por detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro verano, cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo de las vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el ruido, ese oscuro tumulto que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo. Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia noche de la tierra.
Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo, incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo carolina se comuni­caba a través de aquel húmedo corazón. Al este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los ár­boles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una de sus delgadas ramas subterráneas en aque­lla dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad.


¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el bosque, sus herma­nos, noche a noche. Esta y muchas otras porque a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duer­men propiamente, se adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrellas se deslizan por sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con más fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra.
Los animales de la noche salen de sus madrigueras y roen la oscuridad, un pájaro desvela­do vuela hacia la luz de una casa, un bulto negro trota por el camino, los grillos vibran entre los pastos como cuerdas de cristal, un perro aúlla en la lejanía, el hombre se da vuelta en la cama y piensa cuántas fanegas dará el cuadro de trigo. En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo, el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de espigas amarillas.


Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un día sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de divisar la morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que con chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo, que entonces no era tan viejo pero sí árbol com­pleto, sintió por primera vez el dolor de su fijeza. Él sólo podía ir hacia arriba trazando un corto camino en el cielo y al co­mienzo del otoño volar en figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto momento, después de la casa, el tren se transportaba entre sus ramas y a veces el penacho de humo llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del viento, del cual, por instrucción de los pájaros, el viejo álamo había apren­dido a extraer otros muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes plumas y simulaba temblorosos vue­los. El viento subía y bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula vegetal provocando, de acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que complacían al árbol mú­sico.


Todo esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol son materia de recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la caída de la primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas más viejas y después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del árbol. En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así empieza.
Después cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan con las hojas de otros árboles, cuando el viejo álamo carolina ya se ha adormecido y piensa quietamente en el luminoso verano que, de algún modo, ya está en camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia oscurece sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra. Algunas se quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un momento, siente en todo su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se sostiene, sabe que perdurará otros veranos. Hasta que allá por septiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce cosquilleo sube desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece las ramas y el viejo álamo carolina se brota nuevamente de verdes ampollas. El aire ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde el brote más alto, recorre el campo y espía las crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra.


Para mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y oscuras hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la tarde. El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra del árbol.


Fue en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra, que el hombre se acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del campo, negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo y penetró en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar hacia arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor de la frente con la manga de la camisa. Después el hombre, que parecía tan viejo como el viejo álamo carolina, se sentó al pie del árbol y se recostó contra el tronco.

Al rato el hombre se durmió y soñó que era un árbol.


*Publicado en 1975, dentro de la colección de cuentos La balada del álamo carolina

Haroldo Conti nació en 1925, en Chacabuco, Arg., y desde 4 de mayo de 1976 permance desaparecido.

El Zahir

Jorge Luis Borge*

En Buenos Aires el Zahir es una moneda común de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las letras N T y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso. (En Guzerat, a fines del siglo XVIII, un tigre fue Zahir; en Java, un ciego de la mezquita de Surakarta, a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio que Nadir Shah hizo arrojar al fondo del mar; en las prisiones de Mahdí, hacia 1892, una pequeña brújula que Rudolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón de turbante; en la aljarra de Córdoba, según Zotenberg, una veta en el mármol de uno de los mil doscientos pilares; en la judería de Tetuán, el fondo de un pozo.) Hoy es el trece de noviembre; el día siete de junio, a la madrugada llegó a mis manos el Zahir; no soy el que era entonces pero aún me es dado recordar; y acaso referir, lo ocurrido. Aún, siquiera parcialmente, soy Borges.

El seis de junio murió Teodelina Villar. Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis. Por lo demás, Teodelina Villar se preocupaba menos de la belleza que de la perfección. Los hebreos y los chinos codificaron todas las circunstancias humanas; en la Mishnah se lee que, iniciando el crepúsculo del sábado, un sastre no debe salir a la calle con una aguja; en el Libro de los Ritos que un huésped, al recibir la primera copa, debe tomar aire grave y al recibir la segunda, un aire respetuoso y feliz. Análogo, pero más minucioso, era el rigor que se exigía Teodelina Villar. Buscaba, como el adepto de Confucio o el talmudista, la irreprochable corrección de cada acto, pero su empeño era más admirable y más duro, porque las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los azares de París o de Hollywood. Teodelina Villar se mostraba en lugares ortodoxos, a la hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, con desgano ortodoxo, pero el desgano, los atributos, la hora los lugares caducaban casi inmediatamente y servirían (en boca de Teodelina Villar) para definición de lo cursi. Buscaba lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin embargo, la roía sin tregua una desesperación interior. Ensayaba continuas metamorfosis, como para huir de sí misma; el color de su pelo y las formas de su peinado eran famosamente inestables. También cambiaban la sonrisa, la tez, el sesgo de los ojos. Desde 1932, fue estudiosamente delgada… La guerra le dio mucho que pensar. Ocupado París por los alemanes ¿cómo seguir la moda? Un extranjero de quien ella siempre había desconfiado se permitió abusar de su buena fe para venderle una porción de sombreros cilíndricos; al año, se propaló que esos adefesios nunca se habían llevado en París y por consiguiente no eran sombreros, sino arbitrarios y desautorizados caprichos. Las desgracias no vienen solas; el doctor Villar tuvo que mudarse a la calle Aráoz y el retrato de su hija decoró anuncios de cremas y de automóviles. (¡Las cremas que harto se aplicaba, los automóviles que ya no poseía!) Ésta sabía que el buen ejercicio de su arte exigía una gran fortuna; prefirió retirarse a claudicar. Además, le dolía competir con chicuelas insustanciales. El siniestro departamento de Aráoz resultó demasiado oneroso; el seis de junio, Teodelina Villar cometió el solecismo de morir en pleno Barrio Sur. ¿Confesaré que, movido por la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo, yo estaba enamorado de ella y que su muerte me afectó hasta las lágrimas? Quizá ya lo haya sospechado el lector.

En los velorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores. En alguna etapa de la confusa noche del seis, Teodelina Villar fue mágicamente la que fue hace veinte años; sus rasgos recobraron la autoridad que dan la soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar una jerarquía, la falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o menos pensé: ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será la última, ya que pudo ser la primera. Rígida entre las flores la dejé, perfeccionando su desdén por la muerte. Serían las dos de la mañana cuando salí. Afuera, las previstas hileras de casas bajas y de casas de un piso habían tornado ese aire abstracto que suelen tomar en la noche, cuando la sombra y el silencio las simplifican. Ebrio de una piedad casi impersonal, caminé por las calles. En la esquina de Chile y de Tacurí vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mí desdicha, tres hombres jugaban al truco.

En la figura que se llama oximoron, se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz oscura, los alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodelina Villar y tomar una caña en un almacén era una especie de oxímoron; su grosería y su facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se jugara a los naipes aumentaba el contraste.) Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el Zahir; lo miré un instante; salí a la calle tal vez con un principio de fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas; en las dracmas de la cortesana Laís; en la antigua moneda que ofreció uno de los durmientes de Éfeso; en las claras monedas del hechicero de las 1001 Noches, que después eran círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta mil piezas de plata, una por cada verso de una epopeya, que Firdusi devolvió a un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo clavar Ahab en el mástil; en el florín irreversible de Leopold Bloom; en el luis cuya efigie delató, cerca de Varennes, al fugitivo Luis XVI. Como en un sueño, el pensamiento de que toda moneda permite esas iluestres connotaciones me pareció de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con creciente velocidad, las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una sufrida verja de fierro; detrás vi las baldosas negras y blancas del atrio de la Concepción. Había errado en círculo; ahora estaba a una cuadra del almacén donde me dieron el Zahir.

Doblé; la ochava oscura me indicó, desde lejos, que el almacén ya estaba cerrado. En la calle Belgrano tomé un taxímetro. Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos material que el dinero, ya que cualquier moneda (una moneda de veinte centavos, digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palabras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico. Los deterministas niegan que haya en el mundo un solo hecho posible, id est un hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro libre albedrío. (No sospechaba yo que esos <> eran un artificio contra el Zahir y una primera forma de demoníaco influjo.) Dormí tras de tenaces cavilaciones, pero soñé que yo era las monedas que custodiaba un grifo.

Al otro día resolví que yo había estado ebrio. También resolví librarme de la moneda que tanto me inquietaba. La miré: nada tenía de particular, salvo unas rayaduras. Enterarla en el jardín o esconderla en un rincón de la biblioteca hubiera sido lo mejor, pero yo quería alejarme de su órbita. Preferí perderla. No fui al Pilar, esa mañana, ni al cementerio; fui, en subterráneo, a Constitución y de Constitución a San Juan y Boedo. Bajé impensadamente, en Urquiza; me dirigí aloeste y al sur; barajé, con desorden estudioso, unas cuantas esquinas y en una calle que me pareció igual a todas, entré en un boliche cualquiera, pedí una caña y la pagué con el Zahir. Entrecerré los ojos, detrás de los cristales ahumados; logré no ver los números de las casas ni el nombre de la calle. Esa noche, tomé una pastilla de veronal y dormí tranquilo.

Hasta fines de junio me distrajo la tarea de componer un relato fantástico. Éste encierra dos o tres perífrasis enigmáticas —en lugar de sangre pone agua de la espada; en lugar de oro, lecho de la serpiente— y está escrito en primera persona. El narrador es un asceta que ha renunciado al trato de los hombres y vive en una suerte de páramo. (Gnitaheidr es el nombre de ese lugar.) Dado el candor y la sencillez de su vida, hay quienes lo juzgan un ángel; ello es una piadosa exageración, porque no hay hombre que esté libre de culpa. Sin ir más lejos, él mismo ha degollado a su padre; bien es verdad que éste era un famoso hechicero que se había apoderado, por artes mágicas, de un tesoro infinito. Resguardar el tesoro de la insana codicia de los humanos es la misión a la que ha dedicado su vida; día y noche vela sobre él. Pronto, quizá demasiado pronto, esa vigilia tendrá fin: las estrellas le han dicho que ya se ha forjado la espada que la tronchará para siempre. (Gram es el nombre de esa espada.) En un estilo cada vez más tortuoso, pondera el brillo y la flexibilidad de su cuerpo; en algún párrafo habla distraídamente de escamas; en otro dice que el tesoro que guarda es de oro fulgurante y de anillos rojos. Al final entendemos que el asceta es la serpiente Fafnir y el tesoro en que yace, el de los Nibelungos. La aparición de Sigurd corta bruscamente la historia.

He dicho que la ejecución de esa fruslería (en cuyo decurso intercalé, seudoeruditamente, algún verso de la Fáfnismál) me permitió olvidar la moneda. Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que voluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé de esos ratos; darles principio resultaba más fácil que darles fin. En vano repetí que ese abominable disco de níquel no difería de los otros que pasan de una mano a otra mano, iguales, infinitos e inofensivos. Impulsado por esa reflexión, procuré pensar en otra moneda, pero no pude. También recuerdo algún experimento, frustrado, con cinco y diez centavos chilenos, y con un vintén oriental. El dieciséis de julio adquirí una libra esterlina; no la miré durante el día, pero esa noche (y otras) la puse bajo un vidrio de aumento y la estudié a la luz de una poderosa lámpara eléctrica. Después la dibujé con un lápiz, a través de un papel. De nada me valieron el fulgor y el dragón y el San Jorge; no logré cambiar de idea fija.

El mes de agosto, opté por consultar a un psiquiatra. No le confié toda mi ridícula historia; le dije que el insomnio me atormentaba y que la imagen de un objeto cualquiera solía perseguirme; la de una ficha o la de una moneda, digamos… Poco después, exhumé en una librería de la calle Sarmiento un ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsage (Breslau, 1899) de Julius Barlach.

En aquel libro estaba declarado mi mal. Según el prólogo, el autor se propuso “reunir en un solo volumen en manuable octavo mayor todos los documentos que se refieren a la superstición del Zahir, incluso cuatro piezas pertenecientes al archivo de Habicht y el manuscrito original de informe de Philip Meadows Taylor”. La creencia en el Zahir es islámica y data, al parecer, del siglo XVIII. (Barlach impugna los pasajes que Zotenberg atribuye a Abulfeda.) Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de <>. El primer testimonio incontrovertido es el del persa Lutf Alí Azur. En las puntuales páginas de la enciclopedia biográfica titulada Templo del Fuego, ese polígrafo y derviche ha narrado que en un colegio de Shiraz hubo un astrolabio de cobre, “construido de tal suerte que quien lo miraba una vez no pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que lo arrojaran a lo más profundo del mar, para que los hombres no se olvidaran del universo”. Más dilatado es el informe de Meadow Taylos, que sirvió al nizam de Haidarabad y compuso la famosa novela Confessions of a Thug. Hacia 1832, Taylor oyó en los arrabales de Bhuj la desacostumbrada locución “Haber visto al Tigre” (Verily he has looked on the Tiger) para significar la locura o la santidad. Le dijeron que la referencia era a un tigre mágico, que fue la perdición de cuantos lo vieron, aun de muy lejos, pues todos continuaron pensando en él, hasta el fin de sus días. Alguien dijo que uno de esos desventurados había huido a Mysore, donde había pintado en un palacio la figura del tigre. Años después, Taylor visitó las cárceles de ese reino; en la de Nithur el gobernador le mostró una celda, en cuyo piso, en cuyos muros, y en cuya bóveda un faquir musulmán había diseñado (en bárbaros colores que el tiempo, antes de borrar, afinaba) una especie de tigre infinito. Ese tigre estaba hecho de muchos tigres, de vertiginosa manera; lo atravesaban tigres, estaba rayado de tigres, incluía mares e Himalayas y ejércitos que parecían otros tigres. El pintor había muerto hace muchos años, en esa misma celda; venía de Sind o acaso de Guzerat y su propósito inicial había sido trazar un mapamundi. De ese propósito quedaban vestigios en la monstruosa imagen. Taylor narró la historia a Muhammad Al-Yemení, de Fort William; éste le dijo que no había criatura en el orbe que no propendiera a Zaheer¹, pero que el Todomisericordioso no deja que dos cosas lo sean a un tiempo, ya que una sola puede fascinar muchedumbres. Dijo que siempre hay un Zahir y que en la Edad de la Ignorancia fue el ídolo que se llamó Yaúq y después el profeta del Jorasán, que usaba un velo recamado de piedras o una máscara de oro². También dijo que Dios es inescrutable.

Muchas veces leí la monografía de Barlach. Yo desentraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo la desesperación cuando comprendí que ya nada me salvaría, el intrínseco alivio de saber que yo no era culpable de mi desdicha, la envidia que me dieron aquellos hombres cuyo Zahir no fue una moneda sino un trozo de mármol o un tigre. Qué empresa fácil no pensar en un tigre, reflexioné. También recuerdo la inquietud singular con que leí este párrafo: “Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto al Zahir pronto verá la Rosa y alega un verso interpolado en el Asrar Nama (Libro de las cosas que se ignoran) de Attar: el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo”.

La noche que velaron a Teodelina, me sorprendió no ver entre los presentes a la señora de Abascal, su hermana menor. En octubre, una amiga suya me dijo:

—Pobre Julita, se había puesto rarísima y la internaron en el Bosch. Cómo las postrará a las enfermeras que le dan de comer en la boca. Sigue dele temando con la moneda, idéntica al chauffeur de Morena Sackmann.

El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes yo me figuraba el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre como si fuera de cristal el Zahir, pues una cara no se superpone a la otra; más bien ocurre como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro. Lo que no es el Zahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa imagen de Teodelina, el dolor físico. Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas. Tal vez quiso decir que el mundo visible se da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. Los cabalistas entendieron que el hombre es un microcosmo, un simbólico espejo del universo; todo, según Tennyson, lo sería. Todo, hasta el intolerable Zahir.

Antes de 1948, el destino de Julia me habrá alcanzado. Tendrán que alimentarme y vestirme, no sabré si es de tarde o de mañana, no sabré quién fue Borges. Calificar de terrible ese porvenir es una falacia, ya que ninguna de sus circunstancias obrará para mí. Tanto valdría mantener que es terrible el dolor de un anestesiado a quien le abren el cráneo. Ya no percibiré el universo, percibiré el Zahir. Según la doctrina idealista, los verbos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos; de miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy complejo a un sueño muy simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y cuál una realidad, la tierra o el Zahir?

En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba suele sorprenderme en un banco de la plaza Garay, pensando (procurando pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esa noticia: Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que estos ya nada quieren decir. Yo anhelo recorrer esa senda. Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo, quizá detrás de la moneda esté Dios.

A Wally Zenner.

1. Así escribe Taylor esa palabra.
2. Barlach observa que Yaúq figura en Alcorán (LXXXI, 23) y que el profeta es Al-Moqanna (El Velado) y que nadie, fuera del sorprendente corresponsal Philip Meadows Taylor, los ha vinculado al Zahir.


* El Aleph, 1949

El arte del cuento, por Flannery O’Connor*

 «Un cuento compromete, de modo dramático, el misterio de la personalidad humana»: una de las conferencias de Flannery O’Connor que el recientemente fallecido Leopoldo Brizuela tradujo en el volumen Cómo se escribe un cuento, publicado por El Ateneo hace unos veinticinco años.

Siempre he oído decir que el cuento es uno de los géneros literarios más difíciles; y siempre he tratado de descubrir por qué la gente tiene tal impresión de lo que considero una de las formas más naturales y básicas de la expresión humana. Al fin y al cabo, uno comienza a escuchar y a contar historias ya en la primera infancia, y no parece haber nada demasiado complejo en ello. Sospecho que la mayoría de ustedes se habrá pasado toda la vida contando historias; y sin embargo aquí están –ansiosos por aprender cómo se hace.

Hasta que la semana pasada, cuando apenas si había apuntado algunas de estas serenas reflexiones para exponerlas aquí hoy, recibí los manuscritos de siete de entre ustedes me pidieron que leyese, y toda mi seguridad se trastocó.

Después de tal experiencia estoy en condiciones de admitir, no que el cuento sea uno de los géneros más difíciles, pero sí que resulta más difícil para unos que para otros.

Aún me inclino a pensar que la mayor parte de la gente posee una cierta capacidad innata para contar historias; capacidad que suele perderse, sin embargo, en el curso del camino. Por supuesto, la capacidad de crear vida con palabras es esencialmente un don. Si uno lo posee desde el vamos, podrá desarrollarlo; pero si uno carece de él, mejor será que se dedique a otra cosa.

No obstante, he podido advertir que son las personas que carecen de tal don las que, con mayor frecuencia, parecen poseídas por el demonio de escribir cuentos. Fuera como fuese, estoy segura de que son ellas quienes escriben los libros y los artículos sobre “cómo-se-escribe-un-cuento”. Una amiga mía, que sigue uno de estos cursos por correspondencia, me ha dictado alguno de los títulos de sus lecciones: “Recetas para escribir un cuento”, “Cómo crear un personaje”, “¡Inventemos una trama!”. Esta forma de corrupción le cuesta sólo veintisiete dólares.

Desde mi punto de vista, hablar de la escritura de un cuento en términos de trama, personaje y tema es como tratar de describir la expresión de un rostro limitándose a decir dónde están los ojos, la boca y la nariz. He oído decir a algunos estudiantes: “se me ocurren muy buenos argumentos, pero con los personajes no voy ni para atrás ni para adelante”; o bien, “tengo el tema para un cuento, pero no consigo inventar la trama”, e incluso: “he descubierto una buena historia, pero carezco de toda técnica”.

A propósito, “técnica” es una palabra que no se les cae de la boca. Cierta vez debí hablar en una asociación de escritores, y durante el debate posterior a la conferencia un alma de Dios me preguntó: “¿podría usted indicarme, señorita, cuál es la técnica apropiada para escribir un cuento del tipo marco-dentro-del-marco?”. Yo debí admitir que era tan ignorante como para no haber oído hablar ni una sola vez de ello, pero esta persona me aseguró que tales cuentos existían, porque ella misma había participado en un concurso que los premiaba, y cuyo premio era de cincuenta dólares.

Pero dejando a un lado la gente que carece de talento, existen personas que de hecho lo poseen, pero que se pierden en vanos esfuerzos porque ignoran qué es en realidad un cuento.

Supongo que las cosas obvias son siempre las más difíciles de definir. Todo el mundo cree saber qué es un cuento. Pero si ustedes piden a un alumno principiante que les escriba uno, es muy probable que recojan cualquier cosa –una reminiscencia, un episodio, una opinión, una anécdota– cualquier cosa menos un cuento. Un cuento es una acción dramática completay en los buenos cuentos, los personajes se muestran por medio de la acción, y la acción es controlada por medio de los personajes–. Y como consecuencia de toda la experiencia presentada al lector se deriva el significado de la historia. Por mi parte, prefiero decir que un cuento es un acontecimiento dramático que implica a una persona en tanto persona y en tanto individuo, vale decir, en tanto comparte con todos nosotros una condición humana general, y en tanto se halla en una situación muy específica. Un cuento compromete, de modo dramático, el misterio de la personalidad humana. Cierta vez presté un libro de cuentos a una vecina mía, de allá del campo, y cuando me lo devolvió me dijo: “Bueno, esas historias no hacen más que mostrar lo que algunos de nuestros paisanos harían en determinadas ocasiones”; yo me dije que era cierto; cuando ustedes escriban cuentos, deberían conformarse con partir exactamente de este punto: mostrar lo que harían ciertos y determinados tipos, y lo que harían pese a quien pese, contra viento y marea.

Ahora bien, éste es un nivel muy modesto como punto de partida; y la mayor parte de la gente que cree desear escribir cuentos no está dispuesta a arrancar de allí. Quieren escribir acerca de determinados problemas, no de determinados individuos; o de cuestiones abstractas, no sobre situaciones concretas. Tienen una idea, o sentimiento, o un ego desbordante, o quieren Ser-Un-Escritor, o legar su sabiduría al mundo de un modo lo suficientemente simple como para que el mundo pueda comprenderla. Carecen en todos los casos de una historia; y aun cuando la tuvieran, tampoco estarían dispuestos a escribirla; no los guía el propósito de escribir una historia sino una teoría o una fórmula, o el de aplicar determinada técnica.

Esto no quiere decir que para escribir un cuento ustedes deban olvidar o resignar ninguna de las posturas morales que sustentan. Las convicciones serán la luz que les ayudará a ver, pero no aquello que ustedes deban enfocar, ni el sustituto de la propia mirada. Para el escritor de ficciones, en el ojo se encuentra la vara con que ha de medirse cada cosa; y el ojo es un órgano que además de abarcar cuanto se puede ver del mundo, compromete con frecuencia nuestra personalidad entera. Involucra, por ejemplo, nuestra facultad de juzgar. Juzgar es un acto que tiene su origen en el acto de ver y cuando no lo tiene, cuando nuestros juicios se desligan de nuestra mirada, una confusión muy grande se produce en la mente, confusión que por supuesto se traslada al cuento.

La ficción opera a través de los sentidos. Y creo que una de las razones por las cuales a la gente le resulta tan difícil escribir cuentos es que olvidan cuánto tiempo y paciencia se requiere para convencer al lector a través de los sentidos. Ningún lector creerá nada de la historia que el autor debe limitarse a narrar, a menos que se le permita experimentara situaciones y sentimientos concretos. La primera y más obvia característica de la ficción es que transmite de la realidad lo que puede ser visto, oído, olido, gustado y tocado.

Ahora bien, esto es algo que no puede aprenderse sólo por la inteligencia; también debe adquirirse por el hábito. Tal debe llegar a ser la forma en que ustedes mirarán las cosas. El escritor de ficciones debe comprender que no se puede provocar compasión con compasión, emoción con emoción, pensamientos con el pensamiento. Debe transmitir todas estas cosas, sí, pero provistas de un cuerpo; el escritor debe crear un mundo con peso y espacialidad.

He notado que los cuentos de los escritores principiantes están, en muchos casos, erizados de emoción, pero que resulta muy difícil determinar a quién corresponde la emoción referida. El diálogo suele operar sin el auxilio de personajes que uno pueda ver de hecho, y un pensamiento incontenible se cuela por cada grieta de la historia. La razón reside en que, por lo general, el aprendiz está interesado ante todo en sus propios pensamientos y emociones y no en la acción dramática y es demasiado perezoso o pretencioso como para descender a ese nivel de lo concreto en donde la ficción opera. Piensa que la capacidad de juzgar reside en un sitio y la impresión sensorial en otro. Pero para el escritor de ficciones, el acto de juzgar comienza en los detalles que ve, y en el modo en que los ve.

Los escritores de ficción a quienes no les preocupan estos detalles concretos pecan de lo que Henry James llamó “especificación endeble”. El ojo se deslizará sobre sus palabras mientras nuestra atención se va a dormir. Ford Madox Ford enseñaba que uno puede introducir un vendedor de diarios en una historia, ni siquiera por el corto lapso en que tarda en vender un solo periódico, a menos que podamos describirlo con el suficiente detalle como para que un lector lo vea.

Tengo una amiga que está tomando clases de actuación en Nueva York con una dama rusa de gran reputación en su campo. Mi amiga me escribe que, durante el primer mes, los alumnos no hablan una sola línea, sólo aprenden a ver. Y es que aprender a ver es la base de todas las artes, excepto de la música. Conozco a muchos escritores de ficción que además pintan, no porque posean talento alguno para la pintura, sino porque hacerlo les sirve de gran ayuda en su escritura. Los obliga a mirar las cosas. En la escritura de ficción, salvo en muy contadas ocasiones, el trabajo no consiste en decir cosas, sino en mostrarlas.

No obstante, afirmar que la ficción procede por el uso de detalles no implica el simple, mecánico amontonamiento de éstos. Cada detalle debe ser controlado a la luz de un objetivo primordial, cada detalle debe introducirse de modo que trabaje para nosotros. El arte es selectivo. Todo lo que hay en él es esencial y genera movimiento.

Ahora bien, todo esto requiere su tiempo. Un buen cuento no debe tener menos significación que una novela, ni su acción debe ser menos completa. Nada esencial para la experiencia principal deberá ser suprimido en un cuento corto. Toda acción deberá poder explicarse satisfactoriamente en términos de motivación; y tendrá que haber un principio, un nudo y un desenlace, aunque no necesariamente en este orden. Se me ocurre que mucha gente deduce que quiere escribir cuentos porque el cuento es un género breve; pero que al decir “breve” entienden cualquier tipo de brevedad. Creen que un cuento es una acción incompleta, fragmentaria, en la cual se muestra muy poco y se sugiere mucho, y suponen que sugerir algo equivale a omitirlo. Resulta muy difícil disuadir a un principiante de esta convicción, porque cree que cuando omite algo está ejercitando su sutileza; y cuando se le señala que no puede encontrarse en un texto nada que no haya sido puesto de algún modo en él, nos mira como si fuéramos idiotas insensibles.

Quizá la cuestión central que debe ser considerada en toda discusión acerca del cuento es qué se entiende por brevedad. Que un cuento sea breve no significa que deba ser superficial. Un cuento breve debe ser extenso en profundidad, y debe darnos la experiencia de un significado. Tengo una tía que piensa que nada sucede en una historia a menos que alguien se case o mate a otro en el final. Yo escribí un cuento en el que un vagabundo se casa con la hija idiota de una anciana, con el sólo propósito de quedase con el automóvil de esta anciana. Después de la ceremonia, el vagabundo se lleva a la hija en viaje de bodas, la abandona en un parador de la ruta, y se marcha solo, conduciendo el automóvil. Bueno, ésa es una historia completa. Ninguna otra cosa relacionada con el misterio de la personalidad de ese hombre puede mostrarse a través de esa dramatización específica. Y sin embargo, yo nunca pude convencer a mi tía de que ése fuera un cuento completo. Mi tía quiere saber qué le sucedió a la hija idiota luego del abandono.

Hace tiempo, esa historia sirvió de base a un guión de TV, y el adaptador, que conoce bien su negocio, hizo que el vagabundo cambiara a último momento de parecer y volviera a recoger a la hija idiota, y que los dos juntos se alejaran, al fin, en el automóvil, carcajeando a dúo como verdaderos dementes. Mi tía consideró que la historia estaba por fin completa, pero yo experimenté otros sentimientos nada apropiados para expresar en esta charla. Cuando ustedes quieran escribir un cuento, deberán escribir sólo una historia; y siempre habrá gente que se niegue a leer el cuento que ustedes han escrito.

Lo cual nos lleva a abordar, naturalmente, la engorrosa cuestión del tipo de lector para el cual cada uno escribe cuando escribe ficciones. Quizá cada uno de nosotros piense que tiene una solución personal para este problema. Por mi parte, tengo una muy buena opinión del arte de la ficción, y una muy mala opinión de aquello que suele llamarse “el lector promedio”. Me digo que no puedo escapar de él, que tal es la personalidad cuya atención, se supone, debo cultivar; y al mismo tiempo, se espera de mí que provea al lector inteligente de esa experiencia profunda que él busca en la ficción. El caso es que, en concreto, ambos lectores ideales no son sino aspectos de la propia personalidad del escritor; y en un último análisis, el único lector acerca del cual uno puede saber algo es uno mismo. Todos nosotros escribimos según nuestro propio nivel de entendimiento; pero es una característica particular de la ficción que su superficie literal pueda estar configurada de tal modo que brinde entretenimiento en un plano obvio y físico, el plano de la evidencia física, a un cierto tipo de lector; y al mismo tiempo, pueda brindar significado a la persona preparada para experimentarlo.

El significado es lo que impide que un cuento breve sea “corto”. Yo prefiero hablar de “significado” del cuento a hablar del “tema” de un cuento. La gente habla del tema del cuento como si el tema fura un trozo de cuerda que anuda el extremo de una bolsa de comida para aves. Creen que si se puede extraer el tema de un cuento, del mismo modo que se quita el hilo que ata la bolsa de maíz, puede abrirse la historia y dar de comer a las gallinas. Pero no es ésa la forma en que el significado opera en la ficción.

Cuando ustedes puedan enunciar el tema de un cuento, cuando puedan separarlo de la historia en sí misma, podrán estar seguros de que ese cuento no es muy bueno. El significado de un cuento debe estar corporizado en la historia, debe hacerse concreto en ella. Una historia es una forma de decir algo que no puede decirse de ninguna otra manera, y nos cuesta cada una de las palabras del relato decir cuál es su tema. Uno cuenta un cuento porque una simple enunciación resultaría inadecuada. Cuando alguien pregunta de qué trata un cuento, la única respuesta apropiada es indicarle que lo lea. El significado de la ficción no es un significado abstracto, sino un significado que se experimenta, y el único objetivo de hacer enunciaciones acerca del significado de un cuento es ayudar a experimentar más plenamente ese significado.

La ficción es un arte que demanda la más estricta atención a lo real –tanto en el caso de un escritor que se aboca a componer un cuento naturalista, como en el del escritor que prefiere el género fantástico–. Quiero decir: todos nosotros partimos siempre de lo que es verdadero –o de lo que tiene una eminente posibilidad de serlo–. Incluso cuando uno escribe un relato fantástico, la realidad es el único fundamento conveniente. Algo es fantástico porque es tan real, tan real que es fantástico. Graham Greene ha dicho que él no podría escribir “me hallaba suspendido sobre un pozo sin fondo” porque tal cosa no puede ser cierta, ni “bajando a todo correr las escaleras salté dentro de un taxi”, porque eso tampoco puede ser posible. Pero Elizabeth Bowen puede escribir, refiriéndose a uno de sus personajes, “ella se llevó la mano a los cabellos como si oyera moverse algo en su interior”, porque tal cosa es eminentemente posible.

Me atrevería incluso a afirmar que la persona que escribe un relato fantástico debe mantenerse más estrictamente atenta al detalle concreto que quienes escriben en una cuerda naturalista –porque cuanto mayor sea el apoyo de un cuento en lo verosímil, más convincentes resultarán sus características–.

Un buen ejemplo es el relato titulado “La metamorfosis”, de Franz Kafka. Es la historia de un hombre que despierta una mañana y descubre que, durante la noche, se ha convertido en cucaracha, aunque sin perder su naturaleza humana; y si esta situación es aceptada por el lector, es porque los detalles concretos del relato son absolutamente convincentes. Lo cierto es que ese relato describe la naturaleza dual del hombre de un modo tan realista que resulta casi intolerable. La verdad no ha sido distorsionada en el relato; antes bien, una cierta distorsión ha sido efectuada como forma de llegar a la verdad. Si admitimos, como es preciso hacerlo, que la apariencia no es lo mismo que la realidad, deberemos entonces dar al artista la libertad de hacer ciertos reacondicionamientos en la naturaleza de las cosas cuando éstos conducen a ampliar la profundidad de la visión. El artista debe recordar siempre que aquello que él recrea es naturaleza, y debe saber y ser capaz de describirlo apropiadamente a fin de tener el poder de reinventarlo en su totalidad.

El problema del cuentista reside en cómo hacer que la acción que él describe revele tanto como sea posible respecto del misterio de la existencia. Dispone solamente de un espacio muy breve y no puede hacerlo por un procedimiento declarativo. Debe conseguirlo mostrando, no diciendo; y mostrando lo concreto, de modo que su problema es, en definitiva, saber cómo servirse de lo concreto de modo que “trabaje doble turno”.

En la buena ficción, ciertos detalles de la historia tienen a concentrar significados; cuando esto sucede se vuelven simbólicos por la misma función que desempeñan. Yo escribí un cuento titulado “Buena gente del campo”, en el cual, a una muchacha, doctora en filosofía, un vendedor de Biblias, a quien ella ha tratado previamente de seducir, le roba su pierna de madera. Ahora bien, debo admitir que, contada de esta manera, la situación no es ni más ni menos que un chiste de dudoso gusto. Al lector promedio le agrada observar cómo a alguien se le roba su pierna de madera. Pero sin dejar de atrapar su atención, y sin que al decir esto quiera yo autoelogiarme, creo que esta historia consigue operar en otro nivel de experiencia, desde el momento en que permite que en dicha pierna de madera se reconcentren varios significados. Al principio de la historia se nos hace evidente que la doctora en filosofía, tanto en lo espiritual como en lo físico, es una mutilada. No cree en nada más que en su creencia en nada, y percibimos que en su alma hay una parte de madera que se corresponde con su pata de palo. Ahora bien, nada de esto se dice. El escritor de ficciones declara tan poco como sea posible. Incluso puede ignorar que está creando esta conexión de niveles; pero la conexión, como quiera, existe, y tiene efectos sobre él. Con el transcurso del relato, la pierna de madera continúa acumulando significados. El lector se entera de cómo se siente esta chica respecto de su pierna, y qué siente su madre respecto de ella, y qué siente, también respecto de ella, una arrendataria de la familia. Y así, para cuando el vendedor de Biblias llega, la pierna ha acumulado ya tanto significado que, digamos, está cargada hasta el tope. Y cuando el vendedor de Biblias se la roba, el lector comprende que se ha llevado con él parte de la personalidad de la chica, y que le ha revelado, por primera vez, su aflicción más profunda.

Si ustedes quieren decir que la pierna de madera es un símbolo, pueden hacerlo. Pero es, ante todo, una pierna de madera, y en tanto pierna de madera es absolutamente imprescindible para el cuento. Tiene lugar en el primer nivel, literal, de la historia, pero también opera en la profundidad, tanto como en la superficie. Prolonga la historia en todas direcciones; y ésta es, en pocas palabras la manera por la cual el cuento burla su propia brevedad.

Ahora bien, detengámonos por un momento en la manera en que esto sucede. No quisiera que ustedes pensasen que, cuando me dispuse a escribir ese cuento, me senté a la máquina y dije: “ahora voy a escribir un cuento acerca de una joven doctora en filosofía con una pierna de madera, empleando la pierna de madera como símbolo de otro tipo de aflicción”. Personalmente, dudo de que haya muchos escritores que sepan lo que habrán de hacer cuando se aprestan a escribir. Cuando empecé a trabajar en ese cuento, yo ignoraba incluso que habría de incluir a una doctora en filosofía con una pierna de madera. Simplemente, una mañana me encontré escribiendo una descripción de dos mujeres de las cuales yo sabía ciertas cosas, y antes de que pudiera darme cuenta había dotado a una de ellas de una hija con una pierna de madera. Con el correr de la historia, introduje al vendedor de Biblias, pero sin tener la menor idea de lo que habría de hacer con él. Yo ignoraba que él iba a robar esa pierna de madera hasta diez o doce líneas antes de que sucediera; pero cuando comprendí que tal cosa iba a suceder, descubrí que era inevitable. Ese es un cuento que produce un shock en el lector; y creo que una de las razones de ese shock reside en que antes lo produjo en quien lo escribía.

Por otro lado, a pesar de que este cuento nació de una manera aparentemente irracional, no necesitó de casi ninguna corrección o reescritura. Es un cuento que estuvo bajo control mientras se lo escribía; y ustedes me preguntarán cómo opera esta forma de control, desde el momento en que no es enteramente consciente.

Creo que la respuesta a esta pregunta es lo que Maritain llama el “hábito del arte”. Es un hecho que toda la personalidad participa del proceso de escritura de una ficción –tanto la conciencia como la mente inconsciente–. El arte es el hábito del artista; y los hábitos tienen que enraizarse de un modo profundo en toda nuestra personalidad. El arte debe cultivarse como cualquier otro hábito, durante un largo período de tiempo, por la experiencia; y enseñar cualquier tipo de escritura es, primordialmente, ayudar al aprendiz a desarrollar el hábito del arte. Creo que el arte es mucho más que una disciplina, aunque de hecho también lo sea; creo que es un modo de mirar al mundo creado, y de usar los sentidos de modo que éstos puedan encontrar en las cosas tantos significados como sea posible.

Por supuesto, no soy tan ingenua como para suponer que la mayor parte de la gente que asiste a las conferencias de los escritores pretende aprender o escuchar qué clase de visión es necesaria para escribir historias que han de formar parte permanente de nuestra literatura. E incluso en el caso de que ustedes quisieran escucharlo, sus preocupaciones deben ser inmediatamente prácticas. Ustedes quieren saber cómo pueden escribir un buen cuento, y más aún cuándo pueden decir que lo han hecho; desean saber, entonces, cuál es la forma de un cuento, como si la forma fuera algo que existiese fura de cada cuento y pudiera aplicarse, imponerse al material. Por supuesto, cuanto más escriban, mejor comprenderán que la forma es orgánica, que crece desde el material, que la forma de cada cuento es única. Un buen cuento no puede ser reducido, sólo puede ser expandido. Un cuento es bueno cuando ustedes pueden seguir viendo más y más cosas en él, y cuando, pese a todo, sigue escapándose de uno. En ficción, dos y dos es siempre más que cuatro.

La única manera, creo, de aprender a escribir cuentos es escribirlos, y luego tratar de descubrir qué es lo que se ha hecho. El momento de pensar en la técnica es aquél en el cual se tiene al cuento bajo los ojos. El maestro puede ayudar al estudiante a mirar este trabajo individual y a discernir si ha escrito una historia completa, vale decir, una historia en la cual la acción ilumina plenamente el significado.

Quizá lo más útil que pueda hacer yo ahora es transmitirles algunos comentarios sobre esas siete historias que ustedes me pidieron que leyera. Ninguna de esas observaciones se aplican estrictamente a una historia en particular; son simples puntualizaciones que no deben herir a nadie verdaderamente interesado en reflexionar sobre la escritura.

La primera cosa en la que cualquier escritor profesional repara al leer un texto es, naturalmente, en el uso del lenguaje. Muy bien. El uso del lenguaje en estos cuentos, con una sola excepción, es tal, que resultaría muy difícil distinguir unos de otros. Si bien puedo señalar la caída en numerosos lugares comunes, no puedo recordar una sola imagen o una metáfora. No quiero decir que no las hay en ninguno de los siete cuentos; simplemente, digo que no son lo suficientemente efectivas como para quedarse en nuestra mente.

En relación con esto, reparé en otro aspecto que me produjo una considerable alarma. Excepto en uno solo de los cuentos, prácticamente no se hace uso del habla local. Ahora bien, éste es un Congreso de Escritores Sureños. Todos los remitentes de los sobres en los que me llegaron los siete cuentos, señalan lugares de Georgia y Tennessee. Y sin embargo, no hay en ellos signos distintivos de la vida sureña. Una cierta cantidad de topónimos salpican los textos, como Savannah o Atlanta o Jacksonville, pero podrían ser fácilmente trocados por los Pittsburg o Pasaaic sin necesidad de realizar ninguna otra alteración en el cuento. Los personajes hablan como si nunca hubieran escuchado otro lenguaje que el que emana de un estudio de televisión. Lo cual indica que hay algo fuera de foco.

Dos calidades conforman la obra de ficción: una es el sentido del misterio y la otra el sentido de los hábitos. Uno aprehende las costumbres de la textura de la existencia que nos rodea. La gran ventaja de ser un escritor del Sur es que no necesitamos mirar hacia ningún otro lugar en busca de costumbres: buenas o malas, las tenemos, y en abundancia. En el Sur, habitamos una sociedad rica en contradicciones, rica en ironía, rica en contrastes y particularmente rica en su lenguaje. Y sin embargo, he aquí seis historias de sureños en las cuales casi no se hace uso de los dones de la región.

Por supuesto, una de las razones ha de residir en que ustedes han visto abusar tantas veces de tales dones que se han vuelto excesivamente escrupulosos respecto de su uso. No obstante, cuando la vida que de hecho nos rodea es ignorada totalmente, cuando las particularidades de nuestra habla son desdeñadas de modo sistemático, es obvio que algo funciona muy mal. El escritor debería preguntarse si no está buscando, en fin, una forma de vida artificial.

Un modismo caracteriza a una sociedad, y cuando se ignoran los modismos, se está muy cerca de ignorar todo el tejido social que pudo forjar aun personaje significativo. No se puede extirpar a un personaje de su sociedad y decir mucho acerca de él como individuo. No se puede decir nada significativo acerca del misterio de una personalidad a menos que se la inserte en un contexto social creíble y significativo. Y la mejor forma de hacerlo es por medio del propio lenguaje de ese personaje. Cuando alguien, en uno de los cuentos de Andrew Little, dice desdeñosamente que tiene “una mula más vieja que Birmingham”, vemos en esa sola frase un sentido de una sociedad y su historia. Gran parte de la obra de un escritor del Sur ha sido realizada antes de que éste comience a escribir, porque nuestra historia vive en nuestro lenguaje. En uno de los cuentos de EudoraWelty, un personaje dice: “en el pago de donde vengo, hay zorros en vez de perros de cuadra, búhos en vez de gallinas, pero cantamos de verdad…”. Verán que hay todo un libro en esa sola frase: y cundo el pueblo de nuestro distrito puede hablar de esa manera y uno lo ignora, simplemente estamos desaprovechando lo que es nuestro. El sonido de nuestra habla es demasiado claro como para que se lo menosprecie con toda impunidad, y el escritor que trate de evadir esta responsabilidad estará a punto de destruir la mejor parte de su poder creativo.

Otra cosa que he observado en estas historias es que, en su mayoría, no profundizan demasiado en un personaje, no revelan demasiado de su interioridad. No quiero decir que no se metan en la mente del personaje, sino que, simplemente, no muestran que el personaje está dotado de una personalidad. Una vez más, debemos remitirnos al tema del lenguaje. Estos personajes carecen de un habla distintiva que los revele; y a veces no tienen en realidad, rasgos distintivos. Al final, uno siente que no nos ha sido revelada personalidad alguna. En la mayoría de los buenos cuentos es la personalidad del personaje lo que crea la acción de la historia. En la mayoría de esos cuentos, siento que el escritor ha pensado en una acción y luego ha seleccionado un personaje para que la lleve a cabo. Usualmente, existen más probabilidades de llegar a buen fin si se comienza de otra manera. Si se parte de una personalidad real, un personaje real, estamos en camino de que algo pase; antes de empezar a escribir, no se necesita saber qué. En verdad, puede ser mejor que uno ignore qué sucederá. Ustedes deberían ser capaces de descubrir algo en los cuentos que escriban. Porque si ustedes no lo son, probablemente, nadie lo será.


*Flannery O’Connor (1925-1964). El arte del cuento es el título de un libro de ensayos de la propia escritora, publicado póstumamente, también conocido bajo el título «Para escribir centos».

#FlanneryOConnor

#Paraescribircuentos

El grado cero de la escritura, de Roland Barthes

Publicado en Francia en 1953, en este fragmento de su primer libro, Roland Barthes, reflexiona sobre la forma personal y el tiempo verbal que toma el narrador en la novela de los siglos XIX y XX.

Novela e Historia tuvieron estrechas relaciones durante el siglo que vio su mayor desarrollo. El lazo profundo, aquel que permite comprender a la vez a Balzac y a Michelet, es en uno y otro la construcción de un universo autárquico que fabrica sus dimensiones y sus límites ordenando su Tiempo, su Espacio, su población, su colección de objetos y sus mitos.

  La esfericidad de las grandes obras del siglo XX se expresó en los largos relatos de la Novela y de la Historia, proyecciones planas de un mundo curvo y ligado del cual el folletín, nacido en ese entonces, presenta una imagen degradada en sus volutas. Y sin embargo, la narración no es forzosamente una ley del género. Toda una época pudo concebir novelas por carta, por ejemplo; y otra puede practicar una Historia por medio del análisis. El relato como forma extensiva a la vez de la Novela y de la Historia sigue siendo por lo tanto, en general, la elección o la expresión de un momento histórico.

  Eliminado del francés hablado, el pretérito perfecto simple, piedra angular del Relato, siempre señala un arte, participa de un ritual de las Bellas Letras. Ya no está encargado de expresar un tiempo. Su papel es el de llevar la realidad a un punto y abstraer de la multiplicidad de los tiempos vividos y superpuestos un acto verbal puro, liberado de las raíces existenciales de la experiencia y orientado hacia una relación lógica con otras acciones, otros procesos, el movimiento general del mundo: apunta a mantener una jerarquía en el imperio de los hechos. Con su pretérito perfecto simple, el verbo, implícitamente, forma parte de un conjunto de acciones solidarias y dirigidas, funciona como el signo algebraico de una intención; sosteniendo el equívoco entre temporalidad y causalidad, presupone un desarrollo, es decir, una comprensión del Relato. Por ello es el instrumento ideal de todas las construcciones de universos; es el tiempo facticio de las cosmogonías, de los mitos, de las Historias y de las Novelas. Supone un mundo construido, elaborado, separado, reducido a líneas significativas y no un mundo arrojado, desplegado, ofrecido. Detrás del pretérito perfecto simple se esconde siempre un demiurgo, dios o recitante; el mundo no es explicado cuando se lo relata, cada una de sus acciones es sólo circunstancial, y el pretérito perfecto simple es precisamente ese signo operatorio por medio del cual el narrador acerca el estallido de la realidad a un verbo delgado y puro, sin densidad, sin volumen, sin despliegue, cuya única función es la de unir lo más rápidamente posible una causa y un fin. Cuando el historiador afirma que el duque de Guisa murió el 23 de diciembre de 1588, o cuando el novelista cuenta que la Marquesa salió a las cinco, esas acciones emergen de un pasado sin espesor; despojadas del temblor de la existencia, tienen la estabilidad y el dibujo de un álgebra, son un recuerdo, pero un recuerdo útil cuyo interés cuenta mucho más que la duración.

  El pretérito perfecto simple es por lo tanto, finalmente, la expresión de un orden y, por consiguiente, de una euforia. Gracias a él, la realidad no es ni absurda ni misteriosa, es clara, casi familiar, reunida a cada instante y contenida en la mano de un creador; soporta la ingeniosa presión de su libertad. Para todos los grandes narradores del siglo XIX, el mundo puede ser patético, pero no está abandonado, ya que es un conjunto de relaciones coherentes, ya que no existe superposición entre los hechos escritos, ya que el que lo cuenta tiene poder para recusar la opacidad y la soledad de las existencias que lo componen, ya que en cada frase puede dar testimonio de una comunicación y de una jerarquía de actos, ya que, finalmente, y en una palabra, esos mismos actos pueden ser reducidos a signos.

  El pasado narrativo pertenece entonces al sistema de seguridad de las Bellas Letras. Imagen de un orden, constituye uno de los numerosos pactos formales establecidos entre el escritor y la sociedad para justificación de uno y serenidad de la otra. El pretérito perfecto simple significa una creación: es decir que la señala y la impone. Aun inmerso en el más sombrío realismo, tranquiliza, porque, gracias a él, el verbo expresa un acto cerrado, definido, sustantivado, el Relato tiene un nombre, escapa al terror de una palabra sin límites: la realidad se adelgaza y se vuelve familiar, entra en un estilo, no desborda el lenguaje; la Literatura sigue siendo el valor de uso de una sociedad advertida, por la forma misma de las palabras, del sentido de lo que consume. Por el contrario, cuando el Relato es rechazado en provecho de otros géneros literarios, o bien, cuando en el interior de la narración el pretérito perfecto simple es reemplazado por formas menos ornamentales, más frescas, más densas y más próximas al habla (el presente o el pretérito perfecto compuesto), la Literatura se vuelve depositaria del espesor y de la existencia y no de su significación. Los actos están más separados, no de las personas, sino de la Historia.

  De esta manera se explica lo que tiene de útil y de intolerable el pretérito perfecto simple de la Novela: es una mentira manifiesta; marca el campo de una verosimilitud que develaría lo posible en el mismo momento en que lo designaría como falso. La finalidad común de la Novela y de la Historia narrada es alienar los hechos: el pretérito perfecto simple es el acta de posesión de la sociedad sobre su pasado y su posible. Instituye un continuo creíble, pero su ilusión es mostrada, es el término final de una dialéctica formal que disfrazaría el hecho irreal de la vestimenta sucesiva de la verdad después de la mentira denunciada. Esto debe ser puesto en relación con cierta mitología de lo universal, propia de la sociedad burguesa, cuyo producto característico es la Novela: dar a lo imaginario la caución formal de lo real, pero dejarle a ese signo la ambigüedad de un objeto doble, a la vez verosímil y falso, es una constante operación en todo el arte occidental para quien lo falso se iguala con lo verdadero, no por agnosticismo o por duplicidad poética, sino porque lo verdadero supone un germen de lo universal o, si se prefiere, una esencia capaz de fecundar, por simple reproducción, órdenes diferentes mediante el alejamiento o la ficción. Por medio de un procedimiento semejante, la burguesía triunfante del siglo pasado pudo considerar sus propios valores como valores universales e imponer a zonas absolutamente heterogéneas de su sociedad todos los nombres de su moral. Lo que es propiamente el mecanismo del mito, y la Novela —y en la Novela el pretérito perfecto simple— son objetos mitológicos que superponen a su intención inmediata una apelación segunda a una dogmática o, mejor aún, a una pedagogía, ya que se trata de ofrecer una esencia bajo la forma de un artificio. Para captar la significación del pretérito perfecto simple, basta comparar el arte novelístico occidental con la tradición china, por ejemplo, en la que el arte no es más que la perfección en la imitación de lo real; allí, nada, absolutamente ningún signo, debe permitir la distinción entre el objeto natural y el objeto artificial: esta nuez de madera no debe darme, a la par de la imagen de una nuez, la intención del arte que la engendró. Por el contrario, eso es lo que hace la escritura novelística. Tiene por misión colocar la máscara y, al mismo tiempo, designarla.

  Volvemos a encontrar esta función ambigua del pretérito perfecto simple en otro hecho de escritura: la tercera persona de la Novela. Quizá se recuerde una novela de Agatha Christie en la que toda la invención consistía en disimular al asesino bajo la primera persona del relato. El lector buscaba al asesino detrás de todos los «él» de la intriga: en realidad estaba bajo el «yo». Agatha Christie sabía perfectamente que en la novela, por lo general, el «yo» es testigo y el «él» es el actor. ¿Por qué? «Él» es una convención-tipo de la novela; al igual que el tiempo narrativo, señala y realiza el hecho novelístico; sin la tercera persona es imposible llegar a la novela, o a la voluntad de destruirla. «Él» manifiesta formalmente el mito; pero, por lo menos en Occidente, no existe arte que no muestre su máscara. La tercera persona, del mismo modo que el pretérito perfecto simple, cumple esa función y da al consumidor la seguridad de una fabulación creíble, y, sin embargo, manifestada incesantemente como falsa.

  Menos ambiguo, el «yo» es, por lo mismo, menos novelístico: a la vez la solución más inmediata cuando el relato permanece más acá de la convención (por ejemplo, la obra de Proust que sólo pretende ser una introducción a la Literatura) y la más elaborada, cuando el «yo» se coloca más allá de la convención e intenta destruirla remitiendo el relato a la falsa naturalidad de una confidencia (tal es el aspecto retorcido de ciertos relatos de Gide). Del mismo modo, el empleo del «él» novelístico supone dos éticas opuestas: dado que la tercera persona de la novela supone una indiscutible convención, seduce a los más académicos y a los menos atormentados tanto como a los otros, que consideran la convención, finalmente, necesaria para la lozanía de la obra. De todos modos, es el signo de un pacto inteligible entre la sociedad y el autor; pero es también, para este último, el primer modo de conformar el mundo como lo desea. Es algo más que una experiencia literaria: es un acto humano que liga la creación a la Historia o la existencia.

  En Balzac, por ejemplo, la multiplicidad de los «él», toda la amplia red de personas delgadas por el volumen de sus cuerpos, pero consecuentes en la duración de sus actos, muestra la existencia de un mundo en el cual la Historia es el dato primero. El «él» de Balzac no es el final de una gestación empezada en un «yo» transformado y generalizado; es el elemento original y bruto de la novela, el material y no el fruto de la creación: no hay una historia balzaciana anterior a la historia de cada persona de la novela balzaciana. El «él» de Balzac es análogo al «él» de César: aquí la tercera persona realiza un estado algebraico de la acción, donde la existencia tiene la menor participación posible en provecho de una unión, de una claridad o de una tragicidad de las relaciones humanas. Frente a esto —o, en todo caso, anteriormente— la función del «él» novelístico puede ser la de expresar una experiencia existencial. En muchos novelistas modernos, la historia del hombre se confunde con el trayecto de la conjugación: a partir de un «yo» que es todavía la forma más fiel del anonimato, el hombreautor conquista poco a poco el derecho a la tercera persona a medida que la existencia se hace destino y el soliloquio, Novela. Aquí la aparición del «él» no es el punto de partida de la Historia, es el término de un esfuerzo que pudo desentrañar un mundo personal de humores y de movimientos, una forma pura, significativa, desvanecida inmediatamente, por lo tanto, gracias al decorado perfectamente tenue y convencional de la tercera persona. Es el trayecto ejemplar de las primeras novelas de Jean Cayrol. Pero, mientras que en los clásicos —y sabemos que para la escritura el clasicismo se prolonga hasta Flaubert— la desaparición de la persona biológica testimonia la instalación del hombre esencial, en novelistas como Cayrol, la invasión del «él» es una conquista progresiva contra la sombra espesa del «yo» existencial; en tanto que la Novela, identificada por sus signos más formales, es un acto de sociabilidad, instituye la Literatura.

  Refiriéndose a Kafka, Maurice Blanchot indicó que la elaboración del relato impersonal (se notará respecto de este término que la «tercera persona» siempre se presenta como el grado negativo de la persona) era un acto de fidelidad a la esencia del lenguaje ya que éste tiende naturalmente hacia su propia destrucción. Comprendemos entonces que el «él» sea una victoria sobre el «yo» en la medida en que realiza un estado a la vez más literario y más ausente. Sin embargo, es una victoria siempre cuestionada: la convención literaria del «él» es necesaria para el debilitamiento de la persona, pero a cada momento corre el riesgo de darle un espesor inesperado. La Literatura es como el fósforo: brilla más en el instante en que intenta morir. Como, por lo demás, es un acto que implica necesariamente una duración —sobre todo en la Novela— no existe finalmente Novela sin Bellas Letras. Así, la tercera persona de la Novela se transforma en uno de los signos más obsesivos de esa tragicidad de la escritura nacida el siglo pasado cuando, bajo el peso de la Historia, la Literatura se encontró separada de la sociedad que la consume. Entre la tercera persona de Balzac y la de Flaubert hay un mundo (el de 1848): allí, una Historia áspera en su mostrarse, pero segura y coherente, el triunfo de un orden; aquí, un arte que, para escapar a su mala conciencia, intensifica la convención e intenta destruirla con violencia. La modernidad comienza con la búsqueda de una Literatura imposible.

  Así se encuentra, en la Novela, el aparato a la vez destructivo y resucitativo propio a todo el arte moderno. Es necesario destruir la duración, es decir, el inefable lazo de la existencia: el orden, sea el de lo continuo poético o el de los signos novelísticos, el del terror o el de la verosimilitud, es un asesinato intencional. Pero el escritor reconquista una vez más la duración, pues es imposible desarrollar una negación en el tiempo sin elaborar un arte positivo, un orden que debe ser destruido nuevamente. Por ello, las más grandes obras de la modernidad se detienen lo más posible, por una suerte de milagroso comportamiento, en el umbral de la Literatura, en ese estado vestibular donde el espesor de la vida es dado, estirado, sin ser destruido, por el coronamiento de un orden de signos: como ejemplo está la primera persona de Proust, cuya obra entera tiende, en un esfuerzo prolongado y retardado, hacia la Literatura. Está Jean Cayrol que sólo accede a la novela en el final tardío de un soliloquio, como si el acto literario, en suprema ambigüedad, engendrara una creación consagrada por la sociedad sólo en el momento en que logra destruir la densidad existencial de una duración hasta allí carente de significado.

  La Novela es una Muerte; transforma la vida en destino, el recuerdo en un acto útil y la duración en un tiempo dirigido y significativo. Pero esta transformación sólo puede darse ante los ojos de la sociedad. La sociedad impone la Novela, es decir, un complejo de signos, como trascendencia y como Historia de una duración. Por la evidencia de su intención, captada en la claridad de los signos novelísticos, reconocemos el pacto que une, con toda la solemnidad del arte, al escritor con la sociedad. El pretérito perfecto simple y la tercera persona de la Novela no son más que ese gesto fatal con el cual el escritor señala la máscara que lleva. Toda la literatura puede decir: «Larvatus Prodeo», me adelanto señalando mi máscara con la mano. Ya se trate de la experiencia inhumana del poeta, que asume la más grave de las rupturas, ya la mentira creíble del novelista, la sinceridad necesita aquí signos falsos, y evidentemente falsos, para durar y ser consumida. El producto, y finalmente la fuente de esta ambigüedad, es la escritura. Ese lenguaje especial, cuyo uso da al escritor una función gloriosa pero vigilada, manifiesta una especie de servilismo invisible en los primeros pasos, que es propio de toda responsabilidad: la escritura, libre en sus comienzos, es finalmente el lazo que encadena al escritor con una Historia también encadenada: la sociedad lo marca con los signos claros del arte, con el objeto de arrastrarlo con más seguridad en su propia alienación.