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Un día perfecto para el pez banana
J. D. Salinger*
En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad. Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y —ya era la cuarta o quinta llamada— levantó el auricular del teléfono.
—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.
—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
—¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.
—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han…
—¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde…
—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada…
—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después…
—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que… ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
—¿Cuándo llegaron?
—No sé… el miércoles, de madrugada.
—¿Quién condujo?
—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que…
—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, esa es la verdad.
—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles… se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el carro?
—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, solo para…
—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para…
—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el auto y demás…
—Muy bien—dijo la chica.
—¿Sigue llamándote con ese horroroso…?
—No. Ahora tiene uno nuevo.
—¿Cuál?
—Mamá… ¿qué importancia tiene?
—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre…
—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 —dijo la chica, con una risita.
—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo…
—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza…
—Lo tienes tú.
—¿Estás segura?—dijo la chica.
—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la… ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el carro. Me preguntó si lo había leído.
—¡Pero está en alemán!
—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia —dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma… nada menos…
—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste… Ya decía tu padre anoche…
—Un segundo, mamá —dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá? —dijo, echando una bocanada de humo.
—Muriel, mira, escúchame.
—Te estoy escuchando.
—Tu padre habló con el doctor Sivetski.
—¿Sí? —dijo la chica.
—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas… ¡Todo!
—¿Y…? —dijo la chica.
—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
—Aquí, en el hotel, hay un siquiatra —dijo la chica.
—¿Quién? ¿Cómo se llama?
—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un siquiatra muy bueno.
—Nunca lo he oído nombrar.
—De todos modos, dicen que es muy bueno.
—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que… anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa…
—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma.
—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la…
—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí —dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está…
—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
—Me he quemado toda, mamá, toda.
—¡Qué horror!
—No me voy a morir.
—Dime, ¿has hablado con ese siquiatra?
—Bueno… sí… más o menos… —dijo la chica.
—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
—Bueno, ¿qué dijo?
—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar! Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije…
—¿Por que te hizo esa pregunta?
—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé —dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo…
—¿El verde?
—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas…! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison… la mercería…
—Pero ¿qué dijo él? El médico.
—Ah, sí… Bueno… en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
—Sí, pero… ¿le… le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
—No, mamá. No entré en detalles —dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse… ya sabes, raro, o algo así? ¿De que pudiera hacerte algo?
—En realidad, no —dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno… todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
—En fin. ¿Y tu abrigo azul?
—Bien. Le subí un poco las hombreras.
—¿Cómo es la ropa este año?
—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
—¿Y tu habitación?
—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra —dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más… ¿En serio, va todo bien?
—Sí, mamá —dijo la chica—. Por enésima vez.
—¿Y no quieres volver a casa?
—No, mamá.
—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos…
—No, gracias —dijo la chica, y descruzó las piernas—. Mamá, esta llamada va a costar una for…
—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra… quiero decir, cuando una piensa en esas esposas alocadas que…
—Mamá —dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
—¿Dónde está?
—En la playa.
—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
—Mamá —dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
—No he dicho nada de eso, Muriel.
—Bueno, esa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita la bata.
—¿Que no se quita la bata? ¿Por qué no?
—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
—Lo conoces muy bien —dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
—No, mamá. No, querida —dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
—Muriel, hazme caso.
—Sí, mamá —dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro… ya me entiendes. ¿Me oyes?
—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
—Muriel, quiero que me lo prometas.
—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá —dijo la chica—. Besos a papá —y colgó.
*
—Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estate quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
—No era más que un simple pañuelo de seda… una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo —dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
—Por lo que dice, debía de ser precioso —asintió la señora Carpenter.
—Estate quieta, Sybil, cariño…
—¿Viste más vidrio? —dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
—Muy bien —dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.
El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas de la bata. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
—¡Ah!, hola, Sybil.
—¿Vas a ir al agua?
—Te esperaba —dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
—¿Qué? —dijo Sybil.
—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
—Mi papá llega mañana en un avión —dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
—No me tires arena a la cara, niña —dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
—¿Dónde está la señora? —dijo Sybil.
—¿La señora? —el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
—Pregúntame algo más, Sybil —dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
—Es amarillo —dijo—. Es amarillo.
—¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
—¿Vas a ir al agua? —dijo Sybil.
—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
—Necesita aire —dijo.
—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir —retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil —dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti —estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano —dijo Sybil.
—¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
—Sí que podías.
—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
—¿Qué?
—Me imaginé que eras tú.
Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
—Vayamos al agua —dijo.
—Bueno —replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
—¿Que eche a quién?
—A Sharon Lipschutz.
—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos —de repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil —dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez banana.
—¿Un qué?
—Un pez banana—dijo, y desanudó el cinturón de su bata.
Se la quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó la bata, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima la bata plegada. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces banana —dijo el joven.
Sybil negó con la cabeza.
—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
—No sé —dijo Sybil.
—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y solo tiene tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
—Whirly Wood, Connecticut —dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
—Whirly Wood, Connecticut —dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró:
—Ahí es donde vivo —dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
Sybil soltó el pie:
—¿Has leído El negrito Sambo? —dijo.
—Es gracioso que me preguntes eso —dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche —se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
—No eran más que seis —dijo Sybil.
—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
—¿Te gusta la cera? —preguntó Sybil.
—¿Si me gusta qué?
—La cera.
—Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza:
—¿Te gustan las aceitunas? —preguntó.
—¿Las aceitunas?… Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
—¿Te gusta Sharon Lipschutz? —preguntó Sybil.
—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
—Me gusta masticar velas —dijo ella por último.
—Ah, ¿y a quién no? —dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está! —dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso? —preguntó él.
—No me sueltes —dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo —dijo el joven—. Ocúpate solo de ver si aparece un pez banana. Hoy es un día perfecto para los peces banana.
—No veo ninguno —dijo Sybil.
—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empujando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
—Llevan una vida triste —dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella negó con la cabeza.
—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y llegaron a comer setenta y ocho bananas —empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
—No vayamos tan lejos —dijo Sybil—. ¿Y qué pasa después con ellos?
—¿Qué pasa con quiénes?
—Con los peces banana.
—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos bananas que no pueden salir del pozo?
—Sí —dijo Sybil.
—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
—¿Por qué? —preguntó Sybil.
—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
—Ahí viene una ola —dijo Sybil nerviosa.
—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia —dijo el joven—, como dos engreídos.
Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
—Acabo de ver uno.
—¿Un qué, amor mío?
—Un pez banana.
—¡No, por Dios! —dijo el joven—. ¿Tenía algún banana en la boca?
—Sí —dijo Sybil—. Seis.
De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
—¡Eh! —dijo la propietaria del pie, volviéndose.
—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
—¡No!
—Lo siento —dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.
—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
El joven se puso la bata, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel —que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
—Veo que me está mirando los pies —dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
—¿Cómo dice? —dijo la mujer.
—Dije que veo que me está mirando los pies.
—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la mujer, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
—Si quiere mirarme los pies, dígalo —dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
—Déjeme salir, por favor —dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos —dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su bata.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7.65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.
FIN
“A Perfect Day for Bananafish”, The New Yorker, 1948.
Vivir es fácil, el pez está saltando
Abelardo Castillo*
Merde a Dieu!
RIMBAUD
Ha ido hacia la ventana y la ha abierto de par en par. Antes bostezó. Después ha hecho girar entre sus dedos el sobre, un expreso escrito a máquina en uno de cuyos ángulos se lee, en grandes letras azules, la palabra urgente. No abrió el sobre. Con indiferencia lo ha dejado sin abrir entre las cartulinas de dibujo y bocetos publicitarios que se amontonan sobre la mesa, una vasta y severa mesa española, maciza, de apariencia monacal. Vuelve a la ventana. Ha cruzado los brazos y no mira afuera. Ahora, furtivamente, echa una mirada de reojo hacia la pared del otro cuerpo del edificio. La pared es violeta. Gira la cabeza, observa la pared. Va achicando los párpados hasta cerrarlos. Rápidamente, abre un ojo. Luego se encoge de hombros y se pone a mirar una paloma que, un poco más abajo, da vueltas alrededor de otra en el alféizar de la ventana del sexto piso. Escupe. Ha escupido con naturalidad y se ha quedado a la expectativa: unos segundos después se alcanza a oír el lejano plic en el patio de la planta baja. Va hacia el tablero de dibujo, no alcanza a llegar: ha hecho una especie de paso de baile, y ahora, de perfil a un espejo, está inmóvil junto a la biblioteca. Mete la mano en el hueco de uno de los ladrillones blancos que soportan los estantes, deja un momento la mano ahí, como si dudara, y saca por fin un frasquito. «Aunque lo que me vendría mejor», habla en voz alta, mientras con un dedo lucha por quitar el algodón que tapona el gollete del frasquito, «sería un buen Alka-Seltzer». Dice que, además, le vendría bien no comerse las uñas. Ha sonreído.
«Ni hablar en voz alta», ha dicho y se miró en el espejo. «Ves, Van Gogh, ves alma de cántaro, en momentos como éste uno siente lo amarillo que va a ser vivir sin la dulce Úrsula Loyer, ángel de los bebés; o sin sus uñas». Se ha acercado un poco más al espejo, después, bruscamente, hasta casi tocarlo con la cara. Tiene aún el dedo dentro del frasco, pero es como si hubiera olvidado qué estaba haciendo. Ha dicho que no es el mejor modo de empezar el día darse cuenta, de golpe, que una pared es violeta y que hace una semana se han cumplido treinta y tres años.
El teléfono sonó cuando iba hacia la cocina. Ya había conseguido sacar una cápsula del Frasquito y el timbre le cortó el silbido, pero no se detuvo. Cambió de rumbo y fue hacia un bargueño, un mueble colonial, con herrajes. Ha abierto uno de los cajones y busca algo. Bajo unos papeles hay una pistola Browning.9. Junto a ella, una tira de Alka-Seltzer. El teléfono sigue llamando. Un ser negro y pequeño grita en la nieve, —murmura—. Corta un sobrecito de Alka-Seltzer, lo abre con los dientes y se mete en la cocina. El teléfono sigue llamando. Pone a calentar café y echa una tableta de Alka-Seltzer en un vaso con agua. Cuando la tableta se ha disuelto, el teléfono deja de llamar. Se toma, juntos, la cápsula que sacó del frasquito y el contenido del vaso. Ha vuelto a la pieza. Va hacia el teléfono. Al pasar levanta del suelo un escalímetro, y en el mismo movimiento, con la otra mano, enciende el tocadiscos. Ahora pone con mucho cuidado una grabación: después de un silencio se escucha, cóncava, la voz de Ertha Kit. Summertime, canta la voz viniendo como por una calle larga, and the livin’is easy, fish are jumpin’… Después un coro. Después vuelve a sonar el teléfono: él ya tenía la mano sobre el tubo desde hacía unos segundos.
—Sí, hola —ha dicho. Su voz es tranquila, quizá impersonal—. No, Napoleón habla: acabo de volver de Santa Elena y vengo a salvar el país… Sí, está bien. Perdón. Pero quién puede hablar si no hablo yo —ha bajado el volumen del tocadiscos—. Café. Y tomando un Dexamil para estar lúcido, porque me he decidido a trabajar. También he recitado a William Blake y le escupí el gato a mi vecina de la planta baja… No, acá no sonó… Que-acá-no-sonó… Sí, yo te escucho, siempre te escucho, podría decir que vivo escuchándote —ha estado tratando de encender un cigarrillo; ahora deja el tubo a un lado y lo enciende—. Hola. Lo que pasa es que quería acomodarme el tubo entre el hombro y el pescuezo, operación que nunca me resulta. Yo no sé cómo hacen en las películas, realmente. ¿Notaste lo bien que sale todo en las películas…? No, no estoy contento. Como podrás suponer no estoy contento, no estoy nada, digamos. Soy así y me parece que vos tendrías que dormir un poco. Son las nueve de la mañana. Ya sé, ya sé —ha dicho y ha cerrado los ojos—. Ya sé. Pero igual, trata de descansar un poco. No se puede así —repentinamente grita:
—. ¡Vivir! Que así no se puede vivir. Vos, quiero decir —ha vuelto a hablar con naturalidad, con el tono impersonal del principio—. Que te vas a enfermar. Sí, te escucho. Ya sé. Eso es exactamente lo mismo que dijiste anoche, y yo te contesté que el amor no tiene nada que ver. Tiene que ver, sí, pero lo importante… La convivencia, eso. Soportarse. Y lo triste de esta melancólica historia es que ya no nos soportamos. Sí, querida, vos tampoco a mí. Y hasta sospecho que sobre todo vos no a mí. Pero no pienso volver a hablar de esto. Por si te interesa: estoy a punto de ponerme a trabajar. He tomado un Alka-Seltzer para desembotarme y un Dexamil Spansule de 15 miligramos para estar lúcido todo el día. Ne-ce-si-to trabajar —cerró los ojos y se llevó el cigarrillo a la boca, una mezcla de suspiro y pitada—. No soy frío, ni te engañé. Y te juro que siempre fuiste una muchacha maravillosa y tampoco me estoy riendo. Pero, insisto: son cosas distintas. ¡El café! —grita—. Espera un poco.
En la cocina, al sacar la cafetera del fuego se quema los dedos. Sacude la mano y se la pasa por el pelo. Sirve una gran taza de café, va hacia la pileta y le echa un chorrito de agua. Estaba revolviendo el azúcar cuando suena el timbre de la puerta. Levemente, se sobresalta. «Macanudo», murmura, «ahora resulta que también soy
nervioso». Vuelve a sonar el timbre.
—Momento —dice en voz muy baja.
Sin apuro, termina de revolver el café. Deja la taza sobre el mármol de la cocina y va a abrir la puerta. Una alta señorita mayor, vestida con un traje sastre gris, está sonriendo en el pasillo. Tiene el pelo rubio y los ojos intensamente azules. Buenos días, hermano, le dice. Y señalando un enorme portafolio agrega que viene a traerle la palabra de Dios. Tiene un leve acento extranjero. El está mirando, como fascinado, sus redondos botincitos negros. La señorita sigue hablando:
—A usted seguramente le extrañará que a esta hora, y en estos tiempos, alguien venga a su casa a traerle la palabra de Dios. El sacude la cabeza.
—De ninguna manera —dice.
Después le cierra la puerta en la nariz. Va hacia el teléfono.
—Hola, íbamos por la parte en que no tengo sentimientos, por mi corazón de trapo. Y yo argumentaba que sos maravillosa, irrepetible seguramente, pero que la vida y esas cosas. También decíamos que ahora estás demasiado alterada, que tenés que dormir, que no se puede vivir así. ¿Por qué no lo dejamos para mañana? Vamos a hacer una cosa, vos tratas de serenarte, te acostás y mañana, suculenta como una panadería, te encontrás conmigo en el Jardín Botánico bajo las araucarias. Y con sol. Hoy está nublado: nadie puede razonar claramente en un día nublado, mañana en cambio, con sol… Cierto, sí, es inconcebible que alguien se pueda poner a tomar café en un momento como éste. Cuando lo ha abandonado la única mujer que quiso en su vida. Porque debo recordarte que…
Bueno, pongamos que sí, que yo te obligué. Que en mi caída traté de hacerte a un lao… Te fijaste, entre paréntesis, de qué modo bárbaro se parece Confesión al diario de Kierkegaard, para salvarte sólo supe hacerme odiar, qué tal. Y a propósito del café: en cualquier momento voy a tener que ir a buscarlo, porque me lo olvidé en la cocina. Ponerse a tomar café, sí, en vez de escucharte a vos. Y no sólo en vez de escucharte a vos, no te podes dar una idea. Quiero decir que vino Dios, un Mensajero de Dios. Tenía los ojos imposiblemente azules y usaba botincitos. Tuve que mirarle los botincitos para no ahogarme de azul. Extrañas formas que asume la Salvación, mi madre.
Deja el auricular colgando del cable; del otro lado se oye la voz. Va a la cocina y vuelve con la taza de café. Toma el teléfono, arrima un sillón y se sienta. Antes ha echado una mirada furtiva al sobre que quedó sin abrir sobre la mesa. Súbitamente parece muy cansado.
—Vas a tener que repetirme todo de nuevo, porque no oí nada. Sí, que no va a haber mañana con sol: eso lo oí. O ni mañana ni sol, es lo mismo. Pero yo te prometo que va a haber… No entiendo —había cerrado los ojos; de golpe los abrió, echando violentamente la cabeza hacia atrás—. Ya sé. Matarte. Vas a matarte. ¿Acerté?
Acerté. No va a haber mañana ni sol, porque ella, que sufre, ha comprendido que vivir ya no tiene sentido. Ustedes tienen… ¡Hablo en plural porque se me antoja! — lo ha gritado, acercando mucho la boca al tubo—. Tienen, todas, la cualidad extraordinaria de ser los únicos seres que sufren. Pero, sabes lo que te digo, lo que te aconsejo —se ha puesto de pie y habla nuevamente en voz muy baja; al levantarse, el café se derrama sobre su pantalón—, te voy a decir lo que te aconsejo: matate.
Y ha colgado.
Va hacia el baño, se moja la cara y el pelo, silbando se peina con las manos. Vuelve a la pieza y toma la carta. La deja y va a cambiarse el pantalón. Vuelve, toma la carta, abre cuidadosamente el sobre, lo abre con una minuciosidad casi delicada y comienza a leer. Su cara no cambia de expresión, sólo la vena de su frente parece ahora más pronunciada. Deja de leer. Va hasta el tablero de dibujo, despliega una cartulina y la sujeta con dos chinches: al soltarla, la cartulina se enrosca sobre sí misma. «Epa», dice, y va a cambiar el disco. Se oye un fagot y se oyen unas cuerdas. Recomienza a leer la carta, paseándose. Está junto a la ventana abierta. Sin mirar, arroja el pucho del cigarrillo hacia la planta baja. Vuelve a la mesa. Pliega lentamente la carta, la pone otra vez dentro del sobre, mira hacia el teléfono y con gesto distraído (sólo la vena de su frente vive, y su boca, que se ha alargado curvándose hacia abajo) rompe en pequeños pedazos el sobre y coloca los pequeños pedazos en un cenicero, formando un montículo, una diminuta pira. Arrima el encendedor y se queda mirando la pequeña fogata.
Repentinamente va hacia el teléfono y marca un número.
—Y si te ibas a matar —dice después de un momento—, si te ibas o te vas a matar, ¿me querés explicar para qué me lo contaste? Yo te voy a decir para qué. Para ajusticiarme. Callate, Yo, culpable; vos te vengas de mí, ¿no? Ah, no, querida. No acepto. Me parece injusto cargar, yo solo, con tu muerte. Lo que hay que hacer, lo que tenés que hacer, es lo siguiente: llamar por teléfono a todos, a todos quiere decir a todos, a tus amigos y a tu viejo papá, callate, a tus compañeritas de la primaria y del Sagrado Corazón y a tus conocidos lejanos: a todos. No sólo a mí. Al señor que se cruzó con vos en la calle el día cinco o catorce de cualquier mes de cualquier año y te vio esa única vez en tu vida. Y al que ni siquiera te miró, especialmente a ése. A todos. Lo que hay que hacer es agarrar la Guía de la Capital, del país, del planeta entero, y llamar y llamar y llamar por teléfono a todos y decirles, mis queridos hermanos, cuando muere asesinado un hombre siempre es culpable toda la humanidad, pichón de frase. O suicidado, en tu caso. Y también a mí, sí, pero no a mí solo. Ya me crucificaron la otra vez, hace como dos mil años; yo no cargo más con los líos de ustedes, amor. O quién sabe. Quién sabe ni siquiera me llamaste para que te expíe… ¡con equis!, por ahí me llamaste para no matarte, para que te salvara. Lástima que se fue la inglesa que estuvo hoy, la de los ojos. Tenía los ojos del color justo, una cruza de ópalo y zafiro soñada por Kandinsky. La mirabas un rato y era como caer para arriba. Como zambullirse de cabeza en el cielo. Daban vértigo de azules. Yo la neutralicé por el lado de los zapatitos, redondos en la punta, que si no. Y debe ser, sí, seguro que me llamaste para eso. Y ahora yo tengo potestad de vida y muerte sobre la Adolescente Engañada, yo, el Gran Hijo de una Gran Perra, todo con mayúscula. Y sí, soy… ¡Callate! Soy justamente eso. Y acertaste. No tengo sentimientos, ni alma, y me divertí con vos a lo grande, nos divertimos, porque debo reconocer que en la cama vos eras también bastante mozartiana y con tu buena dosis de alegría de vivir. ¿O no? Si era el único lugar donde… Y a lo mejor está bien; a lo mejor eso es lo cierto. Lo digo en serio. Y no hables ni una sola palabra porque… Horroroso. El recuerdo que tendrás de mí será horroroso, parecemos Tania y Discépolo. Oíme, llama; haceme caso. Te fijas en la Guía y marcas un número, o ni te fijas. Llamas al azar y decís señor, a que no sabe quién le habla, le habla una muchacha de dieciocho años que va a matarse dentro de un rato, ¿no le parece inmundo no poder hacer nada por salvarme? Y le cortas. Le cortas. Le-cor-tás.
Ha vuelto a colgar el tubo. Prende un nuevo cigarrillo, va hasta el tablero de dibujo, desenrolla con brusquedad la cartulina y, en dos golpes, la clava secamente a la madera. Toma un tiralíneas y una regla milimetrada. Los deja. Echa una mirada al cenicero donde se ve la ceniza del sobre que ha quemado. Va hasta la ventana. Mira el teléfono.
Nieve, dice. Grita en la nieve.
Cuando suena otra vez el teléfono, sonríe. Hace un movimiento hacia el teléfono o hacia el tablero de dibujo y se detiene. Nieve, dice. Vuelve a mirar de reojo la pared color violeta. El teléfono sigue llamando.
Finalmente, deja caer el cigarrillo hacia la planta baja. Antes le ha dado una larga pitada; después, como si el cigarrillo lo arrastrara en su caída, se tira por la ventana.
*Del libro Las panteras y el templo
Abelardo Castillo
Erika de los pájaros, de Abelardo Castillo
Me matarán; ellos no perdonan. Ya se habrán dado cuenta de que los traicioné, no sé a qué llamo traición, es cierto, porque todo empieza ahora, ahora y aquí mismo y se reduce a esto, al recuerdo de una carrera sangrienta bajo la luna, y a saber que ellos, los que no conozco, vendrán y me matarán. A tiros. Como a un perro.
Él escapó —yo escapé— durante la noche. Durante toda la noche corrió desesperadamente entre las piedras, largos pedregales sin color, y breñas. Los pies estaban hechos pedazos. Corrió durante la noche con los pies sangrantes y llegó al amanecer. Erika, porque ella entonces se llamaba Erika, lo había mirado con sus ojos hermosos y cansados. Ella tenía ahora los ojos cansados y se llamaba Erika. Siempre su mismo rostro de niña, el rostro que tanto amo, pero todo era distinto: más viejo. Terriblemente fatigado y viejo. Ella dijo:
—No te atreviste.
Pero no era un reproche: ella también sabía de antemano que yo, que él no se atrevería. Y él cayó a los pies de Erika, se abrazó al amado cuerpo de muchacha buena, a su maldito cuerpo, y había llorado.
—No pude, Erika: no soy capaz. Soy cobarde. Ella acarició sus cabellos finos, demasiado finos, como los de una mujer y dijo:
—Niño, mi pequeño niño.
Su voz no tenía expresión, o sí. Creo que era triste, llena de una tristeza profunda e inexpresiva, como la tristeza.
—Debemos escapar, Erika: ellos vendrán, ya deben de estar en camino, vendrán con sus largos rifles y me matarán a mí, a los dos, pero también a mí, y yo no podré recordarte. A tiros. Sé que ha de ser a tiros, como a los perros, ¡perra! Debemos irnos, perra, amor mío, mujer única. Te amo.
Pero él no podía dar un paso; sus pies eran dos guiñapos dolorosos y sanguinolentos, sobre todo, dolorosos. De pronto ya no estaba junto a ella, sino en el camastro; tirado sobre el camastro y sin poder moverse, erika, erika.
—¡Erika!
Ella, en otro sitio, dice:
—El necesita un caballo, tiene lastimados los pies, lastimados y debe irse.
El muchacho la miró, el muchacho que tiene otro pelo distinto del mío, un pelo ondulado y fuerte, de muchacho, la miró y dijo:
—No podrás pagármelo —y sonreía, y estoy seguro de que pensaba por qué es tan blanco el cuerpo de ella, de Erika. Erika va a decir algo monstruoso. Lo dice:
—Bien sabes que puedo —dice, y ni siquiera ella se asombra del tono silbante, íntimo, de reptil silbante, que tomó de pronto su voz de diablo.
El muchacho era muy joven, apenas tendría dieciséis años, joven y fuerte y bestial, pero de pronto perdió todo su aplomo: su rostro, bello rostro moreno es moreno y el mío pálido, el del hombre que está tirado en el camastro y odia, es pálido, no como el rostro moreno del muchacho bestial que ahora se sonroja estúpidamente y parece más niño y más hermoso. Se acercó a Erika, a su vestido de verano y aire, y dijo:
—Si quisieras. Robaré un caballo, no importa si luego el patrón me mata a palos.
Erika sonrió triunfante, pero no debió sonreír, estúpida, no ve que los rasgos del muchacho se endurecen. Erika, debes sonreír triunfante, aunque los rasgos de él se endurezcan, yo te amo, sonríe, sonríe así, pero los rifles son tan largos. Y yo no podré recordarte luego, y este dolor y el miedo. Acércatele, antes de que sea tarde, acércatele o todo está perdido. Ella sonríe sin darse cuenta de lo que va a decir el muchacho: yo lo sé, el hombre tirado en el camastro lo sabe y, por eso, el muchacho lo dice:
—Y por qué no se lo pides al otro, al Patrón. Me quieres engañar, como siempre, luego me despreciarás como siempre. El Patrón, él te da cosas, yo te he visto abrazada con él, y ahora quieres caballo para salvar al pequeño.
Erika golpeaba impaciente el suelo con su pie, y el pequeño, el hombre de los pies deshechos, sabe lo que piensa, piensa al Patrón no más, nunca más, a esa bestia lujuriosa y puerca.
Mentiras. Ella sabe que el Patrón nunca volverá a darle nada, perra mentirosa, ni collares ni monedas amarillas, nada, nunca te dará más nada. Dijo:
—No le pido porque no, porque no quiero. El muchacho la miró, miró su vestido de aire y de verano, liviana Erika de los pájaros, y el muchacho dijo:
—Te lo llevaré a la cabaña aunque me mate a palos. Ella dijo:
—Pronto. Tiene que ser pronto.
Juntos mientras el muchacho viene, mientras ellos vienen también por las piedras, con los largos rifles y la muerte.
—¿Cómo te sientes ahora? —pregunta Erika.
—Debemos irnos —dice él—: ahora mismo.
—Después. Pronto traerán un caballo y nos iremos. El dice:
—Erika, sabes, tengo la cabeza llena de fuego y fuego. Erika muchacha de las guirnaldas, amor, sabes, esto no es más que un sueño. ¡Ríete!, porque esto es solamente un sueño, despertaré, despertarás mañana, y los dos estaremos en la aldea, en la aldea donde hay casas de paja y amarillo tibio, muchacha mía, pequeña de andar entre las flores cantando, mañana, oye, despertarás y yo despertaré en la aldea.
—No grites —dice Erika.
Él grita, me duele la garganta de gritar, él grita y camina por el cuarto con piso de madera, duelen los pies deshechos. Grita:
—Un sueño, Erika. Una pesadilla, nada más que sombras que dan miedo, pero mañana seremos niños, casi niños, y yo volveré a encontrarte junto al estanque, en el claro donde las hojas de los ceibos son verdes y hay flores rojas, muy rojas, y entre el follaje se ve el agua azul. Erika, sabes, hubo un tiempo en el que aún no tenías catorce años y yo te amaba, catorce años cuando nos quedamos dormidos, entre las guirnaldas y los pájaros.
Ella lo mira con sus ojos selváticos, es bella, bella como una estampa viejísima y ajada pero bella, igual a sí misma, hermosa como sólo ella puede serlo y luego dice:
—Catorce años, sí, cuando nos quedamos dormidos, amor, y yo te amaba.
—Yo iba, Erika, lo recuerdas, iba por las noches al borde del agua, y te encontraba allí, y sabía canciones. Tú no las sabías, yo sí, y te enseñaba entonces todas las cosas, y por eso mañana despertaremos en la aldea.
—Despertaremos, sí, despertaremos hace mucho.
—Ahora entiendes, verdad que entiendes, no hubo huida sobre las piedras grises, ni habrá hombres con la muerte en los rifles, buscándome por tu culpa, perra, cuerpo de diablo. Erika pequeña de los pájaros, amor, Erika, porque mañana despertaremos y seremos niños. Yo te traeré aquel libro, sabes, el libro mío, el nuestro de las estampas.
—Te ríes, me haces sonreír. Estás hermoso.
Él ríe, ambos ríen largamente. De pronto los ojos de él, mis ojos arden y él tiene miedo, siente odio mientras ella recupera una expresión casi olvidada de sentirse indefensa, y él grita:
—¡El libro! Dónde está, quiero mi libro, el libro mío de imágenes, ¡ahora mismo! No, no, ahora o después pero no tengas esa mirada de cansancio, y triste, esa mirada no, sonríe, ya no quiero el libro, yo lo buscaré, quietecita, quieta como un animalito, como la perra que eres, que serás siempre, muchacha de los ceibos, amor. Te amo.
Pero ella ha buscado en un rincón y trae el libro. Es un libro azul, yo lo recuerdo ahora, encuadernado con piel azul y perfumada. Es bello como un libro. Él ríe a carcajadas, pero acaso no ríe, porque dice:
—Nuestro libro, Erika, nuestro hermoso libro. Se han sentado en el suelo y lo hojean, como quienes acarician un libro de imágenes y ella dice:
—Mira. Mira ésta.
—Ésta, sí. Todas, tuyas y mías. Ruido de cascos.
Son ellos, pienso, ellos que vienen a matarme y me he puesto de pie, tiemblo, debemos huir y se lo digo:
—¡Es necesario huir!
Sé que ella dirá lo que dirá, que tendrá otra vez los ojos tristes y dirá:
—Mi pequeño miserable, amor.
Pero quien llega es el muchacho moreno, llega con su caballo, mi caballo de huir.
No. Tal vez hay tiempo todavía, no. Pero ella tiene ahora la mirada grave y vieja y secular y maternal que él teme. Erika dirá, lo dice:
—Debo pagarle.
Él solo en el cuarto contiguo. Ya no le arde la cabeza y todo está muy claro: no despertarán mañana. Dios mío. Necesito decir Dios mío, preguntar, Dios, por qué todo, por qué yo aquí, solo. Capillas hubo. Santos de palo tallados por manos de leñadores, antes, mucho antes de esto. Esto que no sé qué es, dónde es, ni sé cómo, en qué sitio. Ella y el muchacho hablando. Puedo saber de qué hablan, pero no quiero, porque antes hubo despedidas al crepúsculo que no fueron así pero pudieron serlo: la muchacha, ella, que ahora se llama Erika, corría hacia el lago. Corre hacia el agua y sube a una embarcación pequeña, y tan chata, que, mientras se aleja, parece la muchacha flotar sobre el agua azul. El la ve desde la boca del cántaro, pues el follaje siempre es así, como la boca de un cántaro verde y con flores rojas, y desde allí, se ve el lago con muchacha. Ella rema con un remo largo y fino como un remo de junco, y el agua es tan azul que da miedo.
¡La puerta! ¡Ella ha abierto la puerta! Qué quiere, por qué abre la puerta cuando yo pienso en Erika de los crepúsculos, perra Erika de ahora, amor de siempre, no abras, no.
Ella abrió la puerta y entró en este cuarto.
—Escúchame —ha dicho su voz triste de Erika, y ha entrado con sus ojos tristes y antiguos de Erika y su cansancio—. Escúchame, no temas nada, amor pequeño, muchacho del libro azul y las canciones. No es la primera vez. No. No es la primera vez que lo hago.
Él no piensa cuando dice lo único que no debió decir. Pero ya la puerta se cerraba nuevamente. Y dijo:
—Ya lo sé —y se da cuenta de que es cierto—. Ya lo sabía.
Y ahora la espiaré. Yo voy a espiarte ahora, puerca, yo de rodillas ante la puerta, yo, mientras una Erika sin cara desprende hábilmente ropas de muchacho que tiene miedo, pero no sólo tiene miedo sino que la desea, hipócrita, y se siente, ha de sentirse superior, eso, mejor que la mujerzuela de los sapos, ramera de lagartos, único amor mío que se le entrega. Él, el hombre arrodillado detrás de la puerta, puede entrar como el viento y hacerlo marchar a bofetadas, puede entrar como sólo una vez, esta vez, y únicamente él puede entrar y matar. Y el hombre de rodillas ante la puerta sabe, yo he comprendido, sé que él podría utilizar su noche irrevocable —ésta—, pavorosa pero suya, como sólo una vez en la vida, en el sueño, dónde, a todos está dado utilizarla, a mí, para justificarse o fulminar el universo con un gesto, o —como a él, ahora— para ponerse de pie y ser, de pronto, parecido al viento, hijo del viento, igual al estallido de un astro y a una tempestad tumbando, descuajando. Y entrar entonces. Matarlo a bofetadas. Pero qué más da; ella solamente paga. Sin embargo él intuye, yo conozco lo que ocurrirá, nadie puede evitarlo desde que llegó corriendo con los pies deshechos de correr entre las piedras, sabe que ella, de pronto, tendrá un rostro extraño, un rostro feliz que no será el cansado rostro de Erika, puerca, te entregas de verdad, no pagas, víbora de pantano, me engañas, amor, no ves que me engañas a mí, que te amo, a mí, grandísima perra, que me quedo solo amándote como en el tiempo de las aldeas y el crepúsculo.
Es necesario esconder la cara entre las manos.
Erika y él, nuevamente solos. El muchacho se ha ido. Erika, sin moverse del camastro, espera que él llegue a su lado, él, que tiene los pies hechos pedazos. Qué triste estás, muchacha.
Ella dice:
—Tu caballo está afuera. Puedes irte.
Él la mira, pero ella no lo mira. El caballo está afuera, el caballo que dejó el muchacho moreno. Por la ventana de la cabaña se ve el desierto de las piedras, no se ve la aldea. El, arrastrando los pies, sus guiñapos, llega y se sienta al borde del camastro.
—No —dice ella—. Afuera hay un caballo. Debes irte. Qué triste estás, muchacha, amor.
—Erika —dice él—. Erika de los pájaros.
—No. Afuera hay un caballo.
Él tiende una mano hacia la mujer, hacia su frente, y dice:
—Debo matarte, Erika.
Ella asiente con los ojos cerrados.
—Debo matarte porque mañana no despertaremos en la aldea, y no podré enseñarte mis canciones, ni te irás por el agua. Ayúdame, Erika, porque debo matarte.
Erika tomando las manos del hombre las abrió sobre su garganta donde las manos se quedaron quietas, y ella dijo:
—Lo he dado todo, sabes.
—Todo, qué es todo. Ayúdame.
—Todas las cosas.
—Es necesario que te odie, Erika.
Lejos se pueden escuchar ladridos. Ladridos que vienen por las piedras. Ellos, los hombres de los largos rifles, vienen con sus perros ladradores. Vendrán, abrirán la puerta y nos matarán.
—Debes irte, amor. El caballo es veloz y ellos están fatigados, no podrán encontrarte.
—Voy a matarte ahora, Erika.
—Sí.
—Ayúdame.
Ella no lo mira, tiene los ojos cerrados. Ella dice:
—Voy a ayudarte, pequeño cobarde, sucio bicho de los albañales, sabandija de los rincones, también le he dado nuestro libro, tu hermoso libro azul de imágenes, el libro que me enseñabas a mirar junto al estanque de la aldea, todo, también tu bello libro de piel perfumada, todo, infame rata, pequeña rata temerosa de los sótanos, el muchacho moreno se llevó tus estampas y te amo.
—Gracias, Erika.
Y él apretó, y ella mientras tanto sonreía. Las manos de él se juntaron una con otra al apretar su garganta y ella sonreía. Ella, Erika de los pájaros.
Luego él levantó el cuerpo de Erika. Y salió de la cabaña en dirección a las piedras, a los largos rifles, a los perros.
Hermanas
Claire Keegan*
Es costumbre de los Porter enviar una postal para decir en qué momento van a llegar. Betty espera. Cada vez que ladra el perro se descubre yendo a la ventana, al pie de la escalera, a mirar a través del helecho para ver si el cartero viene en bicicleta por la avenida. Es casi junio. El frío ha cesado del todo; en los árboles, las ciruelas se han puesto más carnosas. Pronto llegarán los Porter pidiendo comidas extrañas, pañuelos limpios, bolsas de agua caliente, hielo.
Louisa, la hermana de Betty, se fue de joven a Inglaterra y se casó con Stanley Porter, un vendedor que se enamoró de ella, dice, por el modo en que le caía el cabello sobre la espalda. Louisa siempre tuvo un cabello precioso. Cuando eran jóvenes, Betty se lo cepillaba cada noche, unas cien veces, y sujetaba la trenza dorada con un pedazo de cinta de raso.
El propio cabello de Betty es —y siempre ha sido— de un castaño que pasa desapercibido. Sus manos fueron siempre lo mejor que tuvo: blancas, manos como de dama que ha tocado el órgano los domingos. Ahora, al cabo de años de trabajo, sus manos están arruinadas, la piel de las palmas es dura y masculina, los nudillos se ensancharon; se ha puesto en los dedos detergente y aceite de ricino, pero no ha podido sacarse el anillo de casamiento de su madre.
Betty vive en la casa paterna; la casona, según le dicen. Alguna vez perteneció a un terrateniente protestante que la vendió y se mudó después de que se acabó su casamiento sin hijos. La Land Comision, que adquirió la propiedad, derribó el tercer piso y, por una pequeña suma, le vendió los cuartos de los sirvientes de los dos pisos restantes y los setenta acres de los alrededores al padre de Betty cuando este se casó. La casa parece demasiado pequeña para el jardín que tiene y demasiado próxima al corral, pero, a pesar de todo, sus muros cubiertos de hiedra se ven hermosos. La arcada conduce a un corral con establos, un granero y cobertizos de granito, una cochera, perreras y el pozo. En la parte de atrás hay un bonito huerto cercado con un muro, donde, antaño, el terrateniente apacentaba a un toro de raza Angus para mantener a los niños alejados, dado que no tenía hijos propios. El lugar tiene una historia, un pasado. La gente dice que a Parnell le sacaron una muela en el vestíbulo. La gran cocina tiene una ventana enrejada, un hornillo Aga y una mesa de roble que Betty limpia los sábados restregando. El hogar de mármol blanco del salón combina con los muebles de caoba. La escalera se curva en un descanso bien iluminado con puertas de roble que conducen a tres amplios dormitorios que dan al patio, y a un baño que Betty instaló cuando su padre se enfermó.
También Betty quiso ir a Inglaterra, pero se quedó para cuidar la casa. La madre murió repentinamente cuando Betty y Louisa eran pequeñas. Una tarde salió a juntar madera y cayó muerta cuando volvía por el prado. Siendo la mayor, a Betty le pareció natural ir ocupando el lugar de su madre y cuidar a su padre, un hombre temperamental, dado a accesos de mal genio. Betty no tuvo una vida fácil. Estaba el
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ganado que tenía que ser arreado y examinado, los cerdos que debían ser engordados, los pavos que antes de Navidad había que mandar por tren a Dublín. Se cortaba el prado en el verano y los campos sembrados de centeno y avena en otoño.
Su padre le daba instrucciones y hacía cada vez menos, le pagaba a un hombre para que viniese a hacer el trabajo más pesado. Criticaba las facturas del veterinario, insultaba al sacerdote que venía para ungirlo cuando estaba enfermo, despreciaba la comida de Betty y afirmaba que nada era como debería haber sido. Nada era como solía ser, decía. Odiaba el cambio. Hacia el final, se ponía su sobretodo negro y recorría los campos, observando lo alto que estaba el pasto en el prado, contando los granos en los tallos, advirtiendo la delgadez de una vaca o el óxido en un portón. Entonces volvía adentro justo antes de que oscureciera y decía: «No queda mucho tiempo. No queda tiempo».
—No seas morboso —solía contestarle Betty y seguía con lo suyo; pero el último invierno tuvo que meterlo en la cama, y durante los tres días que precedieron a su muerte, estuvo ahí rugiendo y pataleando, pidiendo a los gritos: «¡Suero de leche! ¡Suero de leche!».
La noche de martes en que murió, deseando morirse, Betty se sintió más aliviada que compungida.
Betty siguió el progreso de Louisa a través del tiempo: su boda, a la que no fue; el nacimiento de sus hijos, un niño y una niña, que es lo que Louisa había querido. Enviaba una torta de frutas por correo cada Navidad, turrón para Pascua y recordaba los cumpleaños de los niños, ponía en las tarjetas billetes de una libra que no podía ahorrar.
Betty nunca se había casado. Una vez había salido con un joven protestante llamado Cyril Dawe, a quien su padre desaprobó. No sucedió nada. A Betty se le pasó la época de casarse y de tener hijos. Se acostumbró a prestarles atención a las necesidades de su padre en la casona, sofocando sus arranques, preparándole el té cargado, planchando sus camisas y lustrándole los zapatos buenos los sábados por la noche.
Luego de que él murió, se las arregló para vivir arrendando la tierra y gastando con prudencia los ahorros que su padre había dejado en el Allied Irish Bank. Betty tenía cincuenta años. La casa era suya, pero una cláusula en el testamento de su padre le daba a Louisa el derecho de residencia mientras estuviese viva. El padre siempre había preferido a Louisa. Ella había sentido admiración por él, aunque la que lo había alimentado, vestido y cuidado había sido Betty.
Cuando pasa junio sin noticia de los Porter, Betty empieza a estar intranquila. Se imagina la lechuga y los echalotes pudriéndose en el almácigo de los vegetales, juega con la idea de alquilar una casa de veraneo cerca del mar, con ir a Ballymoney o Lahore Point; pero su corazón sabe que no lo hará. Nunca va a ninguna parte. Lo único que siempre hace es cocinar y limpiar y ordeñar la vaca que conserva para la
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casa, asistir a misa los domingos. Pero le gusta así, le gusta tener la casa para ella sola, sabiendo que las cosas están donde las dejó.
Una abrumadora sensación de libertad había acompañado sus días desde la muerte del padre. Arranca hierbajos, mantiene el jardín en orden, sale con la podadora los sábados para cortar flores para el altar. Hace lo que nunca antes tuvo tiempo de hacer: teje crochet, tiñe de azul las cortinas de encaje, reemplaza la lamparita en la lámpara del sagrado corazón, raspa el musgo del pesebre del caballo y pinta el portón de la arcada. Más tarde, cuando la fruta madura, puede hacer mermelada. Puede plantar papas y poner tomates en vinagre en el invernadero. En realidad, si los Porter no vienen, nada se desperdiciará. Se está acostumbrando a esa idea de pasar el verano sola, está canturreando suavemente una canción y pesando cáscaras acarameladas sobre la balanza, cuando el cartero pedalea hasta la puerta.
—Están llegando el 9, en el ferry del fin de la tarde, Miss Elizabeth —dice el hombre—. Llegan hasta Enniscorthy en bus. Deberá enviarles un auto —agrega, mientras pone la tarjeta en el aparador y la pava sobre el calentador portátil para prepararse un poco de té—. El día no está malo.
Betty asiente. Tiene apenas cuatro días para dejar la casa en condiciones. Podrían haberle dado más tiempo. Parece raro que no traigan el coche, el que la gran compañía le da a Stanley y en el que tan orgulloso siempre se siente.
A la mañana siguiente, tira todas las camisetas viejas de su padre que usaba como trapos, lleva las botellas de cerveza vacías al bosque y se deshace de ellas debajo de los arbustos. Saca las alfombras y las golpea con más vigor del necesario, levantando una nube de polvo. Esconde las mantas viejas en la parte de atrás del ropero, da vuelta los colchones y pone sábanas buenas en las camas. Siempre guarda buena ropa de cama porque si se llegara a enfermar, no querría que el doctor o el cura dijesen que tiene las sábanas emparchadas. Saca todos los platos cascados del aparador y dispone en los estantes el juego decorado. Le encarga al almacenero bolsas de harina y de azúcar y trigo molido, se arrodilla y encera el piso hasta que brilla, friega el toilet y el baño, compra un gozne nuevo para el vestidor y se hace arreglar el cabello.
Llegan un cálido viernes por la noche. Betty se saca el delantal cuando el taxi toca bocina y se precipita a recibirlos.
—¡Oh, Betty! —dice Louisa, como si la sorprendiera verla allí.
Louisa se ve joven como siempre, en su vestido de dos piezas de verano, su cabello colgándole en ondas doradas sobre la espalda. Tiene los brazos desnudos y bronceados por el sol.
Edward, su hijo, se ha puesto alto y desgarbado, un joven taciturno que prefiere quedarse adentro; extiende una palma fría que Betty estrecha. Hay poco sentimiento en su apretón de manos. Ruth, la niña, salta en dirección a la vieja cancha de tenis, diciendo apenas hola.
—¡Vuelve aquí y dale un beso a tu tía Betty! —grita Louisa.
—¿Dónde está Stanley?
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—Oh, está ocupado, tuvo que trabajar, ya sabes —dice Louisa—. Tal vez venga después.
—Bien. Te ves fantástica, como siempre.
Louisa acepta pero no retribuye el cumplido. Sus dientes blancos son demasiado numerosos para su sonrisa. El taxista está sacando valijas del portaequipajes del techo. Hay un terrible montón de equipaje. Trajeron un Labrador negro y libros, almohadas y botas, una flauta, pilotos, un tablero de ajedrez y suéters de lana.
—Trajimos queso —dice Louisa y le pasa a Betty un pedazo de cheddar fuerte. —Qué considerados —dice Betty, y lo huele.
Louisa se queda en el portón del frente y mira en dirección al monte Leinster, con su mástil siempre iluminado y el bosque carente de exuberancia en el valle. —Oh, Betty —dice—, es tan lindo estar en casa.
—Entra.
Betty dejó la mesa preparada; hay dos teteras con agua hirviendo en la estufa, de sus picos salen rezongos de vapor. Un remanso de luz crepuscular cae a través de los barrotes de la ventana sobre los pollos asados fríos y la ensalada de papas.
—Al pobre Coventry lo pusieron en una jaula durante todo el viaje —dice Louisa, refiriéndose al perro. Lo han dejado frente al aparador y Betty tuvo que arrastrarlo por el linóleo para abrir las puertas de la alacena.
—¿Hay remolacha, tía Elizabeth? —pregunta Edward.
Betty se había tomado un gran trabajo lavando la lechuga, pero ahora se descubre deseando que no se aparezca un insecto arrastrándose por la ensaladera. Su vista ya no es lo que solía ser. Llena la tetera y corta una hogaza de pan de centeno en rodajas finas y delicadas.
—¡Necesito ir al baño! —anuncia Ruth.
—Saca los codos de la mesa —le indica Louisa y retira un pelo del plato de la manteca.
Hay demasiada pimienta en el aderezo de la ensalada y la tarta de ruibarbo podría haber tenido más azúcar, pero todo lo que queda son unas pocas cáscaras de papa, huesos de pollo y los platos grasientos.
Cuando cae la noche, Louisa dice que le gustaría dormir con Betty. —Será como en los viejos tiempos —dice—. Puedes cepillarme el cabello. Ha desarrollado un cierto acento inglés que a Betty no le preocupa. Betty no
quiere a Louisa en su cama. Le gusta repantigarse sobre su colchón de dos plazas, despertarse y dormirse cuando tenga ganas, pero no puede decir que no. Pone a Edward en el cuarto de su padre y a Ruth en el otro, y ayuda a Louisa a arrastrar su equipaje escaleras arriba.
Louisa sirve dos medidas del vodka del duty free en dos vasos y habla de las mejoras que le ha hecho a su casa en Inglaterra. Describe las cortinas de raso del salón, largas hasta el piso, que cuestan veinticinco libras el metro, las cabeceras de terciopelo, el lavaplatos que esteriliza los platos y el secador que le permite no tener
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que correr a la soga de la ropa cada vez que caen unas gotas de lluvia. —No me asombra que Stanley esté trabajando —dice Betty y bebe un sorbo de vodka. No le importa el gusto; le hace acordar al agua bendita que bebía de niña pensando que le curaría el dolor de estómago.
—¿No extrañas a papi? —pregunta Louisa de repente—. Él siempre era tan cálido al recibirnos.
Betty la mira fijo, siente dolor en los brazos al cabo de cuatro días de trabajo. —Oh, no quise decir que tú…
—Sé lo que quisiste decir —dice Betty—. No, en realidad no lo extraño. Hacia el final estaba tan descontento. Salía a los campos y hablaba de la muerte. Pero tú sacabas el costado más tierno de él.
El padre solía abrazar muy fuerte a Louisa cuando llegaba a la casa y luego retrocedía para mirarla. Solía decirle a Betty que tuviera en la casa barritas rellenas de higo porque a Louisa le gustaban los higos. Jamás nada era lo suficientemente bueno para Louisa.
Ahora desempaca, exhibiendo la ropa para que Betty la admire. Hay un vestido de lino con mariposas rosadas que bajan en picada hacia la cola, un chal brillante, un biquini de encaje color borravino, un saco de cachemira, zapatos de cuero abiertos. Saca la tapa de un frasco de perfume estadounidense y no se lo pone a Betty en la muñeca para que lo huela, sino que se limita a sostenerlo destapado. La ropa de Louisa desprende una lujuriosa sensación de dinero. Los ruedos son gruesos; los forros de seda; sus zapatos tienen plantillas de cuero. Sus pertenencias le producen un orgullo codicioso, pero Louisa siempre ha sido la que estaba a la moda.
Antes de irse a Inglaterra, Louisa trabajaba de ama de llaves de una mujer rica de Killiney. Una vez, Betty tomó el tren a Dublín para pasar el día con ella. Cuando Louisa la vio en la estación, con su ropa de campo y su bolso marrón, se lo arrancó de las manos como un rayo y le dijo: «¿Adónde te crees que vas con esa cosa vieja?», y lo metió adentro de la bolsa de las compras.
Ahora está sentada ante el tocador, cantando un antiguo himno en latín, mientras Betty le cepilla el cabello. Betty oye la voz aniñada y, pescando un vislumbre del reflejo de ambas en el espejo, se da cuenta de que nadie sospecharía jamás que son hermanas. Louisa, con su cabello dorado y sus aros de esmeralda, viéndose tanto más joven de lo que realmente es; Betty, con su cabello castaño y sus manos masculinas y la edad que se exhibe tan palmariamente en su rostro.
«El día y la noche» era la expresión que usaba su madre.
Edward quiere un huevo poché para el desayuno. Se sienta en la cabecera de la mesa y espera que se lo pongan delante. Betty está ante el hornillo, revolviendo la avena, mientras Louisa, todavía en camisón, mira dentro de las alacenas, inspeccionando su contenido, viendo qué hay para comer.
—¡Me muero de hambre! —dice Ruth. Para su edad, es una niña regordeta. http://www.lectulandia.com – Página 73
Ninguno de ellos hace nada de manera sencilla o silenciosa; no les importa ocupar espacio, pidiendo más de esto o de aquello. En las raras ocasiones en que Betty va a la casa de otros, agradece lo que le dan y después lava los platos, pero los Porter actúan como si fueran los dueños del lugar.
Louisa pone queso en las tostadas de Ruth, pero come poco. Apenas empuja los huevos en el plato con un tenedor y sorbe un poco de té.
—Estás a miles de kilómetros —dice Betty.
—Pienso.
Betty no la presiona: Louisa siempre ha sido reservada. Cuando la castigaban en la escuela, nunca decía una palabra en la casa. Cuando la culpaban falsamente de haberse reído o de haber hablado cuando no debía, Louisa se arrodillaba con la mirada en blanco frente a la imagen de San Antonio y confesaba, recibiendo un castigo indebido sin siquiera decir nada. Una vez, el director de la escuela le pegó a Betty y, como no paraba de sangrarle la nariz, la mandaron al arroyo para que se lavase la cara, pero ella corrió hasta la casa atravesando los campos y se lo contó a su madre, que fue con ella hasta la escuela, entró en la clase y le dijo al director que si volvía a ponerle un solo dedo encima a sus hijas, tendría una muerte peor que Billy el mantequero (quien había sido salvajemente asesinado en el sur hacía apenas unos días). Louisa se burló de ella por eso, pero a Betty no le dio vergüenza. Prefería decir la verdad y afrontar las consecuencias que arrodillarse ante la imagen de un santo y confesar cosas que no había hecho.
El domingo a la mañana, Louisa cuelga el viejo espejo de afeitarse de su padre sobre el crucifijo de la ventana de Betty y se depila las cejas trazando semicírculos perfectos. Betty ordeña la vaca, saca papas de la tierra y se prepara para la misa.
En la capilla se arma una gran bulla alrededor de Louisa. Los vecinos se acercan a ella en el cementerio y le dan la mano, y le dicen que se la ve maravillosa. —¡Qué bien se te ve!
—Pareces tan joven.
—Siempre te hemos visto con buenos ojos.
—Betty, ¿no está fantástica tu hermana?
Cuando van al almacén para ver si hay mensajes, Joe Costello, el solterón que es propietario de la cantera y que arrienda la tierra de Betty, arrincona a Louisa entre el sector de productos enlatados y el mostrador de fiambres.
—¿Todavía te gusta el cine? —pregunta.
Es un hombre alto, con un traje a rayas y un bigote fino y negro. Solían ir en bicicleta juntos a ver películas antes de que Louisa se fuera a Inglaterra. Edward está disponiendo trampas para ratones en los estantes de la ferretería y el cucurucho de helado de Ruth chorrea sobre la parte delantera de su vestido, pero Louisa no se da cuenta de nada.
—¿Y tu maridito? —le pregunta Joe Costello a Louisa.
—Oh, tiene que trabajar.
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—Ah, sí, ya sé lo que es eso. El trabajo no termina nunca.
Cuando llegan a la casa, Betty se abrocha el delantal alrededor del talle y prepara la cena. Le gustan los domingos, oír al cura leer el evangelio, encontrarse con los vecinos, dejar que se ase la carne mientras lee el diario, cuidar el jardín por la tarde y dar una vuelta alrededor del bosque. Siempre intenta que sea un día de descanso, sagrado.
—¿No te sientes sola aquí? —pregunta Louisa.
—No.
Nunca se le ocurrió que estaba sola.
Louisa camina de arriba abajo por la cocina hasta la hora de la cena, luego sale a la avenida para visitar la casa de los vecinos. Betty se queda en la casa y diseña un menú para toda la semana. Louisa no le ha dado ni un penique para ayudar con los gastos ni compró otra cosa que una hogaza de pan. El presupuesto de Betty ya es bastante ajustado sin tener que alimentar a tres personas más, pero supone que es algo que Louisa solucionará cuando se dé cuenta. Louisa siempre fue olvidadiza con las cosas esenciales.
El lunes es día de lavado. Los Porter no creen en usar la misma ropa dos veces y, dado que Ruth moja la cama, necesita sábanas limpias cada día. Betty le pregunta a la niña —que ya casi tiene nueve años—, pero no le dice nada a Louisa, porque le parece que es una cuestión delicada. La soga de la ropa que cuelga entre los tilos está cargada, pero un viento fuerte hace que la ropa quede en un estado de ondeo horizontal que a Betty le parece agradable. Algunas de las ropas son delicadas y Betty tiene que lavarlas a mano. Al hundir las manos en la pila de agua jabonosa, comienza a preguntarse cuándo llegará Stanley. Los llevará a la costa y a arrojar guijarros rasantes a las olas, a pescar lucios en el Slaney, a dispararles a los conejos. Mantener a los niños ocupados.
Betty se levanta temprano para tener más tiempo para sí. Las mañanas estivales son saludables y frescas. Se sienta con la cabeza apoyada contra el calor del costado de la vaca y observa la leche que danza en el balde. Alimenta a los gansos y saca zanahorias y nabos del huerto. El monte Leinster se ve agradablemente inalterado en la distancia azul; las golondrinas viven debajo de los aleros de los establos de granito. Esa es la vida que quiere tener, la buena vida.
Está vertiendo leche caliente a través de un pedazo de muselina, cuando Joe Costello bloquea la luz en la puerta.
—Buen día, Betty —dice y se toca el sombrero respetuosamente. —¡Buen día, Joe! —dice ella, sorprendida de verlo; rara vez se cae por ahí, salvo cuando se pierde un novillo castrado o cuando tiene que pagar el alquiler de la tierra. Él se sienta a la mesa, todo brazos y piernas.
—Qué racha de buen tiempo que estamos teniendo.
—No se puede pedir que sea mejor.
Ella prepara té y se sienta a la mesa a charlar con Joe. Es un hombre honesto, http://www.lectulandia.com – Página 75
piensa Betty, por la manera en que se saca el sombrero y usa la cuchara para la mermelada en vez de meter su cuchillo en el frasco. Los modales en la mesa pueden revelar un montón. Hablan sobre ganado y sobre la cantera, y entonces aparece Edward y se suena los mocos en la pileta de la cocina.
—Tía Betty, ¿aquí la leche no está pasteurizada?
Betty se ríe con Joe Costello sobre eso, pero cuando Louisa baja, Joe pierde todo interés en Betty. Louisa no está en camisón. Lleva el cabello cepillado y su vestido de lino con las mariposas, su boca brilla con el brillo para labios.
—Ah, Joe —dice, como si no hubiera sabido que él estaba ahí.
—Buen día, Louisa —dice y se pone de pie.
Betty se da cuenta de todo el coqueteo de Louisa: los pucheros que hace con los labios, el ladeo de la cadera, el modo en que alza y relaja el hombro desnudo. Es puro arte. Los deja charlando allí en la cocina y sale al jardín a buscar perejil. Ruth está debajo del árbol, comiéndole sus ciruelas.
—¡Aléjate de esas ciruelas!
—Está bien, está bien —dice Ruth—. No te sulfures.
—Son para mermelada, glotona.
Es una vieja historia. Los hombres reuniéndose alrededor de Louisa, olisqueándola. Cuando eran jóvenes, Louisa y Betty iban juntas a los bailes. Betty recuerda una hermosa noche de verano, sentada en un banco de madera en Davis’s, a una milla de la casa. Estaba allí sentada, sintiendo la hebra de la madera debajo de los dedos. El aroma de las lilas de la zanja llegaba a través de la ventana abierta. Se acuerda de la felicidad de ese momento, rota cuando Louisa se inclinó hacia ella. Hasta ese día todavía podía recordar las palabras exactas:
—Te doy un consejo. Deberías intentar no sonreír. Cuando sonríes te ves horrible. Después de eso, Betty no sonrió por años sin recordar esa observación. Nunca había tenido la sonrisa blanca de Louisa. De niña había tenido bronquitis y tuvo que tomar ese remedio para la tos, que le arruinó los dientes. Muchas cosas que vuelven a la vez. Betty siente que la sangre se le acelera, pero todo eso está en el pasado. Ahora es capaz de pensar por sí misma. Se ganó ese derecho. Su padre está muerto. Puede
ver las cosas como son, no a través de los ojos de su padre, ni de los de Louisa. Cuando vuelve a la cocina con ramitos de perejil, Joe Costello le está sirviendo té a Louisa en la mejor porcelana de Betty.
—¿Hasta dónde?
—Hasta ahí —dice Louisa. Está sentada con la espalda contra la dura luz mañanera y el sol intensifica el dorado de su cabello.
El domingo siguiente, Betty cocina una pata de cordero. No le preocupa que, mientras trincha, salga un chorro de sangre fuera del plato. Tampoco, que las zanahorias estén gomosas y demasiado cocidas. Pero nadie hace mención a la comida; no hay ni una palabra. No está de humor para servir según el gusto
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individual de cada uno. Más temprano estuvo en el vestíbulo y pescó a Ruth saltando sobre el sofá. ¿Qué más? Hay pelos de perro por toda la casa. En cada lugar donde mira hay pelos de perro.
Edward anda por ahí, entrando silenciosamente a los cuartos donde Betty está trabajando y la sobresalta. No puede distraerse solo.
—No hay nada que hacer —se queja—. Estamos varados.
—Si quieres, puedes limpiar el gallinero —dice Betty—. La horqueta está en el establo.
Pero, por alguna razón, eso no atrae a Edward. No es de los que creen en ganarse la comida. Ruth canta cancioncitas graciosas y salta por el jardín. A Betty a veces ella le da pena: Louisa le presta poca o ninguna atención, y apenas tiene nueve años. Así que cuando Betty termina de lavar los platos, le lee «Hansel y Gretel».
—¿Por qué el padre abandona a sus propios hijos? —pregunta Ruth. —Fue un error —dice Betty—. Todo el mundo puede cometer algunos errores. Betty prepara mermelada: saca la escalera portátil, se estira hasta alcanzar las
ramas y arranca todas las ciruelas del árbol. Las lava y aplasta, cubre la fruta con azúcar en la olla para conservas y les muestra a Ruth y a Edward cómo limpiar los frascos de mermelada. No tienen la más remota idea de las tareas domésticas. Edward echa una taza llena de detergente en la pileta de la cocina y tienen que volver a empezar.
—¿Quién se ocupa de lavar en su casa? —pregunta Betty—. Oh, claro: tienen una lavaplatos. Me olvidaba.
—¿Un lavaplatos? No, no tenemos uno, tía Betty —dice Ruth.
Preparan la mermelada y Betty dispone los frascos en la despensa como si fueran municiones. Se está preguntando cuánto van a durar, cuando Louisa entra a la cocina luego de haber pasado todo el día afuera haciendo visitas. Tiene una expresión radiante y está ruborizada como cuando uno ha estado nadando en agua salada profunda.
—¿Hay correo?
—No.
—¿Nada?
—Solo la cuenta de la electricidad.
—Oh.
Julio pasó sin una palabra de Stanley.
En agosto el tiempo se pone inclemente. La lluvia mantiene a los Porter adentro, los atrapa en sus cuartos. Las hojas mojadas cuelgan de las ventanas; el agua negra de la lluvia baja por los surcos del huerto. Louisa se queda en la cama, leyendo novelas románticas y comiendo torta, se pasea en camisón hasta mucho después del mediodía. Se lava el cabello con agua de lluvia y hace panecillos de Rice Krispies para los niños. Edward toca la flauta en el vestíbulo; Betty nunca ha oído algo igual: es como
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si alguien hubiera atrapado a un pájaro silvestre o a un pequeño reptil en una jaula y su vocecita desesperada clamara para que lo liberasen. Con las tijeras buenas que Betty usa para la ropa, Ruth corta fotos de modelos y perfumes de revistas y las pega en su álbum de recortes. Betty está preocupada por el jardín. Los fuertes vientos han sacudido los pimpollos de rosa, desparramando los pétalos rosados y oscuros por la grava, y Betty, al recogerlos, siente lástima y los acaricia. Sobre las hojas de las plantas hay pulgones; son moteados y somnolientos. Ha estado demasiado ocupada con las tareas domésticas como para atender su jardín.
Está ahí, pensando en sus pobres flores, cuando Edward se le acerca. El viento lanza los capullos de saúco como confeti; de un cielo de una única nube grisácea y fragmentada, cae una llovizna suave.
—¿Tía Betty?
—¿Sí?
—¿Quién será dueño de este lugar cuando mueras?
Está asombrada. Las palabras son como una bofetada dura y punzante. —¿Por qué? Yo… —Y se interrumpe porque no se le ocurre nada que decir. Edward está allí, mirándola, vistiendo esos pantalones de lino que son casi
imposibles de planchar. Betty siente la repentina amenaza de las lágrimas, se aparta del chico.
—¡Ve adentro y ayuda a tu madre! —prácticamente ladra, pero él no se mueve: se la queda mirando a los ojos. Tiene ojos angostos y celestes. Ella se aleja por el jardín en ruinas, camino abajo, y se refugia en los bosques, donde no puede ser vista. Se sienta por un buen rato sobre una piedra musgosa y mojada, debajo de los árboles que se mecen, a pensar.
Por primera vez desde la muerte de su padre, se entrega a las lágrimas. Las cosas retornan a ella: se ve a sí misma en la época de la Navidad, retorciéndoles el pescuezo a los pavos, un montículo de plumas a sus pies; de pequeña, corriendo a calentarse las manos al fuego y volviendo a salir corriendo, mientras oye decir a su madre: «Es una niñita fuerte». Su madre saliendo al prado, luego dejándose caer muy inesperadamente, las cuentas del rosario entrelazadas entre sus dedos. Ve a Louisa vestida de gris, partiendo en barco para Inglaterra, volviendo con un marido rico, fotos de los bebés con ropa de bautismo; su padre orgulloso de su nieto. Recuerda a Cyril Dawe sentado debajo del espino en otoño rodeándola con los brazos, abrazándola con fuerza, como si lo aterrara que ella se alejase. Recuerda cómo se agachó y sacó una piedra que había debajo de ella, un acto de ternura. Toda su vida ella había trabajado, había hecho lo correcto, pero ¿era eso lo correcto? Se ve a sí misma encorvándose para recoger las partes de un plato de porcelana que su padre quebró en un ataque de furia. ¿En eso se había convertido ella? ¿En la mujer de los platos rotos? ¿Eso es todo?
Ahora le parece que no hay nada nuevo bajo el sol. Edward cree que puede ocupar su lugar, así como ella ocupó el lugar de su madre. La herencia no es
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renovación. Más que nada, es mantener todo igual. Lo único que queda, lo que parece sensato, es aferrarse a lo que es suyo por derecho. Jamás nada la detendrá. Oscurece. ¿Por cuánto tiempo estuvo afuera? Camina entre los árboles. Se tranquiliza pensando que es solo cuestión de tiempo antes de que Louisa se vaya. En unas pocas semanas, los niños tendrán que volver a la escuela. Llegado septiembre, Betty podrá tener una buena noche de sueño, escuchar la radio portátil, deshacerse de los pelos del perro, cocinar cuando quiera y lo que quiera, no tener a esos niños horribles preguntándole qué va a pasar cuando ella se muera.
Cuando Betty llega a la casa, Louisa ha desparramado un trozo de algodón azul sobre el piso del salón y traza una marca en sus tijeras de modista con la lima que Betty guarda para afilar los cuchillos.
—Estuve pensando que podríamos hacer unas cortinas nuevas para el baño. Las que tienes son antiguas —dice. Pone el filo sobre el borde de la tela y empieza a cortar.
—Haz lo que quieras —dice Betty y sube a acostarse.
A mediados de agosto el tiempo no mejora. Las grandes nubes grises mantienen el cielo de un triste color pergamino. Las noches lluviosas, las ranas se meten por debajo de la puerta y a Betty le resulta casi imposible mantener la ropa seca. La cuelga de un secarropa de alambre alrededor de la estufa, enciende el hogar del salón, pero una ráfaga que baja impulsa el humo negro por el cuarto. Observa a las abejas robándose el polen de sus flores color carmesí al otro lado de la puerta y cuenta los días.
El hombre del seguro se detiene y la lleva hasta el pueblo para comprobar el saldo de su cuenta bancaria. El dinero que tenía para agosto y septiembre se esfumó. Saca dinero que se había reservado para octubre y usa la imaginación para las comidas.
Una noche prepara panqueques para el té; la mesada de la cocina enmantecada. Los niños están afuera. Los pichones de la gansa han tratado de seguir a su madre escalones abajo de la puerta del frente, pero sus patas no son lo suficientemente largas. Cayeron sobre sus lomos, con las patas agitándose en el aire. Ruth y Edward están dándolos vuelta con un palo largo, mientras la gansa sisea amenazándolos y bate sus alas.
Louisa está sentada cerca de la estufa, con una manta alrededor de los hombros. —¿Cuándo vendrá Stanley? —pregunta Betty. Saca una bandeja esmaltada del horno.
—No puedo decirlo.
—¿No puedes o no sabes?
—No sé.
—Los niños tendrán que volver a la escuela en dos semanas.
—Sí, ya sé.
—¿Y entonces?
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—¿Y entonces qué?
—Entonces, ¿crees que vendrá antes de ese tiempo? —pregunta Betty y accidentalmente vierte demasiada mezcla para panqueque en la sartén. —No sé.
Betty mira cómo se forman hoyuelos en los bordes de la masa por el calor y se pregunta cómo hará para darla vuelta.
—¿Dejaste a Stanley?
—Qué bien huelen esos panqueques.
—Dejaste a Stanley y crees que puedes quedarte aquí.
—¿Quieres que ponga la mesa?
—¿Sabes que es la primera vez que lo preguntas desde que llegaste? —dice Betty y se vuelve para enfrentarla.
—¿De veras? ¡Edward! ¡Ruth! ¡Vengan a tomar el té!
—¡Louisa!
—Tengo derecho de estar acá. Lo dice el testamento de papi.
Ruth entra corriendo.
—Lávate las manos —dice Louisa.
—Creía que ya estaba listo —dice Ruth, contemplando la mesa vacía. —Ya va a estar, querida. Pronto.
Esa noche Louisa sale de la cocina. Enciende un pequeño fuego en el salón, se sienta en el gran sillón y comienza a leer La guerra y la paz. Betty sale a ordeñar la vaca. Siente que la invade un humor extraño y sosegado, de una claridad cristalina. Todo está empezando a tener sentido. Cuando vuelve a entrar, Louisa ya ha tomado un baño. Está sentada frente al hogar, dándole la espalda a Betty, frotándose crema para la piel en el cuello. Lleva el cabello recogido y usa una toalla como turbante. Hay dos vasos sobre la repisa de la chimenea llenos de vodka hasta el borde.
—¿Los niños están en la cama?
—Sí —responde Louisa.
Le alcanza un vaso de vodka a Betty, según supone, como oferta de paz. Beben en silencio, mientras la luz abandona el día.
—Déjame peinarte el cabello —dice Betty de repente. Sube a buscar el peine. Cuando vuelve, Louisa está sentada, mirándose en el espejo que hay sobre la repisa de la chimenea.
Betty saca el peine de su delantal, suavemente le saca a Louisa la toalla de la cabeza y empieza a desenredarle los nudos del cabello. Es largo hasta la cintura y huele extrañamente a helecho y fruta.
—Rico champú.
—Sí.
La luz de la luna empieza a brillar con descaro a través de la ventana. Pueden oír los ronquidos de Edward, en el cuarto grande, arriba de donde están.
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Betty pasa los dientes del peine por las hebras húmedas y doradas. —Es como en los viejos tiempos —dice Louisa—. Ojalá pudiera volver a ellos. ¿Lo deseas tú alguna vez?
—No. Haría lo mismo —dice Betty.
—Sí. Eres la lista.
—¿Lista?
—Pobrecita Betty, trabajando como esclava. Tuviste lo que quisiste. —¿Y tú no? Un marido, hijos, una casa hermosa. Papá no fue un picnic. Hay un silencio. Los cuartos parecen insoportablemente silenciosos. Betty ha
estado ocupada, se ha olvidado de darle cuerda al reloj del abuelo. Por debajo de la puerta entra un chiflete invernal.
—No hay cortinas de raso —dice Betty.
—¿A qué te refieres?
—El lavaplatos, la secadora. Lo inventaste. Inventaste todo.
—No es verdad.
Louisa sigue admirándose en el espejo. Está sentada allí como si estuviera drogada, como si no pudiera apartar los ojos de su reflejo. No va a mirar a los ojos a Betty en el espejo. No le importa de qué se privó Betty, ni que les mandara billetes de una libra a sus hijos, que cargara baldes por el jardín, que desperdiciara una oportunidad de casarse, que desparramara estiércol y que durante décadas lavara los calzoncillos de su padre. Ella cree que puede presentarse y vivir ahí, entrometerse en los asuntos de Betty, tenerla de aquí para allá detrás de ella y de su familia como una esclava hasta el final de sus días.
Betty busca en el bolsillo de su delantal. Aunque Louisa siente el frío, en la parte superior del cuello, no reacciona. No ve el resplandor del metal, las hojas recién afiladas por su propia mano. Betty sostiene las tijeras, corta rápido. Le toma apenas un segundo. Betty tiene fuerza en las manos. Todavía sostiene las tijeras cuando Louisa, sintiendo la diferencia, ve su cabello sobre la alfombra.
Louisa grita y dice cosas, verdades a medias. Algo sobre la codicia y sobre tener una gran casa solo para una y ni una pizca de simpatía. Pero Betty ya no escucha. Louisa llora. Llora toda la noche mientras empaca y toda la mañana, mientras saca a los niños y al perro de la casa. Betty no dice nada. Se limita a quedarse en la puerta, contemplando la mañana azul y bonita y sonríe con su sonrisa terrible. Louisa no ve nada sin su cabello.
Keegan (Irlanda, 1968) es autora de dos colecciones de cuentos, Antártida (1999) donde se halla publicado este cuento, y Recorre los campos azules (2007), y de dos cuentos largos publicado por separado, Tres luces (2010) y Cosas pequeñas como esas (2021).
Retrato de familia, de Liliana Colanzi
Del libro Vacaciones permanentes*
El ayudante espera, desganado, a que los miembros de la familia se acomoden en torno a la anciana. La vieja está sentada en la silla de ruedas, los brazos descansando sobre la falda negra que le cubre parte de las pantorrillas maltratadas por las várices. Lleva el pelo corto y completamente blanco. Al ayudante siempre le ha intrigado la razón por la que las mujeres renuncian al cabello largo a partir de cierta edad. Las hijas de la anciana intentan peinarla y pintarle los labios, pero ella se defiende con un puño arrugado, la boca fruncida como la de una niña testaruda. La anciana parece molesta y a la vez ajena al revuelo que provoca, como si no acabara de entender lo que hacen todas esas personas en su sala, vestidos de fiesta en plena tarde. No pasa de este año, le dice el fotógrafo al ayudante mientras limpia el lente de la cámara, señalando a la vieja con la barbilla. Está por estirar la pata. ¿Cómo sabe?, pregunta el ayudante, apoyado en la esquina de un viejo mueble colonial. El hijo mayor me lo contó cuando llamó para averiguar los precios, dice el fotógrafo, y en su voz no hay compasión sino más bien hastío. El ayudante asiente por cortesía, aunque está distraído pensando en la partida de cacho que le espera cuando termine la sesión. Lleva tres semanas trabajando y ya está arrepentido. El fotógrafo tiene un genio terrible y le paga una miseria por hacerse cargo de las luces y supervisar el revelado. El ayudante se la pasa cargando el trípode en las fiestas de quinceañeras, las bodas y las promociones, mirando cómo se divierten los demás. Le resulta sorprendente descubrir lo fácil que es pasar desapercibido. A veces, en medio de un evento, se roba un celular abandonado en una mesa o una botella de vino. Pequeños trofeos que después olvida en cualquier parte, porque no se considera un ladrón. Quizás esa sea su revancha frente a la alegría de los otros. O quizás lo hace por aburrimiento: a él no le interesa la fotografía. No como el fotógrafo, que cuando se emborracha —y el ayudante ha descubierto que el fotógrafo bebe bastante en horas de trabajo— se lamenta de que lo que hacen no es arte, sino basura. Somos las putas del oficio, dice el fotógrafo cuando se le suben los tragos, y en esas ocasiones ríe y el ayudante tiene miedo de su risa. El ayudante escucha y no lo contradice aunque no esté de acuerdo: retratar a novios y abuelitas le parece un empleo como cualquier otro. Mejor que cargar muebles o repartir volantes o vender enciclopedias, cosas que el fotógrafo probablemente no ha tenido que hacer en toda su vida. Trabajar siempre es aburrido, piensa el ayudante, a menos que seás futbolista o boxeador y las chicas se mueran por coger con vos. Pero esto no se lo va a decir al fotógrafo, que es un hombre de ideas fijas, y que observa a la anciana como si ella, desde su silla de ruedas, fuera responsable de su infelicidad. Prefiero pegarme un tiro a acabar así, dice el fotógrafo, y el ayudante no se inmuta porque ya está acostumbrado a escucharle cosas parecidas. No debe ser tan malo si tiene a su familia, comenta el ayudante, y el fotógrafo sonríe con desprecio y le dice cómo se nota que sos joven, no sabés nada de nada.
Una mierda, dice Nico, avergonzado, enseñando la corbata a rayas que se ha puesto para las fotos. Hace calor y la camisa de mangas largas se le pega al cuerpo.
Te ves bien, le dice Diana, seguramente con las mejores intenciones, pero las palabras de la prima no sirven de consuelo: Diana lleva una bufanda de gasa alrededor del cuello y el cabello recogido en una cascada de rizos rígidos logrados a punta de Aqua Net. No se puede tomar en serio la opinión de una chica que se arregla así, piensa él.
Parecés un testigo de Jehová, dice Ceci, sentada en la mesa de la cocina, donde balancea sus piernas largas y bronceadas. A sus doce años, Ceci aparenta más edad que sus primos, con el espeso maquillaje rosa sobre los párpados y su tendencia a llamar “cariño” a todo el mundo, incluso a los adultos.
Ya sé que me veo ridículo, dice Nico, mirando pesaroso las puntas de sus mocasines negros. Ninguna de sus primas lo desmiente.
¿Te obligaron?, dice Ceci.
Mi papá, responde Nico.
Se ha tomado mal lo de la abuela, ¿no?
Anda de un humor de perros.
Qué mala pata, dice Diana, bebiendo de su vaso de limonada. Justo le tuvo que pasar a tío Ramón, que es el favorito de la abuela.
Fue un accidente, dice Nico, inquieto. Se da cuenta al instante de que la suya es una aclaración innecesaria; sus primas deben estar al tanto de todos los detalles de la caída de la abuela. Así que se apresura a cambiar de tema: igual, no sé por qué me hace vestir como un viejo para esto de las fotos.
Por un momento los chicos permanecen en silencio bajo la luz de la cocina. Ceci estira sus pies pequeños y morenos, de uñas pintadas color sandía, y suspira.
¿No has probado con Clearasil?, dice, apuntando al rostro de Nico, donde el acné ha comenzado a hacer estragos.
Papá dice que las cremas son para maricones.
Mejor a que te digan cara de pizza, dice Ceci, y suelta una risita.
No seás mala, dice Diana, pero ella también parece divertida.
¿A quién le dicen cara de pizza?, dice Nico.
A nadie, dice Ceci. Era un chiste.
Nico se palpa las mejillas, donde la piel se le ha convertido en una llaga. Hasta hace poco, reventarse los granos le había parecido una forma más de pasar el tiempo; ahora se da cuenta, con pánico, de que Ceci tiene razón.
No quiero salir así en las fotos, dice.
No le hagás caso a Ceci, dice Diana, a modo de consuelo. Ella qué sabe. Pensá que lo estás haciendo por la abuela.
No seás estúpida, dice Ceci, revisándose las uñas. La abuela ni se entera. No reconoce a nadie. El otro día le pasé la mano por la cara y ni siquiera pestañeó. Es una momia.
Diana se sonroja y envuelve su muñeca con la punta de la bufanda de gasa. Desde la cocina, los primos ven a los adultos dar instrucciones al fotógrafo y a su ayudante. A pocos pasos de la silla de ruedas, el padre de Nico se detiene, pensativo, frente al retrato en blanco y negro de la anciana que cuelga de la pared, una foto que la exhibe en su uniforme de maestra a una edad difícil de determinar. Mecha, la madre de Ceci, se pasea por el cuarto con la bandeja entre las manos, ofreciendo vasos de gelatina a los parientes.
No quiero que me saquen fotos, repite Nico, cada vez más angustiado, tocándose la cara y la corbata.
Las fotos van a quedar de recuerdo para la familia, dice Diana. La abuela sigue delicada. A su edad, una fractura en la cadera es grave.
A la abuela no le importa todo esto, dice Nico, y hace una pausa para abarcar con la mirada la sala, donde la anciana cabecea, el rostro inundado por el sol: Y a mí tampoco.
¿Las fotos?, dice Diana. Tu papá es el que más insiste.
Las fotos y la abuela se pueden ir al carajo, dice Nico. No es justo que yo tenga que pagar por las cosas de mi padre.
Pero si no fue su culpa, dice Diana.
Yo creo que él la empujó, dice Nico, sin pensarlo.
¿Lo viste?, dice Ceci, entusiasmada, inclinándose para escuchar mejor.
Nico abre la boca, dispuesto a continuar, pero se arrepiente de inmediato.
Mejor me callo, dice, y busca instintivamente a su padre con la mirada.
Con eso no se juega, dice Diana, indignada. No hablés así de tío Ramón.
Vos no te metás en lo que no te importa, dice Nico, casi a los gritos.
El rostro de Diana se congestiona en cuestión de segundos, a punto de llorar, pero antes de que Nico y Ceci alcancen a ver sus lágrimas, la chica se levanta y camina con paso rápido hacia la sala.
Si le cuenta a tío Ramón lo que dijiste vas a estar bien cagado, dice Ceci, ansiosa por ver algo de acción. Nico alarga la cabeza y distingue a Diana entre el grupo de parientes, de puntillas, susurrándole al oído de la tía Gina. Siente un vacío en el estómago pero se encoge de hombros, todavía desafiante y capaz de hacerle frente a lo que venga.
¿Cómo se cayó? pregunta Gina que siempre ha sido desconfiada y yo le digo me dieron ganas de ir al baño y cuando salí mamá estaba en el suelo Gina me mira y se queda callada ¿qué pasa? le pregunto nada dice ella simplemente me parece raro ¿qué cosa? insisto que me voy unos minutos y a mamá le pasa esto dice Gina ¿qué estás insinuando? le digo pero ella me da la espalda y dice Ramón sos un paranoico quiero contestarle pero Gina ya ha salido al patio ¿por qué estás enojado? dice Mecha y yo respondo no estoy enojado pero me tiembla un poco el pulso y me sale esta voz de gallo de la que los cadetes se hacen la burla a mis espaldas no estoy enojado pero me emputa la forma en que Gina hizo la pregunta al fin y al cabo he sido yo el que ha puesto la plata para mantenerla todos estos años soy yo el que la visita todas las tardes y le habla aunque ni siquiera sé si escucha soy yo el que la defiende cuando Alfonso dice tu mamá era muy estricta ¿cómo se atreve? nadie sabe lo que le tocó vivir a ella sin marido y sin un peso lo único que teníamos era disciplina y sin ella no sería lo que soy no hubiera podido ascender en el ejército no habría llegado nunca a general el amor es duro ese siempre fue su lema y ahora sé que es cierto con Nicolás he sido demasiado permisivo y ahora lo estoy pagando hubiera querido un hijo fuerte con carácter pero no se puede luchar contra los genes de Delia pobre Delia mamá también tenía razón cuando dijo no será una buena esposa y yo no le hice caso de joven uno cree que la juventud es un escudo contra cualquier desgracia la primera vez que la llevé a la casa no me animé a contarle que Delia era reina de Montero los desfiles son para las putas decía mamá al final se enteró por los periódicos y dijo esa mujer será tu perdición cuando me gradué del colegio militar mamá se olvidó de felicitarme o quizás fingió que no sabía el adulo echa a perder a las personas eso es cierto pero tantos años en el colegio despertándome en la madrugada soportando sin quejarme las cosas que me hacían los castigos las palizas las duchas frías y todo para demostrarle que podía ser disciplinado y ella nunca una llamada igual está orgullosa aunque no lo diga porque soy su único hijo el mayor de los hermanos a la hora del almuerzo tengo que poner las manos encima de la mesa donde mamá pueda vigilarlas Ramón ¿qué estás haciendo con tus manos? me dijo y me empujó a la cocina y me quemó los dedos en la hornalla el amor es duro en tu casa nadie lleva los pantalones me dijo tantas veces Nicolás dale un beso a tu abuelita le digo pero el chico se escapa es tan desobediente no entren nunca a mi oficina les digo a Delia y Nicolás pero Delia tiene la cabeza en otra parte y el chico no hace caso ¿qué hay en el armario papá? pregunta con esa vocecita afeminada que me cabrea hablá como hombre no como maricón le digo ¿qué hay en el armario? me repite con más fuerza y yo respondo los ojos que les arranco a los cadetes que me desobedecen es solo un chiste pero él se asusta y llora y Delia se lo tiene que llevar antes de que me moleste y pase algo peor es débil ni siquiera es bueno para los deportes mamá se reía y me decía yo te lo advertí ahora esa es tu semilla y esa será tu descendencia nunca me abraza pero era igual con Gina y Mecha quien las ve ahora diría que no se acuerdan pero Gina a veces llora y Mecha tiene la marca en el brazo que mamá le hizo enseñándole a usar la plancha Mecha es tan melodramática así son casi todas las mujeres no es culpa de mamá que ellas no sean felices yo sí entendí que sin la disciplina no hubiera llegado a ninguna parte aunque en esa época no sabía que era por mi bien que hace falta controlar la voluntad y tengo miedo mamá no me gusta que me amarre las manos a la cama le digo por favor esta noche no me las amarre le prometo que no voy a hacer nada pero ella dice la pureza es importante hijo ¿cómo sé que no vas a tocarte? y más tarde me dan ganas de ir al baño y no puedo moverme ¡Gina! grito ¡Mecha! grito pero ellas duermen profundo en el cuarto de al lado y mi vejiga está a punto de explotar otra vez te orinaste en la cama dice mamá y cuelga la sábana en el patio para que lo sepan los vecinos nadie entiende lo que es la disciplina el imbécil de Alfonso cómo se le ocurre decir eso pero lo puse en su lugar lo puse en su lugar como a cualquiera que se anime a decir algo la gente dice cosas mamá habladurías cuando vengo a visitarla soy yo el que habla y ella escucha yo sé mamá que no querías hacerme daño le digo pero es más bien una pregunta el doctor dice que sus expresiones ya solo son reflejos pero el día de la desgracia me pareció que sonreía ¿o me estaré volviendo loco? ella sabe que no fue a propósito que fue un accidente y si Gina vuelve a hacer esas insinuaciones le voy a reventar la cara
Lo que faltaba, dice el fotógrafo, irritado, encendiendo un cigarrillo en plena sala mientras la familia corre hacia la cocina al mismo tiempo. Ahora empiezan a matarse entre ellos y nosotros de testigos. Al menos pagaron por adelantado, comenta el ayudante, fascinado por la escena que le toca presenciar: las mujeres tratando de calmar los ánimos mientras los gritos van subiendo de volumen y el chico llora, arrodillado en el suelo, delante de todos los parientes. Yo no dije nada, solloza el chico, pero el padre no le cree y lo amenaza con la palma de la mano abierta y roja. No dije nada, protesta el chico, y la muchacha de la bufanda de gasa se cubre la boca con la mano, como hace la gente en los aviones cuando está a punto de vomitar. La otra, la más bonita, observa la escena hipnotizada. Es un chico, Ramón, no sabe lo que dice, interviene la mujer que antes estaba repartiendo gelatinas, pero nadie se arriesga a interponerse entre padre e hijo. Pídame perdón, ordena el padre, y el chico niega con el cabeza, testarudo pero a punto de quebrarse. En la sala, desde su silla de ruedas, la anciana parece despertar de su sopor. Abre los ojos pequeños y brillantes, las manos cruzadas sobre la falda negra, y hace una mueca que el fotógrafo toma por la versión deformada de una sonrisa. Mirala, le dice al ayudante, dándole un codazo, pero el ayudante está pendiente de lo que sucede en la cocina. El fotógrafo se aproxima a la anciana hasta situar la cámara a un par de centímetros de su rostro y dispara varias veces. Ella le devuelve la mirada sin parpadear. ¿Qué estás viendo, vieja imbécil?, piensa el fotógrafo, dominado por la necesidad de capturar la mueca de la anciana. Ella permanece inmóvil. El fotógrafo continúa apretando el disparador hasta que una de las mujeres lo sujeta por el cuello de la camisa y le reclama ¿qué está haciendo? ¿Está usted loco?, dice la mujer y su voz logra imponerse a los susurros y los gritos, la pregunta congelada en una burbuja que está a punto de romperse, que ya se está rompiendo mientras el padre deja de zarandear al chico y levanta la cabeza. Entonces el ayudante —que ha participado de varias peleas a lo largo de su vida y presiente cuándo le conviene retirarse— se da cuenta de que hasta ahí llegó el trabajo y de paso su lealtad con el fotógrafo, y sabe que antes de pasar al lado de la anciana y avanzar hacia la puerta alzará al vuelo algún adorno del estante —una taza de porcelana en miniatura o una bailarina de yeso— y luego, ya con el objeto bailando en su bolsillo, alcanzará la calle y echará a correr.
*Colanzi, escritora boliviana (Santa Cruz, 1981), es la ganadora del Premio Ribera del Duero 2022 al relato corto, ganó en 2015 el Premio Aura Estrada. Se doctoró en literatura comparada en la Universidad de Cornell en los Estados Unidos y ha publicado los libros Ustedes brillan en lo oscuro (2022), Nuestro mundo muerto (2016), La ola (2014) y Vacaciones permanentes (2010), entre otros.
El arte del cuento, por Flannery O’Connor
«Un cuento compromete, de modo dramático,
el misterio de la personalidad humana»
Una de las conferencias de Flannery O’Connor que el recientemente fallecido Leopoldo Brizuela tradujo en el volumen Cómo se escribe un cuento, publicado por El Ateneo en 1993.
Siempre he oído decir que el cuento es uno de los géneros literarios más difíciles; y siempre he tratado de descubrir por qué la gente tiene tal impresión de lo que considero una de las formas más naturales y básicas de la expresión humana. Al fin y al cabo, uno comienza a escuchar y a contar historias ya en la primera infancia, y no parece haber nada demasiado complejo en ello. Sospecho que la mayoría de ustedes se habrá pasado toda la vida contando historias; y sin embargo aquí están –ansiosos por aprender cómo se hace–.
Hasta que la semana pasada, cuando apenas si había apuntado algunas de estas serenas reflexiones para exponerlas aquí hoy, recibí los manuscritos de siete de entre ustedes me pidieron que leyese, y toda mi seguridad se trastocó.
Después de tal experiencia estoy en condiciones de admitir, no que el cuento sea uno de los géneros más difíciles, pero sí que resulta más difícil para unos que para otros.
Aún me inclino a pensar que la mayor parte de la gente posee una cierta capacidad innata para contar historias; capacidad que suele perderse, sin embargo, en el curso del camino. Por supuesto, la capacidad de crear vida con palabras es esencialmente un don. Si uno lo posee desde el vamos, podrá desarrollarlo; pero si uno carece de él, mejor será que se dedique a otra cosa.
No obstante, he podido advertir que son las personas que carecen de tal don las que, con mayor frecuencia, parecen poseídas por el demonio de escribir cuentos. Fuera como fuese, estoy segura de que son ellas quienes escriben los libros y los artículos sobre “cómo-se-escribe-un-cuento”. Una amiga mía, que sigue uno de estos cursos por correspondencia, me ha dictado alguno de los títulos de sus lecciones: “Recetas para escribir un cuento”, “Cómo crear un personaje”, “¡Inventemos una trama!”. Esta forma de corrupción le cuesta sólo veintisiete dólares.
Desde mi punto de vista, hablar de la escritura de un cuento en términos de trama, personaje y tema es como tratar de describir la expresión de un rostro limitándose a decir dónde están los ojos, la boca y la nariz. He oído decir a algunos estudiantes: “se me ocurren muy buenos argumentos, pero con los personajes no voy ni para atrás ni para adelante”; o bien, “tengo el tema para un cuento, pero no consigo inventar la trama”, e incluso: “he descubierto una buena historia, pero carezco de toda técnica”.
A propósito, “técnica” es una palabra que no se les cae de la boca. Cierta vez debí hablar en una asociación de escritores, y durante el debate posterior a la conferencia un alma de Dios me preguntó: “¿podría usted indicarme, señorita, cuál es la técnica apropiada para escribir un cuento del tipo marco-dentro-del-marco?”. Yo debí admitir que era tan ignorante como para no haber oído hablar ni una sola vez de ello, pero esta persona me aseguró que tales cuentos existían, porque ella misma había participado en un concurso que los premiaba, y cuyo premio era de cincuenta dólares.
Pero dejando a un lado la gente que carece de talento, existen personas que de hecho lo poseen, pero que se pierden en vanos esfuerzos porque ignoran qué es en realidad un cuento.
Supongo que las cosas obvias son siempre las más difíciles de definir. Todo el mundo cree saber qué es un cuento. Pero si ustedes piden a un alumno principiante que les escriba uno, es muy probable que recojan cualquier cosa –una reminiscencia, un episodio, una opinión, una anécdota– cualquier cosa menos un cuento. Un cuento es una acción dramática completa –y en los buenos cuentos, los personajes se muestran por medio de la acción, y la acción es controlada por medio de los personajes–. Y como consecuencia de toda la experiencia presentada al lector se deriva el significado de la historia. Por mi parte, prefiero decir que un cuento es un acontecimiento dramático que implica a una persona en tanto persona y en tanto individuo, vale decir, en tanto comparte con todos nosotros una condición humana general, y en tanto se halla en una situación muy específica. Un cuento compromete, de modo dramático, el misterio de la personalidad humana. Cierta vez presté un libro de cuentos a una vecina mía, de allá del campo, y cuando me lo devolvió me dijo: “Bueno, esas historias no hacen más que mostrar lo que algunos de nuestros paisanos harían en determinadas ocasiones”; yo me dije que era cierto; cuando ustedes escriban cuentos, deberían conformarse con partir exactamente de este punto: mostrar lo que harían ciertos y determinados tipos, y lo que harían pese a quien pese, contra viento y marea.
Ahora bien, éste es un nivel muy modesto como punto de partida; y la mayor parte de la gente que cree desear escribir cuentos no está dispuesta a arrancar de allí. Quieren escribir acerca de determinados problemas, no de determinados individuos; o de cuestiones abstractas, no sobre situaciones concretas. Tienen una idea, o sentimiento, o un ego desbordante, o quieren Ser-Un-Escritor, o legar su sabiduría al mundo de un modo lo suficientemente simple como para que el mundo pueda comprenderla. Carecen en todos los casos de una historia; y aun cuando la tuvieran, tampoco estarían dispuestos a escribirla; no los guía el propósito de escribir una historia sino una teoría o una fórmula, o el de aplicar determinada técnica.
Esto no quiere decir que para escribir un cuento ustedes deban olvidar o resignar ninguna de las posturas morales que sustentan. Las convicciones serán la luz que les ayudará a ver, pero no aquello que ustedes deban enfocar, ni el sustituto de la propia mirada. Para el escritor de ficciones, en el ojo se encuentra la vara con que ha de medirse cada cosa; y el ojo es un órgano que además de abarcar cuanto se puede ver del mundo, compromete con frecuencia nuestra personalidad entera. Involucra, por ejemplo, nuestra facultad de juzgar. Juzgar es un acto que tiene su origen en el acto de ver y cuando no lo tiene, cuando nuestros juicios se desligan de nuestra mirada, una confusión muy grande se produce en la mente, confusión que por supuesto se traslada al cuento.
La ficción opera a través de los sentidos. Y creo que una de las razones por las cuales a la gente le resulta tan difícil escribir cuentos es que olvidan cuánto tiempo y paciencia se requiere para convencer al lector a través de los sentidos. Ningún lector creerá nada de la historia que el autor debe limitarse a narrar, a menos que se le permita experimentara situaciones y sentimientos concretos. La primera y más obvia característica de la ficción es que transmite de la realidad lo que puede ser visto, oído, olido, gustado y tocado.
Ahora bien, esto es algo que no puede aprenderse sólo por la inteligencia; también debe adquirirse por el hábito. Tal debe llegar a ser la forma en que ustedes mirarán las cosas. El escritor de ficciones debe comprender que no se puede provocar compasión con compasión, emoción con emoción, pensamientos con el pensamiento. Debe transmitir todas estas cosas, sí, pero provistas de un cuerpo; el escritor debe crear un mundo con peso y espacialidad.
He notado que los cuentos de los escritores principiantes están, en muchos casos, erizados de emoción, pero que resulta muy difícil determinar a quién corresponde la emoción referida. El diálogo suele operar sin el auxilio de personajes que uno pueda ver de hecho, y un pensamiento incontenible se cuela por cada grieta de la historia. La razón reside en que, por lo general, el aprendiz está interesado ante todo en sus propios pensamientos y emociones y no en la acción dramática y es demasiado perezoso o pretencioso como para descender a ese nivel de lo concreto en donde la ficción opera. Piensa que la capacidad de juzgar reside en un sitio y la impresión sensorial en otro. Pero para el escritor de ficciones, el acto de juzgar comienza en los detalles que ve, y en el modo en que los ve.
Los escritores de ficción a quienes no les preocupan estos detalles concretos pecan de lo que Henry James llamó “especificación endeble”. El ojo se deslizará sobre sus palabras mientras nuestra atención se va a dormir. Ford Madox Ford enseñaba que uno puede introducir un vendedor de diarios en una historia, ni siquiera por el corto lapso en que tarda en vender un solo periódico, a menos que podamos describirlo con el suficiente detalle como para que un lector lo vea.
Tengo una amiga que está tomando clases de actuación en Nueva York con una dama rusa de gran reputación en su campo. Mi amiga me escribe que, durante el primer mes, los alumnos no hablan una sola línea, sólo aprenden a ver. Y es que aprender a ver es la base de todas las artes, excepto de la música. Conozco a muchos escritores de ficción que además pintan, no porque posean talento alguno para la pintura, sino porque hacerlo les sirve de gran ayuda en su escritura. Los obliga a mirar las cosas. En la escritura de ficción, salvo en muy contadas ocasiones, el trabajo no consiste en decir cosas, sino en mostrarlas.
No obstante, afirmar que la ficción procede por el uso de detalles no implica el simple, mecánico amontonamiento de éstos. Cada detalle debe ser controlado a la luz de un objetivo primordial, cada detalle debe introducirse de modo que trabaje para nosotros. El arte es selectivo. Todo lo que hay en él es esencial y genera movimiento.
Ahora bien, todo esto requiere su tiempo. Un buen cuento no debe tener menos significación que una novela, ni su acción debe ser menos completa. Nada esencial para la experiencia principal deberá ser suprimido en cuento corto. Toda acción deberá poder explicarse satisfactoriamente en términos de motivación; y tendrá que haber un principio, un nudo y un desenlace, aunque no necesariamente en este orden. Se me ocurre que mucha gente deduce que quiere escribir cuentos porque el cuento es un género breve; pero que al decir “breve” entienden cualquier tipo de brevedad. Creen que un cuento es una acción incompleta, fragmentaria, en la cual se muestra muy poco y se sugiere mucho, y suponen que sugerir algo equivale a omitirlo. Resulta muy difícil disuadir a un principiante de esta convicción, porque cree que cuando omite algo está ejercitando su sutileza; y cuando se le señala que no puede encontrarse en un texto nada que no haya sido puesto de algún modo en él, nos mira como si fuéramos idiotas insensibles.
Quizá la cuestión central que debe ser considerada en toda discusión acerca del cuento es qué se entiende por brevedad. Que un cuento sea breve no significa que deba ser superficial. Un cuento breve debe ser extenso en profundidad, y debe darnos la experiencia de un significado. Tengo una tía que piensa que nada sucede en una historia a menos que alguien se case o mate a otro en el final. Yo escribí un cuento en el que un vagabundo se casa con la hija idiota de una anciana, con el sólo propósito de quedase con el automóvil de esta anciana. Después de la ceremonia, el vagabundo se lleva a la hija en viaje de bodas, la abandona en un parador de la ruta, y se marcha solo, conduciendo el automóvil. Bueno, ésa es una historia completa. Ninguna otra cosa relacionada con el misterio de la personalidad de ese hombre puede mostrarse a través de esa dramatización específica. Y sin embargo, yo nunca pude convencer a mi tía de que ése fuera un cuento completo. Mi tía quiere saber qué le sucedió a la hija idiota luego del abandono.
Hace tiempo, esa historia sirvió de base a un guión de TV, y el adaptador, que conoce bien su negocio, hizo que el vagabundo cambiara a último momento de parecer y volviera a recoger a la hija idiota, y que los dos juntos se alejaran, al fin, en el automóvil, carcajeando a dúo como verdaderos dementes. Mi tía consideró que la historia estaba por fin completa, pero yo experimenté otros sentimientos nada apropiados para expresar en esta charla. Cuando ustedes quieran escribir un cuento, deberán escribir sólo una historia; y siempre habrá gente que se niegue a leer el cuento que ustedes han escrito.
Lo cual nos lleva a abordar, naturalmente, la engorrosa cuestión del tipo de lector para el cual cada uno escribe cuando escribe ficciones. Quizá cada uno de nosotros piense que tiene una solución personal para este problema. Por mi parte, tengo una muy buena opinión del arte de la ficción, y una muy mala opinión de aquello que suele llamarse “el lector promedio”. Me digo que no puedo escapar de él, que tal es la personalidad cuya atención, se supone, debo cultivar; y al mismo tiempo, se espera de mí que provea al lector inteligente de esa experiencia profunda que él busca en la ficción. El caso es que, en concreto, ambos lectores ideales no son sino aspectos de la propia personalidad del escritor; y en un último análisis, el único lector acerca del cual uno puede saber algo es uno mismo. Todos nosotros escribimos según nuestro propio nivel de entendimiento; pero es una característica particular de la ficción que su superficie literal pueda estar configurada de tal modo que brinde entretenimiento en un plano obvio y físico, el plano de la evidencia física, a un cierto tipo de lector; y al mismo tiempo, pueda brindar significado a la persona preparada para experimentarlo.
El significado es lo que impide que un cuento breve sea “corto”. Yo prefiero hablar de “significado” del cuento a hablar del “tema” de un cuento. La gente habla del tema del cuento como si el tema fura un trozo de cuerda que anuda el extremo de una bolsa de comida para aves. Creen que si se puede extraer el tema de un cuento, del mismo modo que se quita el hilo que ata la bolsa de maíz, puede abrirse la historia y dar de comer a las gallinas. Pero no es ésa la forma en que el significado opera en la ficción.
Cuando ustedes puedan enunciar el tema de un cuento, cuando puedan separarlo de la historia en sí misma, podrán estar seguros de que ese cuento no es muy bueno. El significado de un cuento debe estar corporizado en la historia, debe hacerse concreto en ella. Una historia es una forma de decir algo que no puede decirse de ninguna otra manera, y nos cuesta cada una de las palabras del relato decir cuál es su tema. Uno cuenta un cuento porque una simple enunciación resultaría inadecuada. Cuando alguien pregunta de qué trata un cuento, la única respuesta apropiada es indicarle que lo lea. El significado de la ficción no es un significado abstracto, sino un significado que se experimenta, y el único objetivo de hacer enunciaciones acerca del significado de un cuento es ayudar a experimentar más plenamente ese significado.
La ficción es un arte que demanda la más estricta atención a lo real –tanto en el caso de un escritor que se aboca a componer un cuento naturalista, como en el del escritor que prefiere el género fantástico–. Quiero decir: todos nosotros partimos siempre de lo que es verdadero –o de lo que tiene una eminente posibilidad de serlo–. Incluso cuando uno escribe un relato fantástico, la realidad es el único fundamento conveniente. Algo es fantástico porque es tan real, tan real que es fantástico. Graham Greene ha dicho que él no podría escribir “me hallaba suspendido sobre un pozo sin fondo” porque tal cosa no puede ser cierta, ni “bajando a todo correr las escaleras salté dentro de un taxi”, porque eso tampoco puede ser posible. Pero Elizabeth Bowen puede escribir, refiriéndose a uno de sus personajes, “ella se llevó la mano a los cabellos como si oyera moverse algo en su interior”, porque tal cosa es eminentemente posible.
Me atrevería incluso a afirmar que la persona que escribe un relato fantástico debe mantenerse más estrictamente atenta al detalle concreto que quienes escriben en una cuerda naturalista –porque cuanto mayor sea el apoyo de un cuento en lo verosímil, más convincentes resultarán sus características–.
Un buen ejemplo es el relato titulado “La metamorfosis”, de Franz Kafka. Es la historia de un hombre que despierta una mañana y descubre que, durante la noche, se ha convertido en cucaracha, aunque sin perder su naturaleza humana; y si esta situación es aceptada por el lector, es porque los detalles concretos del relato son absolutamente convincentes. Lo cierto es que ese relato describe la naturaleza dual del hombre de un modo tan realista que resulta casi intolerable. La verdad no ha sido distorsionada en el relato; antes bien, una cierta distorsión ha sido efectuada como forma de llegar a la verdad. Si admitimos, como es preciso hacerlo, que la apariencia no es lo mismo que la realidad, deberemos entonces dar al artista la libertad de hacer ciertos reacondicionamientos en la naturaleza de las cosas cuando éstos conducen a ampliar la profundidad de la visión. El artista debe recordar siempre que aquello que él recrea es naturaleza, y debe saber y ser capaz de describirlo apropiadamente a fin de tener el poder de reinventarlo en su totalidad.
El problema del cuentista reside en cómo hacer que la acción que él describe revele tanto como sea posible respecto del misterio de la existencia. Dispone solamente de un espacio muy breve y no puede hacerlo por un procedimiento declarativo. Debe conseguirlo mostrando, no diciendo; y mostrando lo concreto, de modo que su problema es, en definitiva, saber cómo servirse de lo concreto de modo que “trabaje doble turno”.
En la buena ficción, ciertos detalles de la historia tienden a concentrar significados; cuando esto sucede se vuelven simbólicos por la misma función que desempeñan. Yo escribí un cuento titulado “Buena gente del campo”, en el cual, a una muchacha, doctora en filosofía, un vendedor de Biblias, a quien ella ha tratado previamente de seducir, le roba su pierna de madera. Ahora bien, debo admitir que, contada de esta manera, la situación no es ni más ni menos que un chiste de dudoso gusto. Al lector promedio le agrada observar cómo a alguien se le roba su pierna de madera. Pero sin dejar de atrapar su atención, y sin que al decir esto quiera yo autoelogiarme, creo que esta historia consigue operar en otro nivel de experiencia, desde el momento en que permite que en dicha pierna de madera se reconcentren varios significados. Al principio de la historia se nos hace evidente que la doctora en filosofía, tanto en lo espiritual como en lo físico, es una mutilada. No cree en nada más que en su creencia en nada, y percibimos que en su alma hay una parte de madera que se corresponde con su pata de palo. Ahora bien, nada de esto se dice. El escritor de ficciones declara tan poco como sea posible. Incluso puede ignorar que está creando esta conexión de niveles; pero la conexión, como quiera, existe, y tiene efectos sobre él. Con el transcurso del relato, la pierna de madera continúa acumulando significados. El lector se entera de cómo se siente esta chica respecto de su pierna, y qué siente su madre respecto de ella, y qué siente, también respecto de ella, una arrendataria de la familia. Y así, para cuando el vendedor de Biblias llega, la pierna ha acumulado ya tanto significado que, digamos, está cargada hasta el tope. Y cuando el vendedor de Biblias se la roba, el lector comprende que se ha llevado con él parte de la personalidad de la chica, y que le ha revelado, por primera vez, su aflicción más profunda.
Si ustedes quieren decir que la pierna de madera es un símbolo, pueden hacerlo. Pero es, ante todo, una pierna de madera, y en tanto pierna de madera es absolutamente imprescindible para el cuento. Tiene lugar en el primer nivel, literal, de la historia, pero también opera en la profundidad, tanto como en la superficie. Prolonga la historia en todas direcciones; y ésta es, en pocas palabras la manera por la cual el cuento burla su propia brevedad.
Ahora bien, detengámonos por un momento en la manera en que esto sucede. No quisiera que ustedes pensasen que, cuando me dispuse a escribir ese cuento, me senté a la máquina y dije: “ahora voy a escribir un cuento acerca de una joven doctora en filosofía con una pierna de madera, empleando la pierna de madera como símbolo de otro tipo de aflicción”. Personalmente, dudo de que haya muchos escritores que sepan lo que habrán de hacer cuando se aprestan a escribir. Cuando empecé a trabajar en ese cuento, yo ignoraba incluso que habría de incluir a una doctora en filosofía con una pierna de madera. Simplemente, una mañana me encontré escribiendo una descripción de dos mujeres de las cuales yo sabía ciertas cosas, y antes de que pudiera darme cuenta había dotado a una de ellas de una hija con una pierna de madera. Con el correr de la historia, introduje al vendedor de Biblias, pero sin tener la menor idea de lo que habría de hacer con él. Yo ignoraba que él iba a robar esa pierna de madera hasta diez o doce líneas antes de que sucediera; pero cuando comprendí que tal cosa iba a suceder, descubrí que era inevitable. Ese es un cuento que produce un shock en el lector; y creo que una de las razones de ese shock reside en que antes lo produjo en quien lo escribía.
Por otro lado, a pesar de que este cuento nació de una manera aparentemente irracional, no necesitó de casi ninguna corrección o reescritura. Es un cuento que estuvo bajo control mientras se lo escribía; y ustedes me preguntarán cómo opera esta forma de control, desde el momento en que no es enteramente consciente.
Creo que la respuesta a esta pregunta es lo que Maritain llama el “hábito del arte”. Es un hecho que toda la personalidad participa del proceso de escritura de una ficción –tanto la conciencia como la mente inconsciente–. El arte es el hábito del artista; y los hábitos tienen que enraizarse de un modo profundo en toda nuestra personalidad. El arte debe cultivarse como cualquier otro hábito, durante un largo período de tiempo, por la experiencia; y enseñar cualquier tipo de escritura es, primordialmente, ayudar al aprendiz a desarrollar el hábito del arte. Creo que el arte es mucho más que una disciplina, aunque de hecho también lo sea; creo que es un modo de mirar al mundo creado, y de usar los sentidos de modo que éstos puedan encontrar en las cosas tantos significados como sea posible.
Por supuesto, no soy tan ingenua como para suponer que la mayor parte de la gente que asiste a las conferencias de los escritores pretende aprender o escuchar qué clase de visión es necesaria para escribir historias que han de formar parte permanente de nuestra literatura. E incluso en el caso de que ustedes quisieran escucharlo, sus preocupaciones deben ser inmediatamente prácticas. Ustedes quieren saber cómo pueden escribir un buen cuento, y más aún cuándo pueden decir que lo han hecho; desean saber, entonces, cuál es la forma de un cuento, como si la forma fuera algo que existiese fura de cada cuento y pudiera aplicarse, imponerse al material. Por supuesto, cuanto más escriban, mejor comprenderán que la forma es orgánica, que crece desde el material, que la forma de cada cuento es única. Un buen cuento no puede ser reducido, sólo puede ser expandido. Un cuento es bueno cuando ustedes pueden seguir viendo más y más cosas en él, y cuando, pese a todo, sigue escapándose de uno. En ficción, dos y dos es siempre más que cuatro.
La única manera, creo, de aprender a escribir cuentos es escribirlos, y luego tratar de descubrir qué es lo que se ha hecho. El momento de pensar en la técnica es aquél en el cual se tiene al cuento bajo los ojos. El maestro puede ayudar al estudiante a mirar este trabajo individual y a discernir si ha escrito una historia completa, vale decir, una historia en la cual la acción ilumina plenamente el significado.
Quizá lo más útil que pueda hacer yo ahora es transmitirles algunos comentarios sobre esas siete historias que ustedes me pidieron que leyera. Ninguna de esas observaciones se aplican estrictamente a una historia en particular; son simples puntualizaciones que no deben herir a nadie verdaderamente interesado en reflexionar sobre la escritura.
La primera cosa en la que cualquier escritor profesional repara al leer un texto es, naturalmente, en el uso del lenguaje. Muy bien. El uso del lenguaje en estos cuentos, con una sola excepción, es tal, que resultaría muy difícil distinguir unos de otros. Si bien puedo señalar la caída en numerosos lugares comunes, no puedo recordar una sola imagen o una metáfora. No quiero decir que no las hay en ninguno de los siete cuentos; simplemente, digo que no son lo suficientemente efectivas como para quedarse en nuestra mente.
En relación con esto, reparé en otro aspecto que me produjo una considerable alarma. Excepto en uno solo de los cuentos, prácticamente no se hace uso del habla local. Ahora bien, éste es un Congreso de Escritores Sureños. Todos los remitentes de los sobres en los que me llegaron los siete cuentos, señalan lugares de Georgia y Tennessee. Y sin embargo, no hay en ellos signos distintivos de la vida sureña. Una cierta cantidad de topónimos salpican los textos, como Savannah o Atlanta o Jacksonville, pero podrían ser fácilmente trocados por los Pittsburg o Pasaaic sin necesidad de realizar ninguna otra alteración en el cuento. Los personajes hablan como si nunca hubieran escuchado otro lenguaje que el que emana de un estudio de televisión. Lo cual indica que hay algo fuera de foco.
Dos calidades conforman la obra de ficción. Una es el sentido del misterio y la otra el sentido de los hábitos. Uno aprehende las costumbres de la textura de la existencia que nos rodea. La gran ventaja de ser un escritor del Sur es que no necesitamos mirar hacia ningún otro lugar en busca de costumbres: buenas o malas, las tenemos, y en abundancia. En el Sur, habitamos una sociedad rica en contradicciones, rica en ironía, rica en contrastes y particularmente rica en su lenguaje. Y sin embargo, he aquí seis historias de sureños en las cuales casi no se hace uso de los dones de la región.
Por supuesto, una de las razones ha de residir en que ustedes han visto abusar tantas veces de tales dones que se han vuelto excesivamente escrupulosos respecto de su uso. No obstante, cuando la vida que de hecho nos rodea es ignorada totalmente, cuando las particularidades de nuestra habla son desdeñadas de modo sistemático, es obvio que algo funciona muy mal. El escritor debería preguntarse si no está buscando, en fin, una forma de vida artificial.
Un modismo caracteriza a una sociedad, y cuando se ignoran los modismos, se está muy cerca de ignorar todo el tejido social que pudo forjar aun personaje significativo. No se puede extirpar a un personaje de su sociedad y decir mucho acerca de él como individuo. No se puede decir nada significativo acerca del misterio de una personalidad a menos que se la inserte en un contexto social creíble y significativo. Y la mejor forma de hacerlo es por medio del propio lenguaje de ese personaje. Cuando alguien, en uno de los cuentos de Andrew Little, dice desdeñosamente que tiene “una mula más vieja que Birmingham”, vemos en esa sola frase un sentido de una sociedad y su historia. Gran parte de la obra de un escritor del Sur ha sido realizada antes de que éste comience a escribir, porque nuestra historia vive en nuestro lenguaje. En uno de los cuentos de EudoraWelty, un personaje dice: “en el pago de donde vengo, hay zorros en vez de perros de cuadra, búhos en vez de gallinas, pero cantamos de verdad…”. Verán que hay todo un libro en esa sola frase: y cundo el pueblo de nuestro distrito puede hablar de esa manera y uno lo ignora, simplemente estamos desaprovechando lo que es nuestro. El sonido de nuestra habla es demasiado claro como para que se lo menosprecie con toda impunidad, y el escritor que trate de evadir esta responsabilidad estará a punto de destruir la mejor parte de su poder creativo.
Otra cosa que he observado en estas historias es que, en su mayoría, no profundizan demasiado en un personaje, no revelan demasiado de su interioridad. No quiero decir que no se metan en la mente del personaje, sino que, simplemente, no muestran que el personaje está dotado de una personalidad. Una vez más, debemos remitirnos al tema del lenguaje. Estos personajes carecen de un habla distintiva que los revele; y a veces no tienen en realidad, rasgos distintivos. Al final, uno siente que no nos ha sido revelada personalidad alguna. En la mayoría de los buenos cuentos es la personalidad del personaje lo que crea la acción de la historia. En la mayoría de esos cuentos, siento que el escritor ha pensado en una acción y luego ha seleccionado un personaje para que la lleve a cabo. Usualmente, existen más probabilidades de llegar a buen fin si se comienza de otra manera. Si se parte de una personalidad real, un personaje real, estamos en camino de que algo pase; antes de empezar a escribir, no se necesita saber qué. En verdad, puede ser mejor que uno ignore qué sucederá. Ustedes deberían ser capaces de descubrir algo en los cuentos que escriban. Porque si ustedes no lo son, probablemente, nadie lo será.
#FlanneryOConnor
El candelabro de plata, de Abelardo Castillo
(Este cuento pertenece, originariamente, al libro Las otras puertas).
Nunca he podido dominar mis impulsos. En este sentido me reconozco un sujeto primitivo, puro, incapaz de adaptarme al florido mundo, donde, para tranquilidad de la hermosa gente, se cultivan con sensatez todas las formas del buen gusto, la hipocresía y el cinismo. Pero al menos hoy he comprendido algo; lo he comprendido después de lo que pasó esta noche: soy un hombre bueno. No lo digo, no escribo esto, para justificar nada. De ocurrirme semejante cosa debería admitir que yo mismo repudio lo que he hecho, y no es cierto, y aunque fuera cierto: acabo de hacer feliz a un miserable. Quién podría juzgarme, quién sobre la Tierra (quién en el cielo) se atrevería a juzgarme.
Mejor vayamos por partes. Todavía estoy borracho perdido pero trataré de ser coherente.
Todo empezó esa misma tarde; es decir, la tarde de ayer, puesto que ahora deben ser las tres o cuatro de la mañana. Madrugada del 25 de diciembre de 1956. Navidad. Sobre la mesa todavía quedan restos de la insólita fiesta. El candelabro de plata, más anacrónico que nunca en medio de la suciedad y la pobreza que lo rodean, parece ocuparlo todo ahora. Nunca he comprendido por qué este candelabro no ha ido a parar, como las otras pocas cosas heredadas de mi padre, al Banco de Empeño, al cambalache. En esto, pienso, se parece a la conciencia. Supongo que nunca voy a poder desprenderme de él.
Digo que empezó a la tarde. Había ido a dar sabe Dios cómo a cualquier sórdido callejón del Dock, cuando, al oír un acordeón y las risas de un cafetín del muelle, reparé en la fecha. Entonces me vi en el viejo parque de nuestra casa. No sé explicarlo. Las luces, las esferas de colores: recordé todo eso, recordé al portalito que yo mismo, mezclando hasta el absurdo ríos azules y arpilleras nevadas, construía todos los años en el jardín (me acuerdo ahora del Dios-Niño, siempre espantosamente grande en relación con su divina madre, como justificando al fin lo milagroso del alumbramiento), y sentí un asco tan profundo por mi vida que – como quien se lava – decidí celebrar mi propia Nochebuena.
La idea parecerá trivial, pero a mí me apasionó y, antes de las diez, también había fiesta en este innoble agujero que ahora es mi casa. Con orgullo pueril, me senté a contemplar el espectáculo. El candelabro labrado, en el centro de la mesa, parecía irradiar su antigua serenidad hacia todos los rincones. Al principio me sentí bien; era una sensación extraña, como de paz – un gran sosiego –, pero, poco a poco, empecé a preocuparme. Qué significaba todo esto. Para qué lo había hecho: para quién. Podría jurar que en ese preciso instante supe que estaba solo y, por primera vez en muchos años, necesité imperiosamente de alguien. Hubo una sola capaz de ser insustituible (capaz de no ser insoportable) y ésa no vendría ya. Nunca vendría.
Entonces recordé al viejo checoslovaco.
Lo había visto muchas veces en esos torvos cafés del puerto que suelo frecuentar cuando, embrutecido de ginebra, quiero divertirme con la degradación de los demás, y con la mía. Pobre viejo: semioculto en un recoveco, siempre igual, como si formara parte de la imagen infame de la cantina, fumando su pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Nunca habíamos hablado. Jamás lo hago con alguien –llego y me emborracho solo, a veces también escribo alguna cosa absurda que después arrojo al primer tacho de basuras que encuentro a mi paso–; pero yo sabía que él me miraba. Era como si una ligazón muda, un vínculo invisible y misterioso, nos uniera de algún modo. Al menos, teníamos una cosa en común, dos cosas: la soledad y el fracaso. El viejo checoslovaco; ése era el hombre que yo necesitaba.
Cuando llegué frente a la roñosa vidriera del negocio, lo vi. Ahí estaba, tal como había supuesto. Una atmósfera desacostumbrada recordaba al viejo – también allí se regocija uno de que nazca Dios, de que venga y vea cómo es esto. Una mujer pintarrajeada se le acercó y, riendo, le dijo alguna cosa; él no pareció darse cuenta. Sí, ése era mi hombre. Me abrí paso entre las parejas. Enormes mineros de ropas mugrientas abrazaban a mujerzuelas indescriptibles que se les echaban encima y reían. Alguna de ellas dijo: “¿Quién te crees vos que soy?”, y, adornando con un insulto brutal, le respondieron quién se creían que era. No podía soportar aquello; por lo menos, no esta noche; pensé que se mi quedaba un minuto más iba a vomitar, o a golpear a alguien, o a llorar a gritos, no sé. Llegué hasta el viejo y lo tomé del brazo.
Te venís conmigo –le dije.
Mi voz debe de haber sido asombrosa; el hombre alzó los ojos, unos ojos clarísimos, celestes, y balbuceó:
¿Qué dice usted, señor…?
–Que ahora mismo te venís conmigo, a mi casa, a pasar una Nochebuena decente.
–Pero, cómo, yo… con usted.
Casi a rastras lo saqué de allí. Nadie, sin embargo, nos prestó atención.
Faltaba algo más de una hora para la medianoche. El viejo, cohibido al principio, de pronto empezó a hablar. Tenía un acento raro, dulce. Se llamaba Franta, y creo no haberme sorprendido al darme cuenta de que no era un hombre vulgar; hablaba con soltura, casi con corrección. Acaso yo le había preguntado algo, o acaso, rota la frialdad del primer momento (para esa hora ya estábamos bastante borrachos), la confesión surgió por sí misma. El hecho es que habló. Habló de su país, de una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una mujer rubia cuyos ojos –fueron sus palabras – eran transparentes y azules como el cielo del mediodía. Habló de un muchachito, también rubio, también de ojos azules.
–Ahora será un hombre –había dicho–. Hace treinta años, cuando vine a América, él apenas caminaba.
Dijo que ése era su último recuerdo. Bebió un trago de champagne y agregó:
–Pensar, señor, que ahora tiene un hijo. Qué cosa. Y yo me los imagino a los dos iguales, qué cosa.
Yo pensé entonces en aquel nieto. Ojos del cielo del mediodía, pelo de trigo joven, de qué otro modo podía ser. Sólo que el viejo Franta difícilmente iba a comprobarlo nunca.
Pero, ¿cómo supiste de ellos?
El capitán de un barco mercante, señor, me reconoció hace un mes.
Yo pensaba, me acuerdo, cómo era posible reconocer en ese pordiosero que tenía delante, en ese viejo entregado, roto, la imagen que dejó en otro treinta años atrás. Y ahora pienso que siempre queda algo donde hubo un hombre, y quién sabe: a lo mejor, a mí también me va a quedar algo cuando, como el viejo, tenga la mirada perdida y le diga “señor” al primer sinvergüenza bien vestido que me hable. Pregunté:
-¿Y no intentaste volver…? ¿No trataste…?
Él me miró, perplejo; después, a medida que hablaba, su cara fue endureciéndose:
– Volver. ¿Volver así? Usted lo dice fácil, señor; pero es… Es muy feo. Volver como un mendigo –el tono de su voz empezó a ser rencoroso–, un mendigo borracho que en la puerta de la iglesia pide por un Dios en el que ya no cree… No, señor. Volver así, no. Ella, Mayenko, se murió hace mucho, y mejor si allá piensan que yo me morí hace mucho… –Hizo una pausa, ahora hablaba como quien escupe.– Yo me jugué la plata que había juntado para hacerla venir, ¿se da cuenta?, entonces ella se murió. Esperando. No ve que todo es una porquería, señor.
La palabra es una caricatura miserable. Quién puede explicar con palabras, aunque esté contando su propia vida, todo lo que induce a un hombre a entregarse, a venderse todos los días un poco, hasta llegar a ser como vos, viejo. Cuántas pequeñas canalladas, cuántas porquerías imperceptibles forman esa otra gran porquería de la que él hablo: el alma. Pobre alma de miserables de tipos que ya han dejado de ser hombres y son bestias, bestias caídas, arrodilladas de humillación.
Qué vergüenza, señor.
Eso dijo, qué vergüenza, y después agregó: No poder matarse.
Para el viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco desequilibrado y algo artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los tugurios y acaso el candelabro le habían hecho suponer semejante destino), yo era un loco con plata, en suma, que buscaba literatura en los bajos fondos de Buenos Aires. Entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea que, más tarde, se transformaría en un colosal engaño.
Quiero decir algo: miento prodigiosamente. Y es natural. La fantasía del que está solo se desarrolla, a veces, como una corcova de imaginación, un poco monstruosamente; con ella elabora un universo tramposo, exclusivo, inverificable, que – como el creado por Dios – suele acabar aniquilándose a sí mismo. El suicido o la locura son dos formas del apocalipsis individual: la venganza de la soledad.
Pero éste es otro asunto. Lo que quería decir es que amo la mentira, la adoro, me alimento de ella y ella es, si tengo alguna, mi mayor virtud. Miento, de proponérmelo, con maestría ejemplar, casi genialmente. Y esta noche puse toda mi alma en el engaño. Él me creía rico y caprichoso, pues bien: lo fui. A medida que yo hablaba bebíamos sin interrupción y, a medida que bebíamos sin interrupción y, a medida que bebíamos, mi palabra se hacía más exacta, más convincente, más brillante. Lo engañé, pobre viejo, lo engañé y lo emborraché como si fuera un chico. De todos modos, no puedo arrepentirme de esto. Conté una historia inaudita, febril, en la que yo era (como él quiso) uno que no entraría aunque un escuadrón de camellos se paseara por el ojo de una aguja. Jamás, ni con el más prolijo y concienzudo derroche, podría desembarazarme de ella; esta forma de vivir que yo llevaba – él lo había adivinado – no era más que una extravagancia, una manera de quitarme el aburrimiento. El viejo, poco a poco, empezó a odiarme. Y yo, mientras improvisaba, iba llenando una y otra vez nuestras copas. Ennoblecida por el alcohol, la idea aquella se gestaba cada vez más precisa y fascinante: yo haría feliz a ese pobre diablo. Aunque todavía no sabía cómo.
De pronto, dijo:
Pero, ¿por qué, señor, por qué…?
No acabó de hablar: no se atrevió. Yo supe que en ese instante me aborrecía con toda su alama. Ah, si él, el mugriento vagabundo, hubiese tenido una parte, al menos una parte de mi supuesta fortuna. Sí, yo sabía que él pensaba esto; yo sabía que ahora sólo pensaba en una aldea lejana, en un chico de mirada transparente y pelo como trigo joven. Sin responder, me puse de pie. Fui a buscar las dos últimas botellas que me quedaban.
Le estaba dando la espalda ahora, pero podía verlo: inconscientemente su mano se había cerrado sobre el mango de una cuchilla que había sobre la mesa, pobre viejo. Ni siquiera pensaba que, de una sola bofetada, yo podía arrojarlo a la calle despatarrado por la escalera. Empezaba, él también, a ser una persona.
Volví a la mesa, sus dedos se apartaron.
¿Sabés por qué? ¿Querés saber por qué?
Bebimos. Hubo un silencio durante el cual miré rectamente a sus ojos; después, bajando la cabeza como aplastado por el peso de lo que iba a decir, agregué con brutalidad:
¿Sabés lo que es el cáncer, vos?
El viejo me miraba. Apoyé las manos sobre la mesa y, con mi cara a nivel de la suya, dije:
– Por eso. Porque yo también soy un pobre infeliz que no se anima a partirse la cabeza contra una pared.
El viejo, que me había estado mirando todo el tiempo, de golpe comprendió lo que yo quería decir y sus ojos se hicieron enormes. Concluí secamente:
– Por eso.
– Quiere decir…
– Quiere decir que estás hablando con uno que ya se murió. ¿Entendés? Y entonces ni toda mi plata ni toda la plata de veinte como yo va a poder resucitarme. – Me erguí; hablaba con vos serena y contenida. – Por eso vivo lo poco que me queda como mejor me cuadra. Yo no pertenezco al mundo, viejo. El mundo es de ustedes, los que pueden proyectar cosas, los que tienen derecho a la esperanza o a la mentira. Yo soy menos que un cadáver.
Mis últimas palabras eran tal vez demasiado teatrales, pero Franta no podía advertirlo.
Cállese, señor –murmuró.
Y mi idea, súbitamente, se dio forma a sí misma. Como un milagro.
– Un cadáver –dije con vos ronca– que ahora, por una casualidad en la que se adivina la mano de Dios, acaba de encontrar un motivo para justificarse.
De pronto, en el puerto, la noche estalló como una fiesta. En todos los muelles las sirenas empezaron a entonar su histérica salmodia y el cielo reventó de petardos. Brindamos con los ojos húmedos. Fuegos multicolores se abrían hacia el río, desparramando sobre el mundo extravagantes flores de artificio. Fue como si una enloquecida sinfonía universal acompañara mis últimas palabras absurdas y solemnes.
– Por dios Franta – dije y creo que gritaba –; por ese Dios en el que vos no creés y que acaba de nacer para todos los hombres, yo te juro que toda mi fortuna servirá para que vueltas a tu tierra. Es mi reconciliación con el mundo. Vos vas a volver, viejo, y vas a volver como un hombre.
La Nochebuena se ardía. Pitos, sirenas y campanas se mezclaban con los perfumes nocturnos y entraban en tumulto por la ventana abierta. A nadie le importaba, es cierto, el judío recién nacido que pataleaba en el pesebre, pero todos querían gozar del minuto de felicidad que les ofrecía, él también, con su prodigiosa mentira. En la Tierra, bajo la Estrella, los hombres de buena voluntad se emborrachaban como cerdos y daban alaridos.
Franta me miró un instante. Sus ojos brillaban desde lo más profundo, con un brillo que yo no olvidaré nunca: me creía. Me creía ciegamente. En un arrebato de gratitud incontenible me besó las manos y balbuceó llorando:
No te olvidaré mientras viva.
Me había tuteado. Era un hombre: yo había cumplido mi obra.
Su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa. Estaba borracho de alcohol y de sueños. En esa misma posición se quedó dormido. Soñaba que volvía a la pequeña aldea de colinas grises y acariciaba unos cabellos rubios y miraba unos ojos tan claros como el cielo del mediodía.
Con todo cuidado, retiré mis manos de entre las suyas y me levanté, tambaleante. Tu cabeza era suave y blanca, viejo; yo la había acariciado.
Después levanté el pesado candelabro de plata. Amorosamente, con una ternura infinita, poniendo toda mi alma en aquel gesto, y sin meditar más la idea que desde hacía un segundo me obsesionaba, dije: Feliz Nochebuena, Franta. Y le aplasté el cráneo.
Abelardo Castillo nació en San Pedro, en 1935. Fundó y dirigió El Escarabajo de Oro, considerada por la crítica especializada como la más prestigiosa publicación literaria de los años sesenta, y El Ornitorrinco, la primera y más importante revista de la resistencia cultural durante los años de la dictadura.Dramaturgo y narrador, ha publicado El otro Judas, Las otras puertas, Israfel, Cuentos crueles, Las panteras y el templo, El que tiene sed, Las palabras y los días, Crónica de un iniciado, Las maquinarias de la noche, Ser escritor, El oficio de mentir, El evangelio según Van Hutten y El espejo que tiembla.Traducida a trece idiomas, su obra ejerce una clara influencia en autores de promociones más tardías. Recibió el Primer Premio Municipal por su novela El que tiene sed, y el Segundo Premio Nacional por Crónica de un iniciado. Sus cuentos fueron galardonados con el premio Konex de Platino y el conjunto de su obra con el Premio Nacional Esteban Echeverría. En 2011 le fue otorgado el Gran Premio de Honor de la SADE.Murió el 2 de mayo de 2017.
Río de dos corazones, cuento de Hernest Hemingway

Cuento que forma parte del libro En nuestro tiempo (1925)
Río de dos corazones I
El tren se perdió de vista detrás de una de las colinas formadas por pilas de madera quemada. Nick se sentó sobre la mochila con la lona y la ropa de cama que le había arrojado por la puerta del vagón de equipajes el encargado. No había pueblo, no había nada, excepto los rieles y el campo arrasado por el fuego. No había quedado ni rastro de las trece cantinas que antes se levantaban a ambos lados de la única calle de Seney. Se veían los cimientos de la Mansión. La piedra estaba arruinada por el fuego. Eso era todo lo que quedaba de Seney. Hasta la superficie del suelo había sido devastada.
Nick miró la colina chamuscada sobre la que esperaba ver las casas desparramadas del pueblo y luego caminó siguiendo las vías hasta el puente. El río aún estaba allí. Hacía remolinos contra los pilotes de madera del puente. Nick miró el agua clara por los guijarros coloreados del fondo y se puso a observar las truchas que se mantenían firmes en la corriente agitando las aletas. Mientras las observaba, cambiaban de posición con rápidos movimientos angulares y volvían a mantenerse quietas. Nick las observó durante mucho tiempo.
Las observó dando la cara a la corriente. Eran muchas truchas en el agua profunda y correntosa, y se veían ligeramente distorsionadas a través de la vítrea superficie convexa del arroyo que presionaba y aumentaba contra la resistencia que ofrecían los pilotes del puente. Las truchas grandes estaban en el fondo. Nick no las vio al principio. Luego las vio en el fondo, eran unas truchas grandes que trataban de quedarse quietas entre los guijarros en medio de la nubosidad cambiante de arenilla que formaba la corriente.
Nick miró hasta el fondo del arroyo desde el puente. Hacía calor.
Un martín pescador voló a ras del río. Hacía mucho que Nick no veía truchas ni miraba la profundidad de un río. Las truchas le parecieron muy buenas. A medida que la sombra del martín pescador se desplazaba río arriba,
una gran trucha saltó fuera del agua trazando un gran ángulo, solo que era su sombra la que trazaba el ángulo, luego perdió la sombra al acercarse a la superficie, fue iluminada por el sol y al volver a sumergirse volvió la sombra, que ahora parecía flotar con la corriente hasta llegar a un lugar debajo del puente, donde permaneció firme, enfrentando la corriente y sus embates.
Nick sintió algo en el corazón al ver el movimiento de la trucha. Sintió que volvía la vieja sensación de bienestar.
Giró y dirigió la mirada río abajo. El río se extendía durante un gran trecho. Su lecho era de guijarros con grandes cantos rodados y partes profundas, curvas y playas.
Nick volvió adonde había dejado la mochila, entre las cenizas junto a las vías. Se sentía feliz. Apretó las correas del bulto y se lo echó al hombro, metió las manos debajo de las correas y se puso la mochila en la espalda, agachando la cabeza todo lo posible para tratar de aliviar el peso sobre los hombros. Pero la mochila era demasiado pesada. Demasiado pesada. Llevaba en la mano el estuche de cuero en que guardaba la caña de pescar. Siempre caminando inclinado hacia delante para que el peso descansara en la parte superior de la espalda, siguió el camino paralelo a las vías alejándose del pueblo incendiado, y luego dobló por una colina rodeada de otras dos, también chamuscadas por el incendio, y tomó un camino que se internaba en el campo. Caminó por él bajo el peso de la mochila que le causaba dolor. El camino subía continuamente. La ascensión era ardua. Hacía calor y le dolían los músculos, pero Nick se sentía feliz. Todo había quedado atrás, la necesidad de pensar, la necesidad de escribir, otras necesidades. Todo había quedado atrás. Desde el momento en que se había bajado del tren y el encargado le había tirado la mochila por la portezuela abierta del vagón, las cosas habían empezado a cambiar. Seney había sido destruido por el incendio, el campo estaba devastado y distinto, pero no importaba. Todo no podía haberse perdido. Eso lo sabía. Siguió caminando, sudando bajo el sol, siempre hacia arriba para cruzar la cadena de colinas que separaba el ferrocarril de las llanuras con pinos. El camino seguía, con bajadas ocasionales, pero por lo general subiendo. Nick lo siguió. Por fin el camino, después de correr paralelo a la ladera chamuscada, llegó a la cima. Nick descansó apoyándose contra un tronco y bajó la mochila. Adelante, en toda la extensión que alcanzaba su vista, estaban los pinos. El terreno devastado terminaba a la izquierda, junto con las colinas. Hacia delante se elevaban los oscuros pinos. Lejos, a la izquierda, estaba el río. Nick lo siguió con la mirada y pudo ver los reflejos del sol en el agua.
Adelante de él no había nada, excepto la llanura de pinos, y luego las colinas azules, a la distancia, que delimitaban el Lago Superior. Apenas si se divisaban, débiles y lejanas. Si fijaba demasiado la vista, desaparecían. Pero si miraba a medias, las veía.
Nick se volvió a sentar contra el tronco quemado y fumó un cigarrillo. Su mochila se balanceaba en la punta del tronco, con las correas colgando. Había un hoyo en la mochila, hecho por su espalda. Nick permaneció sentado fumando y mirando el paisaje. No necesitaba sacar el mapa. Sabía dónde estaba por la posición del río. Mientras fumaba con las piernas extendidas, se fijó en una langosta que vino caminando hasta su media de lana. Era una langosta negra. Mientras caminaba por el camino habían surgido de la polvareda muchas langostas. Todas eran negras. No eran esas grandes con las alas amarillas y negras o rojas y negras que zumbaban al remontar vuelo. Estas eran langostas comunes, pero todas renegridas. A Nick le habían llamado la atención, sin ponerse en realidad a pensar en ellas. Ahora, mientras observaba la langosta negra que mordía la media de lana con su boca de cuatro puntas, se dio cuenta de que se habían vuelto negras por vivir en esa tierra devastada. Se dio cuenta de que el incendio debió haber ocurrido el año anterior, porque todas las langostas eran negras. Se preguntó cuánto tiempo seguirían negras.
Con mucho cuidado alargó la mano y tomó al insecto de las alas. Lo dio vuelta patas para arriba y observó el abdomen articulado. Sí, también era negro, irisado en el tórax, que estaba cubierto de polvo, igual que la cabeza.
—Vete, langosta —dijo Nick, hablando en voz alta por primera vez—.
Vuela hacia algún lado.
Soltó al insecto en el aire y lo observó volar hasta el tronco carbonizado que estaba del otro lado del camino.
Nick se incorporó. Apoyó la espalda contra la mochila que colgaba del tronco y pasó los brazos por las correas. Con la mochila en el hombro se detuvo en el borde de la colina y observó la comarca y el río distante y luego bajó la colina, alejándose del camino. Era fácil la caminata ahora. La línea demarcatoria del incendio terminaba a unos doscientos metros de la colina. Después crecían los helechos, altos hasta el tobillo, y los pinos. Era un terreno ondulado, con subidas y bajadas frecuentes de suelo arenoso.
Nick se orientaba por el sol. Sabía el lugar del río al que quería ir y continuó caminando entre los pinos, escalando pequeñas subidas para ver que había otras delante de él, flanqueado a derecha e izquierda por sólidas islas de pinos. Cortó algunos vástagos de helecho y los puso debajo de las correas de
la mochila. Al ser apretados empezaron a despedir un agradable olor mientras caminaba. Estaba cansado y hacía mucho calor caminando por ese terreno irregular entre pinos que no lo protegían del sol. Sabía que podía llegar al río en cualquier momento, con solo doblar a la izquierda. No podía estar a más de una milla. Pero siguió caminando hacia el norte para acercarse al río más adelante, lo más lejos que pudiera llegar.
Al atravesar el terreno elevado, Nick divisó una gran isla de pinos. Bajó la cuesta y luego, al llegar a la cima de la siguiente subida, dobló y se encaminó a los pinos.
No había maleza en la isla de los pinos. Los troncos subían derechos o se inclinaban para tocarse. Los troncos no tenían ramas abajo, sino muy arriba, y allí se entrelazaban formando una compacta sombra. Alrededor del grupo de árboles había un espacio abierto. Nick notó que el piso era blanco y estaba cubierto de agujas de pino, que se extendían mucho más allá del alcance de las ramas altas. Los árboles habían crecido y las ramas estaban altas, dejando al sol este espacio abierto que alguna vez habían cubierto de sombra. Los helechos comenzaban exactamente al borde de esta extensión del suelo del bosque.
Nick se quitó la mochila y se acostó en la sombra, contemplando los pinos. Se estiró para descansar el cuello, la espalda y la nuca, en la tierra blanda. Miró el cielo entre las ramas y luego cerró los ojos. Los volvió a abrir y miró hacia arriba nuevamente. En lo alto el viento agitaba las ramas. Volvió a cerrar los ojos y se durmió.
Nick se despertó duro y entumecido. El sol estaba casi bajo. Se puso la mochila y sintió que era pesada y que las correas le hacían doler. Se inclinó con la mochila puesta para recoger el estuche de cuero con la caña y emprendió la marcha hacia el río, alejándose de los pinos por el terreno pantanoso cubierto de helechos. Sabía que el río no podía estar a más de una milla.
Bajó por una colina cubierta de tocones y llegó a una pradera. El río estaba al final de la pradera. Nick se alegró de llegar a él. Caminó río arriba atravesando la pradera. Los pantalones estaban empapados por el rocío que había llegado con fuerza y rapidez después del caluroso día. Era un río silencioso que se deslizaba veloz. En el extremo de la pradera, antes de buscar un lugar alto para acampar, Nick observó saltar a las truchas que comían los insectos que llegaban al pantano del otro lado del río, ahora que el sol se había puesto. Los peces salían del agua para apoderarse de su presa. Mientras Nick caminaba a lo largo del río, los peces seguían saltando. Miró el agua y
supuso que los insectos se estaban posando sobre la superficie porque las truchas comían sin cesar, formando círculos en el agua, como si estuviera empezando a llover.
El terreno se elevaba, cubierto de árboles y de arena, dominando la pradera, el río y el pantano. Nick depositó la mochila y el estuche con la caña, y buscó un lugar llano. Tenía mucha hambre y quería montar el campamento antes de cocinar. El terreno era bastante llano entre dos pinos. Sacó el hacha de la mochila y con ella cortó dos ramas. Quedaba entonces un espacio bastante grande como para una cama. Niveló el suelo arenoso con la mano y arrancó de raíz los helechos. Volvió a alisar la tierra. No quería estar incómodo cuando se acostara. Una vez que alisó el terreno, tendió sus tres mantas. Dobló la primera y sobre ella puso las otras dos.
Con el hacha cortó un pedazo de madera de pino de uno de los troncos y lo partió en estacas. Quería que fueran largas y firmes. Ahora que la tienda estaba extendida sobre el suelo, la mochila apoyada contra el pino, parecía mucho más pequeña. Nick ató la cuerda que servía como tirante horizontal a un tronco y, levantando la tienda con el otro extremo de la cuerda, la ató al otro pino. La tienda colgaba sobre la soga como si fuera una línea para tender la ropa. Nick hundió un palo que había preparado bajo el pico trasero de la lona y por último fijó los bordes. Metió bien hondo las estacas golpeándolas con el revés del hacha hasta enterrar las presillas de la soga y ver que la lona estaba tirante como un tambor.
En la entrada de la tienda puso una tela para protegerse de los mosquitos. Agachándose, se deslizó debajo del mosquitero con varias cosas que había sacado de la mochila y que quería poner a la cabecera de la cama. La luz se filtraba adentro de la tienda atravesando la lona marrón. Había un agradable olor a lona. Ya se sentía algo misterioso, como de hogar. Nick estaba feliz al entrar en la tienda. No se había sentido triste en todo el día. Esto era algo distinto, sin embargo. Había habido cosas por hacer, y ya estaban hechas. Había sido un viaje cansador. Estaba muy cansado. Todo estaba hecho. Había levantado la tienda. Ya estaba instalado. Nada podía tocarlo. Había encontrado un buen lugar para acampar. Ya estaba allí, en el buen lugar. Estaba en su hogar, hecho por él. Ahora tenía hambre.
Salió arrastrándose debajo de la tela mosquitero. Afuera estaba muy oscuro. Había más claridad adentro de la tienda.
Nick fue hasta donde estaba la mochila y buscó a tientas hasta encontrar un clavo largo dentro de un paquete de clavos que estaba en el fondo de la mochila. Lo clavó en el pino, pegándole con el revés del hacha. Colgó la
mochila del clavo. Todas sus provisiones estaban en la mochila, y ahora estaban seguras.
Nick tenía hambre. Le parecía que nunca había tenido tanta hambre. Abrió dos latas, una de carne de cerdo con porotos y otra de fideos, y las echó en la sartén.
—Tengo derecho a comer estas cosas, si es que estoy dispuesto a acarrearlas —dijo Nick. La voz sonaba extraña en medio del bosque oscuro. No volvió a hablar.
Cortó unas astillas de pino de un tocón y con ellas inició el fuego. Puso una parrilla de alambre, hundiéndole las cuatro patas con el pie. Puso la sartén en la parrilla, sobre las llamas. Tenía más hambre ahora. Los porotos y los fideos se estaban calentando. Nick los revolvió y los mezcló bien. Empezaron a formarse burbujas que subían a la superficie con dificultad. Había un buen aroma. Nick sacó una botella de Ketchup y cortó cuatro rodajas de pan. Las burbujas se formaban con más frecuencia. Nick se sentó junto al fuego y levantó la sartén. Sirvió la mitad de la comida en un plato de lata. Nick sabía que estaba demasiado caliente y vio cómo se deslizaba con lentitud en el plato. Le echó un poco de Ketchup. Los porotos y fideos estaban aún demasiado calientes. Miró el fuego, luego la carpa, haciendo tiempo porque no quería arruinarlo todo quemándose la lengua. Durante muchos años había sido incapaz de disfrutar de las bananas fritas porque no podía esperar a que se enfriaran. Tenía la lengua muy delicada. Tenía mucha hambre. Del otro lado del río, en el pantano, casi en la oscuridad, vio que se estaba formando neblina. Volvió a contemplar la carpa. Muy bien. Comió una cucharada bien llena.
—Dios —dijo Nick—. Dios mío —dijo, feliz.
Comió todo el plato antes de darse cuenta de que se había olvidado del pan. Terminó el segundo plato con el pan, pasándolo bien hasta dejar brillante el plato. La última vez que había comido había sido en el St. Ignace, en el restaurante de la estación, donde pidió un sándwich de jamón y una taza de café. Todo había salido muy bien. En otras ocasiones había tenido mucha hambre, pero no había podido satisfacerla. Podría haber acampado mucho antes, pero no había querido hacerlo. Había muchos buenos lugares para acampar junto al río. Pero este era un lugar muy bueno.
Puso dos pedazos de pino en el fuego para avivarlo. Se había olvidado de buscar agua para el café. Sacó de la mochila un balde plegadizo de lona y bajó la colina hasta el río. La otra orilla estaba envuelta en neblina. El pasto estaba frío y húmedo. Se arrodilló y metió el balde en el río, que resistió y se hinchó en la corriente. El agua estaba como hielo. Nick enjuagó el balde y, lo llenó y lo llevó al campamento. Lejos del río no hacía tanto frío.
Nick clavó otro clavo y de él colgó el balde con agua. Llenó la cafetera por la mitad, puso más astillas en el fuego y colocó la cafetera sobre la parrilla. No se acordaba de cómo solía hacer el café. Se acordaba que una vez habían discutido con Hopkins, pero no estaba seguro de lo que había sostenido él. Decidió hervirlo. Ahora se acordó que eso era lo que sostenía Hopkins. Hubo una época en que le discutía todo a Hopkins. Mientras esperaba que hirviera el agua, abrió una pequeña lata de damascos. Le gustaba abrir latas. Vació el contenido en una taza de lata. Mientras vigilaba el café, tomó el almíbar de los damascos, al principio con cuidado, para no derramar, luego lentamente, mientras comía la fruta. Eran mejor que los damascos frescos.
El café hirvió, saltó la tapa y el líquido y los granos se derramaron en el borde de la cafetera. Nick la retiró del fuego. Significaba un triunfo para Hopkins. Puso azúcar en la taza vacía donde había comido los damascos y se sirvió un poco de café para que se enfriara. Estaba tan caliente que tuvo que tomar el asa con el sombrero. No dejaría el café mucho tiempo en la cafetera, para que no saliese demasiado cargado. Iba a seguir todas las indicaciones de Hopkins. Se lo merecía. Hacer el café era una tarea que Hopkins se tomaba muy en serio. Era el hombre más serio que Nick hubiera conocido. No era solemne, sino serio. De eso hacía mucho tiempo. Hopkins hablaba sin mover los labios. Había jugado al polo. Había ganado millones de dólares en Texas. Había pedido dinero prestado para pagarse el viaje a Chicago, esa vez que llegó el telegrama informándole que se había descubierto petróleo. Pudo haber telegrafiado pidiendo dinero. Eso se habría demorado demasiado. A la chica de Hopkins la llamaban la Venus Rubia. A él no le importaba porque no era su novia. Hopkins decía con gran confianza que ninguno se burlaría de su novia. Tenía razón. Hopkins había salido cuando llegó el telegrama. Estaban en el Río Negro. El telegrama tardó ocho días en llegar a su poder. Hopkins le dio su pistola Colt automática calibre 22 a Nick. Le dio la cámara a Bill. Para que siempre se acordaran de él. Todos iban a ir a pescar al año siguiente. Hopkins era rico ahora. Iba a comprar un yate y harían un crucero a lo largo de la ribera norte del Lago Superior. Estaba emocionado pero se mantenía serio. Todos se despidieron con tristeza. El viaje quedaba interrumpido. No volverían a ver a Hopkins. Eso había sucedido hacía mucho tiempo en el Río Negro.
Nick bebió el café hecho según las instrucciones de Hopkins. Estaba amargo. Nick se rio. Era un buen final para el cuento. Le empezaba a trabajar la mente. Sabía que podía impedir su funcionamiento porque estaba bastante cansado. Tiró el café que quedaba. Encendió un cigarrillo y entró en la carpa. Se sacó los zapatos y los pantalones, haciendo con ellos un bulto que usaría como almohada, y se tapó.
Por la entrada de la tienda observó el resplandor del fuego que se avivaba con el viento nocturno. Era una noche tranquila. El pantano estaba en absoluta calma. Nick se estiró cómodamente entre las frazadas. Un mosquito zumbaba junto a su oído. Nick se incorporó y encendió un fósforo. El mosquito estaba posado sobre la lona, sobre su cabeza. Nick le acercó el fósforo rápidamente y lo quemó. El fósforo se apagó. Nick se volvió a acostar. Se dio vuelta y cerró los ojos. Tenía sueño. Sentía que llegaba el sueño. Se hizo un ovillo bajo la frazada y se durmió.
Capítulo XV
Colgaron a Sam Cardinella a las seis de la mañana en el pasillo de la cárcel del distrito. Era un corredor alto y angosto con celdas en hilera a ambos costados. Todas las celdas estaban ocupadas. Habían llevado a los hombres para ejecutarlos. Cinco hombres sentenciados a la horca estaban en las cinco celdas superiores. Tres eran negros. Estaban muy asustados. Uno de los blancos estaba sentado en su catre con la cabeza entre las manos. El otro estaba sentado en su catre con la cabeza envuelta en una colcha.
Pasaron a la horca por una puerta en la pared. Eran siete, incluyendo a dos curas. A Sam Cardinella lo llevaban alzado. Estaba así desde alrededor de las cuatro de la mañana.
Los dos guardias lo sujetaban mientras le ataban las piernas juntas, y los dos curas le hablaban al oído: «Pórtate como un hombre, hijo mío», le dijo uno de los curas. Cuando se acercaron con el capuchón para cubrirle la cabeza, Sam Cardinella perdió el control de su esfínter. Los dos hombres que lo sostenían lo soltaron, asqueados. «¿Por qué no traemos una silla, Will?», preguntó uno de los guardias.
«Mejor traigan una silla», dijo un hombre de sombrero hongo.
Lo dejaron amarrado y se alejaron de la horca, que era muy pesada, de roble y acero, con cojinetes de bola. Dejaron sentado solo a Sam Cardinella, fuertemente atado. El cura más joven permaneció de rodillas junto a la silla. Logró saltar justo antes de que se abriera la trampilla del cadalso.
Río de dos corazones II
Al despertarse vio que ya había salido el sol y que la tienda empezaba a entibiarse. Nick se arrastró bajo el mosquitero para contemplar la
mañana. Al salir se dio cuenta de que el pasto estaba húmedo. Tenía los pantalones y los zapatos en la mano. El sol recién asomaba detrás de la colina. Contempló la pradera, el río y el pantano. Del otro lado del río, ya en el pantano, había abedules.
El río era claro y corría con fuerza. A doscientos metros corriente abajo había tres troncos atravesados de orilla a orilla. El agua era tranquila allí. Mientras Nick contemplaba el lugar, vio un visón que cruzaba el río por los troncos y se internaba en el pantano. Nick estaba excitado. Estaba excitado a causa de la mañana y el río. Tenía demasiada prisa como para ponerse a desayunar, pero sabía que era necesario. Hizo un fuego pequeño y puso la cafetera. Mientras se calentaba el agua tomó una botella vacía y bajó hasta el borde de la pradera. El pasto estaba húmedo de rocío y Nick quería cazar langostas para carnada antes de que el sol secara el rocío. Encontró muchísimas langostas. Estaban en la base de los tallos, o a veces adheridas al pasto, frías y húmedas por el rocío, y no podían saltar hasta no calentarse con el sol. Nick eligió las medianas, de color marrón, y las metió en la botella. Dio vuelta un tronco y justo al borde vio cientos de langostas. Era un nido. Nick eligió como cincuenta de las medianas y las metió en la botella. Mientras elegía las langostas, las otras empezaron a calentarse en el sol y empezaron a saltar. Al principio efectuaban un corto vuelo y se quedaban tiesas, como muertas, al posarse en la tierra.
Nick sabía que para cuando terminara el desayuno, estarían tan animadas como siempre. Sin el rocío le llevaría todo un día llenar una botella de langostas, y tendría que aplastar muchas con el sombrero. Se lavó las manos en el río. Se sentía excitado por la proximidad del agua. Luego volvió a la tienda. Las langostas ya empezaban a saltar, un poco tiesas, por el pasto. En la
botella, tibia por el sol, saltaban todas juntas. Nick le puso un palito como tapa. Cubría la boca de la botella para que no se escaparan las langostas, pero permitía la entrada de bastante aire.
Volvió a poner el tronco en su lugar, sabiendo que allí podía conseguir langostas todas las tardes.
Nick dejó la botella llena de saltarinas langostas contra un pino. Mezcló con rapidez un poco de harina de trigo con agua hasta que adquirió la consistencia deseada. Puso un puñado de café en la cafetera y un poco de grasa en la sartén hirviente. Luego agregó la mezcla. Se desparramó como lava, chisporroteando. El panqueque se empezó a endurecer en los bordes, luego a tostarse, y por último tomó una consistencia porosa, con burbujas. Nick metió una astilla de pino debajo del panqueque, agitó la sartén y despegó el panqueque. No voy a intentar darlo vuelta en el aire, pensó. Volvió a meter la astilla hasta despegar todo el panqueque y lo dio vuelta. Volvió a chisporrotear.
Cuando estuvo listo, Nick puso más grasa en la sartén y agregó el resto de la mezcla. Hizo otro panqueque grande y luego uno pequeño.
Nick comió los dos primeros con dulce de manzana. Al tercero también le puso dulce de manzana, lo dobló, lo envolvió con papel manteca y lo guardó en el bolsillo de la camisa. Volvió a guardar el frasco de dulce en la mochila y cortó pan para dos sándwiches.
En la mochila encontró una cebolla grande. La cortó por la mitad y le quitó la corteza. Luego cortó una de las mitades en rodajas e hizo sándwiches de cebolla. Los envolvió en papel manteca y los guardó en el otro bolsillo de la camisa caqui, abotonándolo. Dio vuelta la sartén sobre el fuego, bebió el café, dulce y amarillento a causa de la leche condensada, y dejó todo arreglado en su campamento. Era un campamento bonito.
Nick sacó la caña del estuche de cuero, la ensambló y volvió a guardar el estuche en la tienda. Colocó el carrete y pasó el sedal por las correderas. Tenía que sostenerlo con firmeza para que no se cayera por su propio peso. Era una línea doble, pesada. A Nick le había costado ocho dólares hacía mucho. Era pesada para que atravesara el aire como una plomada y pudiera tener una carnada casi sin peso. Nick abrió la caja de aluminio donde estaban los sedales húmedos entre las almohadillas de franela. Nick las había humedecido en la cuba de refrigeración del tren yendo a St. Ignace. Los sedales de tripa se habían ablandado en las almohadillas húmedas y ahora Nick desenrolló uno y lo ató con un nudo en la punta de la pesada línea. Ató
un anzuelo en la punta del sedal. Era un anzuelo pequeño, muy fino, y tenía un resorte.
Nick se sentó con la caña sobre la falda. Probó el nudo y el resorte, tirando bien del sedal. Se sentía bien. Tuvo cuidado de no pincharse con el anzuelo.
Bajó en dirección al río con su caña en la mano, la botella con las langostas colgándole del cuello sostenida por una correa. La red le colgaba del cinturón, agarrada mediante un anzuelo. Sobre el hombro llevaba una gran bolsa de harina atada con nudos en los extremos, formando orejas.
Nick se sentía raro pero profesionalmente feliz con todo ese equipo encima. La botella con las langostas se balanceaba contra su pecho. Los bolsillos de la camisa se abultaban con el almuerzo y los cebos artificiales que había guardado en ellos.
Entró en el río y tuvo una sensación de frío. Los pantalones se le adhirieron a las piernas. Sintió bajo los zapatos los guijarros del fondo.
La corriente formaba remolinos alrededor de sus piernas y el agua le llegaba hasta arriba de las rodillas. Vadeó a favor de la corriente. La grava se le metía en los zapatos. Bajó los ojos para mirar los remolinos e inclinó la botella para sacar una langosta.
La langosta saltó y cayó al agua. La tragó un remolino junto a la pierna derecha de Nick y volvió a emerger un poco más allá, corriente abajo. Flotaba rápidamente, dando patadas. Desapareció en un veloz círculo que rompió la superficie del agua. La había cazado una trucha.
Otra langosta asomó la cabeza por la botella. Le temblaba la antena. Ya sacaba sus patas delanteras, listas para saltar. Nick la tomó de la cabeza y la sostuvo hasta pasarle el delgado anzuelo por el tórax hasta los últimos segmentos del abdomen. La langosta tomó el anzuelo con las patas delanteras y escupió un jugo color tabaco. Nick la tiró al agua.
Mientras sostenía la caña con la mano derecha, soltó línea. Con la mano izquierda apretó el carrete y dejó que el sedal corriera libremente. Podía ver la langosta en las pequeñas olas de la corriente. Desapareció.
Hubo un tirón en la línea. Nick la recogió. Era la primera vez que picaba un pez. Sosteniendo la caña, ahora animada, contra la corriente, recogió la línea con la mano izquierda. La caña se doblaba convulsivamente mientras la trucha luchaba contra la corriente. Nick sabía que era pequeña. Levantó la caña en el aire, arqueándola.
Vio a la trucha haciendo fuerza en el agua con la cabeza y el cuerpo contra la movediza tangente que trazaba la línea en el río.
Nick tomó la línea con la derecha y arrastró la trucha hasta la superficie. Tenía el lomo moteado de un color claro, como el agua sobre la grava, y le brillaban los costados en el sol. Nick se inclinó, con la caña bajo el brazo derecho, y hundió la mano en la corriente. Sostuvo la trucha, que no se quedaba quieta, con su mano derecha, húmeda, mientras le sacaba el anzuelo, y luego la volvió a tirar al río.
El pez flotó con poca firmeza por un instante y luego bajó, y se quedó junto a una piedra. Nick metió la mano para tocarla. La trucha estaba quieta en la corriente, descansando sobre la grava. Nick la acarició con los dedos, acarició una sensación suave, fresca y acuática, y luego se le fue, proyectando su sombra sobre el lecho del río.
Está bien, pensó Nick, solo estaba cansada.
Se había humedecido la mano antes de tocar la trucha para no alterar la delicada mucosidad que la cubría. Si se tocaba una trucha con las manos secas, un hongo blanco atacaba la parte sin protección. Años atrás, cuando pescaba en arroyos frecuentados por muchos pescadores, Nick había encontrado truchas muertas muchísimas veces, cubiertas de hongos blancos, amontonadas junto a una roca o flotando panza arriba. A Nick no le gustaba pescar cuando había otros hombres en el río. Si no pertenecían al grupo de uno, arruinaban la diversión.
Vadeó corriente abajo con el agua arriba de las rodillas, durante cincuenta yardas hasta llegar a los troncos atravesados en el río. No volvió a poner cebo en el anzuelo. Estaba seguro de que pescaría solo truchas pequeñas en la parte poco profunda y eso, no quería. A esta hora del día no habría truchas grandes en los vados.
De repente, el agua le llegó hasta los muslos. Más adelante estaban los troncos, donde el agua se oscurecía; a la izquierda estaba el extremo más bajo de la pradera; a la derecha, el pantano.
Nick se inclinó sobre la corriente y sacó una langosta de la botella. La puso en el anzuelo y escupió sobre ella para tener buena suerte. Luego soltó varios metros de línea del carrete y arrojó la carnada en el agua oscura y rápida. Flotó hacia los troncos, luego el peso de la línea hundió el cebo. Nick sostuvo la caña con las dos manos, permitiendo que la línea se deslizara por sus dedos.
Hubo un largo tirón. La caña se arqueó y la línea se puso tensa. El sedal tirante empezó a salir del agua, en continua sacudida. Nick sintió que el sedal se rompería si aumentaba la presión y soltó la línea.
El carrete hizo un chirrido y el sedal empezó a desenrollarse a toda velocidad. Demasiado rápido. Nick no podía controlarlo, y el chirrido aumentaba a medida que se desenrollaba la línea.
Ya no quedaba más línea y se veía el carrete desnudo. Su corazón pareció detenerse a causa de la excitación. Inclinado hacia atrás en la corriente que le helaba los muslos, Nick hizo presión sobre el carrete con la mano izquierda. Más allá de los troncos, saltó una trucha. Nick bajó la punta de la caña, sintiendo que la presión era demasiada, la tirantez excesiva. El sedal guía se había roto, claro. No era posible dejar de advertir cuando la cuerda se aflojaba, sin resorte.
Con la boca seca, y desanimado, Nick empezó a enrollar la línea. Nunca había visto una trucha tan grande. Se sentía un peso, un poder que era imposible contener, mientras la trucha saltaba. Parecía grande como un salmón.
A Nick le temblaba la mano. Arrolló la línea lentamente. La excitación había sido excesiva. Se sentía vagamente enfermo y creyó que era conveniente sentarse un rato.
El sedal guía se había roto en el lugar en que iba atado el anzuelo. Nick lo tomó. Pensó que la trucha estaría en alguna parte del fondo, sobre la grava, adonde no llegaba la luz, bajo los troncos, con el anzuelo clavado. Nick sabía que la trucha cortaría el hilo de tripa del anzuelo. Este se le clavaría cada vez más. Estaba seguro de que la trucha estaba furiosa. Una trucha de ese tamaño debería estar furiosa. Una hermosa trucha. El anzuelo le había entrado bien. Firme como una roca se le había clavado. Era pesada como una roca, además.
¡Sí que era grande, Dios! La trucha más grande que he visto jamás.
Nick volvió a la pradera y se quedó parado mientras el agua le chorreaba de los pantalones y le salía de los zapatos. Se sentó sobre unos troncos. No quería sobreexcitarse.
Retorció los dedos de los pies en el agua, dentro de los zapatos, y sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa. Lo encendió y tiró el fósforo al agua debajo de los troncos. Una trucha pequeña saltó, balanceándose en la rápida corriente. Nick se rio.
Se quedó sentado en los troncos fumando, secándose al sol, sintiendo la tibieza del sol sobre la espalda, contemplando el río que se adentraba en los bosques, dibujando curvas entre los vados, observó el resplandor en el agua, las rocas alisadas, los cedros y los blancos abedules a ambas márgenes, los troncos, tibios bajo el sol, sin corteza, blandos y grises. Poco a poco, el sentimiento de desengaño lo fue abandonando. Lentamente se le fue yendo,
ese sentimiento de desengaño que lo embargó después de toda esa excitación que le hizo doler los hombros. Ahora todo estaba bien. Dejó la caña apoyada contra los troncos mientras ataba un nuevo anzuelo al sedal guía, tirando fuerte para hacer un nudo duro.
Puso el cebo, recogió la caña y caminó hasta el otro lado de los troncos para entrar en el agua, donde no era demasiado hondo. Debajo de los troncos y más allá se extendía una laguna profunda. Nick vio un pozo y lo evitó caminando por un banco de arena, cerca de la costa pantanosa hasta llegar al vado del lecho.
A la izquierda, donde terminaba la pradera y empezaban los bosques, había un gran olmo, desarraigado durante alguna tormenta. Yacía del lado del bosque, con las raíces cubiertas de tierra y con pasto que crecía de ellas, formando una sólida protección junto al río. Desde donde estaba, Nick podía ver los profundos canales, como surcos, que la corriente había trazado sobre el lecho del río. El lecho estaba lleno de guijarros por todas partes. El río trazaba una curva junto al olmo, y allí el lecho era gredoso y se veían entre los surcos verdes matorrales de algas que se mecían con la corriente.
Nick echó la caña hacia atrás y luego con fuerza hacia delante y la línea, trazando una curva, depositó el anzuelo con la langosta en uno de los profundos canales. Una trucha mordió el anzuelo.
Sostuvo la caña cerca del árbol desarraigado y chapoteando hacia atrás en el agua atrajo al pez que se sumergía arqueando la caña, mientras Nick tiraba para escapar del peligro de los matorrales del río y llevar su presa a la costa. El resorte de la caña cedía a los tirones de la trucha, sumergiéndose por momentos, pero en general Nick iba ganando terreno. Con la caña sobre la cabeza condujo al animal hacia la red y luego levantó la caña.
La trucha quedó atrapada en la red, con sus flancos plateados en las mallas. Nick le sacó el anzuelo y la metió en la bolsa grande que le colgaba de los hombros.
Nick abrió la boca de la bolsa y la llenó de agua. La levantó, dejando el fondo en el agua, y el líquido empezó a escurrirse por los costados. Adentro, en el fondo, estaba la trucha inmensa, viva en el agua.
Caminó un trecho río abajo. La pesada bolsa se hundía en el agua, haciendo presión sobre sus hombros.
Estaba haciendo calor y el sol le quemaba en la nuca.
Nick ya tenía una buena trucha. No le importaba pescar muchas. En esa parte el río era ancho y poco profundo, con árboles en ambas márgenes. Los de la izquierda proyectaban una sombra breve en el sol del mediodía. Nick
sabía que había truchas en la sombra. A la tarde, después de que el sol hubiera cruzado hasta llegar a las colinas, las truchas buscarían refugio en la sombra fresca del otro lado del río.
Las más grandes se quedarían cerca de la orilla. Siempre se las pescaba cerca de la orilla en el Río Negro. Cuando bajaba el sol, todas iban hacia el centro de la corriente. Exactamente cuando el sol, antes de ocultarse, hacía un resplandor enceguecedor en el agua, se podían encontrar truchas en cualquier parte del río. Pero era casi imposible pescar entonces, porque la superficie del agua cegaba como un espejo bajo el sol. Por supuesto, se podía pescar corriente arriba, pero en un río como este, o como el Negro, había que vadear en contra de la corriente y en las partes profundas, el agua podía llegar a cubrirlo. No era divertido pescar río arriba con la corriente tan fuerte.
Nick siguió caminando, con cuidado de no meterse en un pozo. Había un haya que crecía junto al agua, cuyas ramas se hundían en el río. Siempre había truchas en un lugar así.
Nick no tenía ganas de pescar allí. Podía engancharse en las ramas.
Parecía profundo, sin embargo. Dejó caer la langosta en el anzuelo y la corriente la sumergió bajo las ramas. Sintió un fuerte tirón. La trucha se agitaba, emergiendo del agua entre las hojas y las ramas. La línea se había quedado enganchada. Nick tiró fuerte y la trucha se soltó. Recogió la línea y, sosteniendo el anzuelo en la mano, siguió corriente abajo.
Adelante, cerca de la orilla izquierda, había un tronco grande. Nick vio que era hueco. La corriente entraba mansamente por la abertura, haciendo un pequeño remolino en cada lado. Ahí ya era más hondo. La parte superior del tronco hueco era gris y estaba seca. Estaba parcialmente en la sombra.
Nick destapó la botella llena de langostas y una se prendió del palo que hacía de tapa. La tomó, la pasó por el anzuelo y la tiró al agua. Mantuvo la caña lo más lejos posible para que el cebo llegara hasta el tronco hueco. Nick bajó la caña e hizo que el insecto flotara en el hueco. Hubo un tirón fuerte. Nick dobló la caña en dirección contraria. Parecía como si se hubiese agarrado al tronco, solo que se sentía como algo vivo.
Trató de sacar el pez a la corriente. Lo logró.
El sedal aflojó de repente y Nick pensó que se le había escapado la trucha. Luego la vio, muy cerca, agitando la cabeza en la corriente, tratando de zafarse del anzuelo. Tenía la boca herméticamente cerrada, luchando contra el anzuelo en la corriente fluida y clara.
Sujetando la línea con la izquierda, Nick levantó la caña hasta poner tirante el sedal y trató de conducir a la trucha hasta la red, pero la perdió de
vista. Nick hizo fuerza, peleando con la trucha, dejando que se debatiera contra el resorte de la caña. Cambió la caña de mano, condujo la trucha río arriba, aguantándole el peso, haciendo mucha fuerza hasta meterla en la red. La levantó del agua, vio cómo trazaba un pesado medio círculo hasta caer de la red, que chorreaba agua, luego le sacó el anzuelo y la metió en la bolsa.
Abrió la boca de la bolsa y observó las dos truchas vivas en el agua.
Nick caminó en dirección al tronco hueco, vadeando el río que se hacía más profundo. Se quitó la bolsa de los hombros, sintiendo cómo se movían las truchas al salir del agua, y la colgó para volverlas a hundir en el agua. Luego tomó impulso y se sentó sobre el tronco. El agua de los pantalones y de las botas se le escurría, volviendo al río. Dejó la caña. Se trasladó al extremo del tronco que estaba en la sombra y sacó los sándwiches del bolsillo. Los mojó en el agua fría. La corriente le llevó algunas migas. Comió los sándwiches y hundió el sombrero en el agua para beber, pero la mayor parte se derramó.
Estaba fresco en la sombra, allí, sentado sobre el tronco. Sacó un cigarrillo y encendió un fósforo. Este se hundió en la madera gris y trazó un pequeño surco. Nick se inclinó hasta hallar una parte dura para raspar el fósforo, encendió el cigarrillo y se quedó fumando y observando el río.
Más adelante el río se estrechaba y entraba en el pantano. El río se volvía más profundo al entrar en el pantano compacto lleno de cedros que crecían muy juntos y cuyas ramas se entrelazaban. No sería posible caminar en un lugar así. Las ramas eran demasiado bajas. Para poder avanzar, habría que mantenerse casi a nivel del suelo. Pero no se podían atravesar esas ramas. Por eso era que los animales que vivían en los pantanos habían adoptado esa forma, pensó Nick.
Ojalá hubiera traído algo para leer. Tenía ganas de leer. No quería internarse en el pantano. Observó el río, corriente abajo. Vio un gran cedro inclinado sobre el agua que llegaba casi hasta la otra orilla. Después del cedro el río entraba en el pantano.
Nick no quería ir allí ahora. No soportaba vadearlo con la sensación del agua llegándole a las axilas, para pescar truchas grandes en un lugar donde era imposible sacarlas. Las orillas del pantano estaban desnudas. Los grandes cedros se juntaban arriba, y el sol no llegaba abajo, excepto en pequeños trechos. En el agua rápida y profunda, en la media luz, la pesca sería trágica. En el pantano, la pesca era una aventura trágica. Nick no quería eso. No quería internarse más hoy.
Sacó el cuchillo, lo abrió y lo clavó en el tronco. Luego recogió la bolsa, metió la mano y sacó una de las truchas. La sostuvo de la cola, pero era difícil
asirla porque estaba viva, y la mató de un golpe contra el tronco. La trucha se quedó rígida. Nick la puso sobre el tronco en la sombra y mató al otro pez de la misma manera. Las puso lado a lado sobre el tronco. Eran dos truchas hermosas.
Nick las limpió, haciendo un tajo de extremo a extremo. Sacó las entrañas, las agallas y la lengua, todas en una sola pieza. Las dos eran machos. Nick tiró los despojos hacia la orilla para que los encontraran los visones.
Lavó las truchas en el agua. Al sacarlas nuevamente, parecían vivas. No se les había ido el color aún. Se lavó las manos y se las secó en el tronco. Después metió las truchas en la bolsa, la puso sobre el tronco, la ató y la envolvió en la red. El cuchillo seguía con la hoja clavada en el tronco. Lo limpió en la madera y lo guardó en el bolsillo.
Nick se paró sobre el tronco, con la caña en una mano y la red en la otra. Después entró en el agua y chapoteó hasta la orilla. Subió y se encaminó hacia los árboles, cuesta arriba. Iba de regreso al campamento. Miró hacia atrás. Se veía aún el río, entre los árboles. Le quedaban muchos días para pescar en el pantano.
Capítulo XVI
L’envoi
El rey estaba trabajando en el jardín. Pareció muy contento de verme. Caminamos por el jardín. Esta es la reina, dijo. Ella estaba podando un rosal. Lo saludó.
Nos sentamos en una mesa, a la sombra de un árbol enorme, y el rey pidió whisky con soda.
—Todavía tenemos buen whisky —observó.
Me dijo que la junta revolucionaria no le permitía salir de los terrenos del palacio.
—Plastiras me parece un buen hombre, pero terriblemente intratable. Aunque creo que hizo bien en matar a esos tipos. Las cosas serían muy distintas si Kerensky hubiera fusilado a varios hombres. ¡Pero no hay duda de que en esta clase de asuntos lo principal es evitar que lo liquiden a uno!
Era muy divertido y conversamos un largo rato. Como todos los griegos, él también quería ir a América.
*Publicado en In Our Time, en 1925.
De Hemingway además, puedes ver la Teoría del Iceberg y el cuento «Fuera de temporada«
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