Fuera de temporada

(“Out of Season” originalmente fue publicado en Three Stories and Ten Poems 1923, y luego en In Our Time, en 1925.)

Hernest Hemingway*

Fuera de temporada forma parte del libro En nuestro tiempo, publicado en 1925.

Peduzzi se emborrachó con las cuatro liras que había ganado removiendo el jardín del hotel con el azadón. Cuando el hombre joven atravesó el sendero, le habló en forma misteriosa. Le dijo que todavía no había comido, pero que estaba dispuesto a ir ni bien terminase el almuerzo. Cuarenta minutos o una hora más tarde.
       En la taberna, cerca del puente, le fiaron tres copas porque se mostró muy confiado y cauteloso respecto al trabajo que haría por la tarde. Era un día de viento. El sol se asomó detrás de las nubes y desapareció casi en seguida cuando empezó a lloviznar. Era un día excelente para pescar truchas.
       El hombre joven salió del hotel y le preguntó por las cañas.
       — ¿Mi mujer tiene que seguirnos con las cañas, entonces?
       —Sí —contestó Peduzzi—; que ella nos siga.
       El turista volvió al hotel y habló con su esposa. Después se reunió con Peduzzi y ambos empezaron a caminar. El hombre joven llevaba un morral al hombro. Peduzzi vio que la mujer les seguía. Parecía tan joven como su marido y usaba botas montañesas y una boina azul. Llevaba una caña de pescar en cada mano, en piezas separadas. A Peduzzi no le gustó que fuera tan distanciada.
       —¡Signorina! —gritó, guiñando el ojo a su acompañante—. Venga con nosotros. Venga aquí, signora. Vayamos juntos los tres.
       Peduzzi quería que los tres fuesen juntos por la calle de Cortina. La mujer no se apresuró. Al parecer, los acompañaban de mal humor.
       —Signorina —llamó Peduzzi con suavidad—, venga aquí, con nosotros.
       El hombre joven se volvió y gritó algo. Entonces, la mujer dejó de rezagarse y se acercó.
       Peduzzi saludaba atentamente a toda la gente que encontraba en la calle principal del pueblo.
       —Buon di, Arturo! —dijo, tocándose el sombrero.
       El empleado del Banco le miró desde la puerta del café fascista. También les observaron grupos de tres y cuatro personas, frente a las tiendas. Y los obreros con las chaquetas cubiertas del polvo que levantaban los cimientos del nuevo hotel, alzaron la vista a su paso. Nadie les dijo nada ni les hizo ninguna seña, excepto el mendigo del pueblo, flaco y viejo, con barba tupida, que se quitó el sombrero al verlos.
       Peduzzi se detuvo frente a un almacén que tenía el escaparate lleno de botellas y sacó la suya, vacía, del bolsillo interior, de su vieja y descolorida guerrera militar.
       —Algo de beber. Un poco de marsala para la signora. Algo, algo para tomar —gesticuló con la botella de grapa. Hacía un día magnífico—. Marsala. ¿Le gusta el marsala, signorina? Un poco de marsala, ¿eh?
       La mujer frunció el ceño y habló con su marido:
       —Si sabes lo que dice, contéstale tú, pues yo no lo entiendo. Está borracho, ¿no?
       Parecía no oír a Peduzzi. Estaba pensando: «¿Por qué diablos se le ocurre decir marsala? Eso es lo que tomó siempre Max Beerbohm».
       —Geld (dinero) —dijo finalmente Peduzzi, tirando de la manga al hombre joven—. Liras —sonrió. No le gustaba obligarlo en esa forma, pero era necesario poner en acción a su acompañante.
       Éste sacó la cartera y le dio un billete de diez liras. Peduzzi subió hasta la puerta de la tienda, pero la encontró cerrada. En el cartel decía: «Especialidad en Vinos del País y Extranjeros».
       —Hasta las dos no abren —dijo con desdén alguien que pasaba por la calle.
       Peduzzi bajó. Se sentía ofendido.
       —No importa —anunció—. Podemos conseguirlo en la Concordia.
       Se dirigieron a la «pastelería Concordia» los tres juntos. Frente a la entrada, donde estaban amontonados los herrumbrosos trineos, el joven marido dijo:
       —Was wollen Sie? ¿Qué quiere?
       Peduzzi le extendió repetidas veces el billete doblado.
       —Nada —contestó—; cualquier cosa —estaba desconcertado—. Marsala, quizá. No sé. Marsala, ¿eh?
       La puerta del local se cerró tras el hombre y su mujer.
       —Tres marsalas —le dijo a la muchacha que atendía el mostrador.
       —Querrá decir dos, ¿verdad? —preguntó ella.
       —No; el otro es para un vecchio.
       — ¡Oh! —exclamó la moza—. Un vecchio [viejo] —y se echó a reír mientras sacaba la botella.
       Después llenó tres vasos con un líquido que parecía sucio. La mujer se sentó a una mesa, bajo la repisa de los periódicos. Su marido le dio uno de los vasos de marsala.
       —Te conviene tomarlo —le dijo—. Tal vez te encuentres mejor.
       Ella observó la bebida. Su joven esposo fue hasta la puerta con el vaso para Peduzzi, pero no lo encontró.
       —No sé dónde está —dijo al volver al mostrador.
       —Él quería un cuarto —le advirtió su mujer.
       — ¿Cuánto vale un cuarto de litro? —El marido se dirigió a la muchacha.
       — ¿El bianco? Una lira.
       —No, marsala. Y agregue también estos dos —manifestó, dándole su propio vaso y el que ella había servido para Peduzzi.
       La muchacha llenó la medida de cuarto de litro con el embudo.
       —Y una botella para llevarlo —pidió el hombre joven.
       Ella fue a buscar una botella. Todo eso la divertía mucho.
       —Lamento tu disgusto, Tiny —dijo el marido—. Estoy arrepentido de lo que dije durante el almuerzo. ¡Y pensar que los dos estábamos yendo al mismo sitio por distintos caminos!
       —No tiene importancia. No te preocupes.
       —Hace mucho frío, ¿eh? ¿Por qué no te pusiste otro suéter?
       En aquel momento regresó la muchacha trayendo una pequeña botella oscura. El hombre joven pagó cinco liras más y después salió con su mujer. La muchacha de la tienda se quedó muy contenta. Peduzzi estaba enfrente, paseándose de un lado a otro con las cañas. Hacía mucho viento.
       —Vamos —les dijo—. Yo llevaré las cañas. ¿Qué importa si alguien las ve? Nadie nos molestará. Nadie se meterá conmigo en Cortina. Conozco a los del municipio. He sido soldado y todos me quieren en este pueblo. Vendo ranas. ¿Qué importa si está prohibido pescar? No interesa a nadie. Nada. No habrá lío. Y le aseguro que son truchas grandes y que hay muchas.
       Se dirigieron al río por la pendiente de la colina. La población quedó atrás. El sol se había ocultado y estaba lloviznando otra vez.
       —Vea —dijo Peduzzi, señalando a una muchacha que estaba de pie junto a la puerta de una casa frente a la cual pasaron—. Esa es mi hija.
       —Su médico —dijo la mujer—, ¿es que tiene que indicarnos cuál es su médico?
       —Dijo su hija —replicó el joven.
       Mientras Peduzzi la señalaba, la muchacha entró en la casa.
       Después de atravesar otro campo se dirigieron directamente a la orilla del río. Peduzzi mezclaba su rápida charla con muchos guiños e insinuaciones. En una oportunidad rozó a la mujer con el codo. A veces, hablaba en el dialecto de Ampezzo, y otras en tirolés. Empleaba dos lenguas porque no sabía cuál entendían mejor sus acompañantes, pero como el hombre contestaba siempre: «Ja, ja» (Sí, sí), Peduzzi resolvió expresarse sólo en tirolés. La mujer y su joven marido no entendían ni jota.
       —En el pueblo todos nos han visto pasar con estas cañas. Es probable que ahora nos estén siguiendo los guardas rurales. Ojalá no me hubiera metido en este maldito asunto. Y lo peor es que este imbécil viejo del demonio está borracho.
       —Pero, por supuesto, tú no eres de los que se echan atrás —dijo su mujer—. Entonces tienes que seguir, ¿verdad?
       — ¿Por qué vienes? Vete al hotel, Tiny.
       —Me quedaré contigo. Si te llevan preso, será mejor que esté a tu lado.
       Bajaron de golpe por una zona empinada de la ribera y Peduzzi empezó a gesticular frente al agua fangosa y oscura del río. Cerca de allí, a la derecha, había un montón de basura.
       —Hábleme en italiano —dijo el hombre joven.
       —Un’ mezzo’ora. Piu d’un mezz’ora.
       —Dice que todavía falta por lo menos media hora. Es mejor que te vayas al hotel, Tiny. El viento es demasiado frío. El día es malísimo y pase lo que pase no nos vamos a divertir nada.
       —Bueno —convino la mujer, y comenzó a subir por la orilla cubierta de pasto.
       Peduzzi, que estaba junto al río, la vio así que llegó arriba.
       —Frau! (señora) —gritó—. Frau! ¡Fraulein! No se marche.
       Ella continuó su camino por la cresta de la colina.
       — ¡Se fue! —exclamó Peduzzi, disgustado.
       Quitó las tiras de goma que sostenían los segmentos de las cañas y se puso a articular los correspondientes a una de ellas.
       — ¿Pero no dijo que falta media hora?
       — ¡Oh! Sí. Si uno baja más, tarda media hora. Pero aquí se puede pescar bien.
       — ¿De veras?
       — ¡Claro! Este sitio es tan bueno como el otro.
       El hombre joven se sentó en la orilla y montó una caña. Después colocó el carrete y pasó el sedal por las correderas. Se sentía molesto y temía que de un momento a otro pudiese llegar algún guardabosque o un grupo de ciudadanos con el sheriff. Desde el borde de la colina podía ver las casas y el campanario del pueblo. Cuando abrió la caja de sedales, Peduzzi se agachó e introdujo en ella su grueso y duro pulgar y el índice, enredando los humedecidos cordeles.
       — ¿No tiene un poco de plomo?
       —No.
       —Hace falta un poco de plomo —Peduzzi estaba excitado—. Tiene que conseguir piombo. Piombo. Un poco de piombo. Para esto. Para poner justo encima del anzuelo. Así no flotará en el agua. Debe tener un poquito de piombo.
       — ¿Y usted no tiene?
       —No —Peduzzi buscó en sus bolsillos con desesperación. Hasta registró el sucio género a través de los forros de su guerrera—. No tengo. Necesitamos piombo.
       —Entonces no podemos pescar —anunció el hombre joven, desarmando la caña y recogiendo el sedal por las correderas—. Conseguiremos un poco de piombo y vendremos mañana a pescar.
       —Pero escúcheme, caro. Tiene que tener piombo. Si no, el sedal flotará en el agua —el día de Peduzzi se echaba a perder bajo sus propias narices—. Tiene que conseguir piombo. Con un poco alcanza. Su equipo es nuevo y está limpio, pero le falta el plomo. Yo hu-biera traído un poco, pero usted dijo que tenía de todo.
       El hombre joven miró el agua descolorida por la nieve que empezaba a derretirse.
       —Tiene razón —dijo—. Pescaremos mañana, cuando hayamos conseguido un poco de piombo.
       —Dígame, ¿a qué hora de la mañana?
       —A las siete.
       El tiempo era más bien cálido, ya que había vuelto a salir el sol. El hombre joven se sintió muy aliviado. Ya no tenía que violar la ley. Sentado en la orilla, sacó de su bolsillo la botella de marsala y se la dio a Peduzzi. Peduzzi se la devolvió. El joven tomó un trago y se la entregó de nuevo al guía, que tampoco la aceptó esta vez y dijo:
       —Tome, tome usted. Es su marsala.
       Después de unos cuantos sorbos más, el marido de Tiny dejó la botella definitivamente. Peduzzi le había estado observando muy de cerca Recogió la botella con prisa y empezó a empinar el codo. Los pelos canosos de las arrugas de su cuello oscilaban mientras bebía. Tenía la mirada fija en el fondo de la angosta botella. Bebió hasta la última gota. El sol brillaba mientras bebía. Era algo maravilloso. Aquel sí que era un gran día, al fin y al cabo. Un día magnífico.
       —Senta, caro! A las siete de la mañana.
       Llamó caro a su acompañante en varias ocasiones, pero no sucedió nada anormal. El marsala era bueno. Sus ojos chispeaban. Y vendrían más días como ése. Iba a empezar a las siete de la mañana.
       Comenzaron a subir por la colina rumbo al pueblo. El hombre joven marchaba delante. Cuando estaba cerca de la cresta, Peduzzi le dijo:
       —Escuche, caro, ¿no puede darme cinco liras?
       — ¿Por lo de hoy? —preguntó el otro, frunciendo el ceño.
       —No; por lo de hoy, no. Démelas hoy por el trabajo de mañana. Así conseguiré todo lo necesario. Pane, salami, formaggio, lo mejor para nosotros tres, usted, yo y la signora. Y peces para cebo, no sólo gusanos. Tal vez compre un poco de marsala. Todo por cinco liras. Cinco liras, por favor.
       Después de mirar cuánto tenía en la cartera, el hombre joven sacó un billete de dos liras y dos de una.
       —Gracias, caro. Gracias —expresó Peduzzi, igual que un miembro del «Carleton Club» cuando otro le entrega el Morning Post. Aquello sí que era vivir. Ya había terminado con el jardín del hotel, donde desmenuzaba el abono helado con una horca para estiércol. Empezaba una nueva vida.
       —Hasta las siete, caro —dijo mientras daba unas palmadas a su acompañante—. A las siete en punto.
       — ¿Quién sabe si iré? —dijo el hombre joven, guardándose la cartera en el bolsillo.
       — ¿Cómo? —exclamó Peduzzi—. Llevaré peces para cebo, signor. Salami, todo. Usted, yo y la signora. Los tres.
       — ¿Quién sabe si iré? —repitió el otro—. Es muy probable que no. En todo caso, lo dejaré dicho al padrone del hotel.  

*Ernest Hemingway: Oak Park, Ilinois, E.U, 1899 – ‎Ketchum, Idaho‎, E.U., 1961.

Puedes leer la Teoría del iceberg que creó Hemingway a propósito de la escritura del presente cuento, en el siguiente enlace:
https://cursosdeescritura271752263.wordpress.com/2020/08/01/la-teoria-del-iceberg-de-ernest-hemingway-explicada-por-piglia/

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La teoría del iceberg de Ernest Hemingway explicada por Ricardo Piglia

Hay que insinuar más que explicar

RICARDO PIGLIA

Prólogo de Ricardo Piglia escrito cuatro meses antes de morir, en 2016, a ‘En nuestro tiempo’ (1928), la primera recopilación de cuentos que firmó el Nobel y la primera edición en español.

 In Our Time (En nuestro tiempo) fue considerado desde su aparición en 1925 un clásico que renovaba la tradición narrativa. La calidad de su prosa y la originalidad de su estructura lo convierten en uno de los mejores libros de cuentos que se han escrito. Aparte de los irrepetibles modelos tradicionales (como Las mil y una noches o El Decamerón) el libro es un ejemplo de unidad en la composición: entre los cuentos se intercalan lacónicas viñetas de guerra en las que se describen escenas que influyen tangencialmente en las conductas de los personajes de los relatos. Por eso es una paradoja, pero también un acontecimiento que esta sea la primera edición en castellano de este libro extraordinario. Su réplica, Así en la paz como en la guerra, de Cabrera Infante, repite el procedimiento; allí las viñetas narran episodios de la lucha revolucionaria cubana y en ese contexto los cuentos adquieren su verdadero sentido.

El uso de repeticiones, reiteraciones -ya de palabras, asonancias o consonancias y yuxtaposiciones-, unido al uso de la elipsis, define el estilo inconfundible de Hemingway y refuerza la presencia de una voz narrativa áspera que constituye el marco para la resonancia emocional. La lógica de una escena no depende de la acción que se desarrolla ahí, sino de las reacciones fragmentarias y entrecortadas de una realidad en crisis. Hemingway sustituye la lógica de la acción con la presencia de un narrador que no quiere decirse a sí mismo lo que ya sabe.

El libro postula una nueva poética literaria, como bien lo advirtió Ezra Pound: «Hemingway no se ha pasado la vida escribiendo ensayos de un esnobismo anémico, pero comprendió enseguida que Ulises, de Joyce, era un fin y no un comienzo». Joyce había escrito con todas las palabras de la lengua inglesa y había mostrado un gran virtuosismo, allí es donde Hemingway tiene una intuición esencial; no había que copiar de Joyce esa gran capacidad verbal, sino que era necesario empezar de nuevo, con un inglés coloquial, de palabras concretas, de pocas sílabas y frases cortas. Es a partir de aquí que construye un estilo de resonancias múltiples que marcó la prosa narrativa del siglo XX, de Salinger a Carver. Hemingway trabajaba con los restos del lenguaje, buscaba una prosa conceptual que insinuara sin explicar, de ese modo se elaboró una escritura experimental; muy conectada con las vanguardias de su época. Beckett llegaría a la misma conclusión años después: para escapar del inglés literario que Joyce había agotado, decidió cambiar de lengua y escribir en francés. Lo importante de Hemingway, y de Beckett, es que no describían lo que veían, sino que se describían a sí mismos en el acto de ver. Sus relatos trascienden el nivel meramente descriptivo para desembocar en un estilo que bordea el idiolecto, avanzando desde lo concreto y particular hacia la emoción.

Hemingway quería escribir historias mínimas, tratando de narrar los hechos y transmitir la experiencia, pero no su sentido. La simplicidad de la estructura de las frases y de la dicción -la de alguien fisurado emocionalmente- se ve reforzada por el uso restringido de adjetivos y adverbios. Casi no hay metáforas, ni comparaciones ni oraciones subordinadas; evita las técnicas tradicionales y puede ser leído como una versión personal que definió la renovación de la literatura moderna.

La parte omitida refuerza la historia y hace al lector sentir algo más de lo que ha comprendido

Al mismo tiempo el libro produjo una revolución en la técnica del cuento. Hemingway se refirió en París era una fiesta al primer cuento que escribió para la serie de En nuestro tiempo, llevando al extremo la poética de Chéjov: «Sin trama y sin final». De ese modo renovó la tradición de las formas breves. Refiriéndose al primer cuento que escribió con su nueva técnica, Hemingway dijo:

«En una historia muy simple llamada Out of Season («Fuera de temporada») omití el verdadero final en que el viejo se ahorcaba. Lo omití basándome en mi teoría de que se puede omitir cualquier cosa si se sabe qué omitir y que la parte omitida refuerza la historia y hace al lector sentir algo más de lo que ha comprendido».

En «Fuera de temporada» se insinúa que Peduzzi no se ha recuperado del efecto de la guerra. Nick Adams y su mujer ven síntomas leves, pero el narrador no dice lo que piensa, extrema el punto de vista de Henry James, no aclara lo que ignoran los personajes. En el cuento no se puede saber que Peduzzi se va a matar, pero el escritor sí lo sabe y esa es la clave; la relación que el narrador mantiene con la historia que cuenta es el fundamento del arte de narrar. Se trata de transmitir la emoción a la prosa a través de los detalles inadvertidos que provocan una reacción emocional.

Ese es un aporte técnico central que define la transformación que Hemingway produce en la forma del diálogo: todo se da por sabido y las conversaciones son lacónicas y tienden a un hermetismo luminoso que genera un efecto de extrañeza y agudiza la intensidad del relato. Bertolt Brecht, uno de los que mejor leyó a Hemingway, lo definió lúcidamente: «Sobre la concisión del estilo clásico: si en una página omito lo suficiente, estoy reservando para una sola palabra -por ejemplo, para la palabra «noche», en la frase al «caer la noche»- el valor equivalente a lo que ha dejado fuera en la imaginación del lector».

Roland Barthes, que nunca sale de la tradición francesa, definió sin embargo la técnica de Hemingway en su ensayo El grado cero de la escritura, basándose en el efecto que el estilo de Hemingway había causado en Francia, en especial en la escritura blanca de El extranjero, de Camus. Sartre lo dijo explícitamente: «Cuando Hemingway escribe sus frases cortas e inconexas obedece a su temperamento, pero cuando Camus utiliza la técnica de Hemingway lo hace consciente y deliberadamente, porque después de reflexionar considera que es la mejor manera de expresar su experiencia filosófica del absurdo del mundo».

En el relato El gran río de dos corazones, que cierra el libro, Hemingway lleva al límite su técnica. El relato narra las actividades de Nick Adams desde el momento en que desciende del tren en la desolada Michigan Superior buscando un lugar apropiado para acampar. El tema secreto del relato es el efecto de la guerra en Nick Adams, y en el cuento se narra, de un modo sutil y detallado, una excursión de pesca. No pasa nada pero el cuento acumula tensión, el estilo muestra que Nick Adams padece una crisis que trata desesperadamente de controlar sin decirlo nunca. La prosa ha atomizado la acción y el pensamiento hasta reducirlos a sus componentes más simples y los mantiene ahí sin vacilar. El estilo medio esquizo de la narración solo deja entrever la extrema tensión de Nick Adams.

El cuento no valoriza los acontecimientos y cuenta todo con una distancia serena, pero registra los hechos como si algo terrible fuera a suceder. Nick no quiere pensar, y el relato se desliza terso y minucioso. El único detalle que expresa, desplazada, la experiencia de Nick son los saltamontes ennegrecidos después del incendio que devastó la región. Aquí tenemos, en estado puro, lo mejor del estilo de Hemingway, lacónico, bellísimo; pero lo notable es lo que cortó Hemingway. El fragmento editado por Philip Young con el título On Writing se puede leer en el volumen The Nick Adams Stories: «La única literatura buena era la que uno inventaba, la que uno imaginaba. Eso hacía que todo fuera real. Todo lo bueno que había escrito lo había inventado. Nada había sucedido. Habían sucedido otras cosas. Cosas mejores, quizá. Esa era la debilidad de Joyce, Dedalus de Ulises, era el mismo Joyce, por eso era terrible. Joyce se ponía tan romántico e intelectual cuando se refería a él… A Bloom lo había inventado, y Bloom era magnífico. A la señora Bloom la había inventado. Ella era lo mejor del mundo». (En la misma línea, años después, en una carta a Max Perkins, Hemingway criticaba al Fitzgerald de Suave es la noche porque «no inventaba lo suficiente»: «Con materiales reales es muy difícil escribir. Inventarlo es más fácil y mejor».)

En el texto suprimido con buen criterio por Hemingway vemos con claridad lo que se enuncia en la teoría del iceberg, lo que se suprime ya está narrado y el escritor sabe lo que luego se elide. Esta forma de la elipsis da a los cuentos una potencia extrema. Lo notable en el texto suprimido es que Hemingway postula una teoría de lo imaginario como base del relato, en oposición a la versión de la experiencia vivida, que es el cliché más extendido sobre Hemingway, de que primero se vive y luego se escribe. Hemingway es más drástico y establece una hipótesis que funda la prosa en la invención y no en lo que se ha vivido.

Nick Adams, como Dedalus, se basa en la vida del joven esteta aspirante a escritor, Hemingway lo sabe pero nunca lo dice. Forma parte de la estirpe del joven artista, como Quentin Compson de Faulkner o Jorge Malabia de Onetti, y es esa elipsis lo que da a su relato de aprendizaje un tono propio.

Para terminar, séame permitida una mínima confidencia: en una librería de libros usados en la terminal de ómnibus de Mar del Plata, en una galería encristalada, sobre una mesa de saldos, encontré, en 1959, un ejemplar de In Our Time y esa tarde volví a casa y lo leí de un tirón, me tiré en un sillón de lona, con las piernas apoyadas en una silla, y empecé a leerlo y seguí y seguí. A medida que avanzaba en la lectura la luz cambiaba y declinaba. Terminé casi a oscuras, al fin de la tarde, alumbrado por el reflejo pálido de la luz de la calle que entraba por los visillos de la ventana. No me había movido, no había querido levantarme para encender la lámpara porque temía quebrar el sortilegio de esa prosa. Concluí el libro en plena oscuridad. Cuando por fin me levanté y prendí la luz ya era otro. Ahora me doy cuenta de que la forma del recuerdo, la luz que declina hasta que cae la noche, está influida por la prosa de Hemingway, por su capacidad para captar el sentimiento con leves matices y cambios de tono.

La gravitación de esa lectura está presente, nítida, en los cuentos de La invasión, mi primer libro. Como tantos escritores, yo había buscado liberarme del falso estilo literario que ensombrecía la literatura argentina. Mi experiencia con este libro me abrió las puertas de la experimentación narrativa. Por eso celebro esta edición y la pienso como si fuera una deuda saldada.

 

RICARDO PIGLIA

Buenos Aires, 25 de septiembre de 2016

Ricardo Piglia: un cuento siempre cuenta dos historias

El jugador de Chejov. Tesis sobre el cuento

Los dos hilos: Análisis de las dos historias

 I

En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: «Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida». La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito. Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.

Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.

 II

El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario. El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.

III

Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.

IV

En «La muerte y la brújula», al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. «Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim.» Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en «El Sur», como la cicatriz en «La forma de la espada») de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.

V

El cuento es un relato que encierra un relato secreto. No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento.

Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.

VI

La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola. La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.

VII

«El gran río de los dos corazones», uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato. ¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.

VIII

Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo «kafkiano». La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.

IX

Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento. La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.

X

La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En «La muerte y la brújula», la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en «El muerto», con Nolam en «Tema del traidor y del héroe». Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.

XI

El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. «La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato», decía Rimbaud. Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.

(Las negritas son de la editora de esta web).

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Curso Virtual de Narrativa

La palabra que emerge

Relatos en cuarentena

En este curso por Internet de cuatro clases escribiremos historias que surgen de un contexto excepcional: la pandemia que nos ha quitado de la vieja rutina.

Programa

La literatura como exponente del “misterio de la personalidad humana”. Las obsesiones. El tono. El mostrar y el decir. Debates en torno a la realidad y la ficción. ¿Tener un plan o dejarse llevar?

Contenidos

La historia debajo del agua. La teoría del iceberg y qué es lo no dicho en una historia. De la anécdota al cuento. Cómo inspirarse a través de las memorias personales. Lo que fui ya no soy.

Los personajes. Invención y descripción de personajes en sintonía con la trama narrativa.

El monólogo interior. Conoceremos las digresiones y el discurso desbocado propio a través del fluir de la conciencia y del monólogo como posibilidad literaria.

La descripción. La descripción de objetos, lugares y ambientes como forma de hacer concreto y visible lo conceptual.

Modalidad de cursada de clases por internet

Dinámica: Durante el taller accederemos a textos literarios teóricos, a relatos breves que procederemos a analizar y realizaremos ejercicios de escritura para, al finalizar el curso, tener al menos un cuento propio terminado. 

Se reciben inscripciones hasta el viernes 7 de agosto de 2020.

Las clases cuentan con un encuentro vía Zoom semanal, que será los jueves 13, 20 y 27 de agosto y 3 de septiembre, a las 19 horas (GMT-4).

Destinado a personas sin límite de edad, a partir de los 18 años.

Costo súper especial por la cuarentena profunda (¡con 60 por ciento de descuento!): 20 dólares.

Profesora: Carolina Ricaldoni.

Consultas e Inscripciones:

carolina.ricaldoni@gmail.com

Teléfono y WhatsApp: (+591) 78057224.

https://www.facebook.com/EscrituraCreativaCaroRicaldoni/

Una vez finalizado este Curso, el estudiante o grupo interesado puede acordar nuevas fechas con la docente.

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