El arte del cuento, por Flannery O’Connor

«Un cuento compromete, de modo dramático,

el misterio de la personalidad humana»

Una de las conferencias de Flannery O’Connor que el recientemente fallecido Leopoldo Brizuela tradujo en el volumen Cómo se escribe un cuento, publicado por El Ateneo en 1993.


Siempre he oído decir que el cuento es uno de los géneros literarios más difíciles; y siempre he tratado de descubrir por qué la gente tiene tal impresión de lo que considero una de las formas más naturales y básicas de la expresión humana. Al fin y al cabo, uno comienza a escuchar y a contar historias ya en la primera infancia, y no parece haber nada demasiado complejo en ello. Sospecho que la mayoría de ustedes se habrá pasado toda la vida contando historias; y sin embargo aquí están –ansiosos por aprender cómo se hace–.

Hasta que la semana pasada, cuando apenas si había apuntado algunas de estas serenas reflexiones para exponerlas aquí hoy, recibí los manuscritos de siete de entre ustedes me pidieron que leyese, y toda mi seguridad se trastocó.

Después de tal experiencia estoy en condiciones de admitir, no que el cuento sea uno de los géneros más difíciles, pero sí que resulta más difícil para unos que para otros.

Aún me inclino a pensar que la mayor parte de la gente posee una cierta capacidad innata para contar historias; capacidad que suele perderse, sin embargo, en el curso del camino. Por supuesto, la capacidad de crear vida con palabras es esencialmente un don. Si uno lo posee desde el vamos, podrá desarrollarlo; pero si uno carece de él, mejor será que se dedique a otra cosa.

No obstante, he podido advertir que son las personas que carecen de tal don las que, con mayor frecuencia, parecen poseídas por el demonio de escribir cuentos. Fuera como fuese, estoy segura de que son ellas quienes escriben los libros y los artículos sobre “cómo-se-escribe-un-cuento”. Una amiga mía, que sigue uno de estos cursos por correspondencia, me ha dictado alguno de los títulos de sus lecciones: “Recetas para escribir un cuento”, “Cómo crear un personaje”, “¡Inventemos una trama!”. Esta forma de corrupción le cuesta sólo veintisiete dólares.

Desde mi punto de vista, hablar de la escritura de un cuento en términos de trama, personaje y tema es como tratar de describir la expresión de un rostro limitándose a decir dónde están los ojos, la boca y la nariz. He oído decir a algunos estudiantes: “se me ocurren muy buenos argumentos, pero con los personajes no voy ni para atrás ni para adelante”; o bien, “tengo el tema para un cuento, pero no consigo inventar la trama”, e incluso: “he descubierto una buena historia, pero carezco de toda técnica”.

A propósito, “técnica” es una palabra que no se les cae de la boca. Cierta vez debí hablar en una asociación de escritores, y durante el debate posterior a la conferencia un alma de Dios me preguntó: “¿podría usted indicarme, señorita, cuál es la técnica apropiada para escribir un cuento del tipo marco-dentro-del-marco?”. Yo debí admitir que era tan ignorante como para no haber oído hablar ni una sola vez de ello, pero esta persona me aseguró que tales cuentos existían, porque ella misma había participado en un concurso que los premiaba, y cuyo premio era de cincuenta dólares.

Pero dejando a un lado la gente que carece de talento, existen personas que de hecho lo poseen, pero que se pierden en vanos esfuerzos porque ignoran qué es en realidad un cuento.

Supongo que las cosas obvias son siempre las más difíciles de definir. Todo el mundo cree saber qué es un cuento. Pero si ustedes piden a un alumno principiante que les escriba uno, es muy probable que recojan cualquier cosa –una reminiscencia, un episodio, una opinión, una anécdota– cualquier cosa menos un cuento. Un cuento es una acción dramática completa –y en los buenos cuentos, los personajes se muestran por medio de la acción, y la acción es controlada por medio de los personajes–. Y como consecuencia de toda la experiencia presentada al lector se deriva el significado de la historia. Por mi parte, prefiero decir que un cuento es un acontecimiento dramático que implica a una persona en tanto persona y en tanto individuo, vale decir, en tanto comparte con todos nosotros una condición humana general, y en tanto se halla en una situación muy específica. Un cuento compromete, de modo dramático, el misterio de la personalidad humana. Cierta vez presté un libro de cuentos a una vecina mía, de allá del campo, y cuando me lo devolvió me dijo: “Bueno, esas historias no hacen más que mostrar lo que algunos de nuestros paisanos harían en determinadas ocasiones”; yo me dije que era cierto; cuando ustedes escriban cuentos, deberían conformarse con partir exactamente de este punto: mostrar lo que harían ciertos y determinados tipos, y lo que harían pese a quien pese, contra viento y marea.

Ahora bien, éste es un nivel muy modesto como punto de partida; y la mayor parte de la gente que cree desear escribir cuentos no está dispuesta a arrancar de allí. Quieren escribir acerca de determinados problemas, no de determinados individuos; o de cuestiones abstractas, no sobre situaciones concretas. Tienen una idea, o sentimiento, o un ego desbordante, o quieren Ser-Un-Escritor, o legar su sabiduría al mundo de un modo lo suficientemente simple como para que el mundo pueda comprenderla. Carecen en todos los casos de una historia; y aun cuando la tuvieran, tampoco estarían dispuestos a escribirla; no los guía el propósito de escribir una historia sino una teoría o una fórmula, o el de aplicar determinada técnica.

Esto no quiere decir que para escribir un cuento ustedes deban olvidar o resignar ninguna de las posturas morales que sustentan. Las convicciones serán la luz que les ayudará a ver, pero no aquello que ustedes deban enfocar, ni el sustituto de la propia mirada. Para el escritor de ficciones, en el ojo se encuentra la vara con que ha de medirse cada cosa; y el ojo es un órgano que además de abarcar cuanto se puede ver del mundo, compromete con frecuencia nuestra personalidad entera. Involucra, por ejemplo, nuestra facultad de juzgar. Juzgar es un acto que tiene su origen en el acto de ver y cuando no lo tiene, cuando nuestros juicios se desligan de nuestra mirada, una confusión muy grande se produce en la mente, confusión que por supuesto se traslada al cuento.

La ficción opera a través de los sentidos. Y creo que una de las razones por las cuales a la gente le resulta tan difícil escribir cuentos es que olvidan cuánto tiempo y paciencia se requiere para convencer al lector a través de los sentidos. Ningún lector creerá nada de la historia que el autor debe limitarse a narrar, a menos que se le permita experimentara situaciones y sentimientos concretos. La primera y más obvia característica de la ficción es que transmite de la realidad lo que puede ser visto, oído, olido, gustado y tocado.

Ahora bien, esto es algo que no puede aprenderse sólo por la inteligencia; también debe adquirirse por el hábito. Tal debe llegar a ser la forma en que ustedes mirarán las cosas. El escritor de ficciones debe comprender que no se puede provocar compasión con compasión, emoción con emoción, pensamientos con el pensamiento. Debe transmitir todas estas cosas, sí, pero provistas de un cuerpo; el escritor debe crear un mundo con peso y espacialidad.

He notado que los cuentos de los escritores principiantes están, en muchos casos, erizados de emoción, pero que resulta muy difícil determinar a quién corresponde la emoción referida. El diálogo suele operar sin el auxilio de personajes que uno pueda ver de hecho, y un pensamiento incontenible se cuela por cada grieta de la historia. La razón reside en que, por lo general, el aprendiz está interesado ante todo en sus propios pensamientos y emociones y no en la acción dramática y es demasiado perezoso o pretencioso como para descender a ese nivel de lo concreto en donde la ficción opera. Piensa que la capacidad de juzgar reside en un sitio y la impresión sensorial en otro. Pero para el escritor de ficciones, el acto de juzgar comienza en los detalles que ve, y en el modo en que los ve.

Los escritores de ficción a quienes no les preocupan estos detalles concretos pecan de lo que Henry James llamó “especificación endeble”. El ojo se deslizará sobre sus palabras mientras nuestra atención se va a dormir. Ford Madox Ford enseñaba que uno puede introducir un vendedor de diarios en una historia, ni siquiera por el corto lapso en que tarda en vender un solo periódico, a menos que podamos describirlo con el suficiente detalle como para que un lector lo vea.

Tengo una amiga que está tomando clases de actuación en Nueva York con una dama rusa de gran reputación en su campo. Mi amiga me escribe que, durante el primer mes, los alumnos no hablan una sola línea, sólo aprenden a ver. Y es que aprender a ver es la base de todas las artes, excepto de la música. Conozco a muchos escritores de ficción que además pintan, no porque posean talento alguno para la pintura, sino porque hacerlo les sirve de gran ayuda en su escritura. Los obliga a mirar las cosas. En la escritura de ficción, salvo en muy contadas ocasiones, el trabajo no consiste en decir cosas, sino en mostrarlas.

No obstante, afirmar que la ficción procede por el uso de detalles no implica el simple, mecánico amontonamiento de éstos. Cada detalle debe ser controlado a la luz de un objetivo primordial, cada detalle debe introducirse de modo que trabaje para nosotros. El arte es selectivo. Todo lo que hay en él es esencial y genera movimiento.

Ahora bien, todo esto requiere su tiempo. Un buen cuento no debe tener menos significación que una novela, ni su acción debe ser menos completa. Nada esencial para la experiencia principal deberá ser suprimido en cuento corto. Toda acción deberá poder explicarse satisfactoriamente en términos de motivación; y tendrá que haber un principio, un nudo y un desenlace, aunque no necesariamente en este orden. Se me ocurre que mucha gente deduce que quiere escribir cuentos porque el cuento es un género breve; pero que al decir “breve” entienden cualquier tipo de brevedad. Creen que un cuento es una acción incompleta, fragmentaria, en la cual se muestra muy poco y se sugiere mucho, y suponen que sugerir algo equivale a omitirlo. Resulta muy difícil disuadir a un principiante de esta convicción, porque cree que cuando omite algo está ejercitando su sutileza; y cuando se le señala que no puede encontrarse en un texto nada que no haya sido puesto de algún modo en él, nos mira como si fuéramos idiotas insensibles.

Quizá la cuestión central que debe ser considerada en toda discusión acerca del cuento es qué se entiende por brevedad. Que un cuento sea breve no significa que deba ser superficial. Un cuento breve debe ser extenso en profundidad, y debe darnos la experiencia de un significado. Tengo una tía que piensa que nada sucede en una historia a menos que alguien se case o mate a otro en el final. Yo escribí un cuento en el que un vagabundo se casa con la hija idiota de una anciana, con el sólo propósito de quedase con el automóvil de esta anciana. Después de la ceremonia, el vagabundo se lleva a la hija en viaje de bodas, la abandona en un parador de la ruta, y se marcha solo, conduciendo el automóvil. Bueno, ésa es una historia completa. Ninguna otra cosa relacionada con el misterio de la personalidad de ese hombre puede mostrarse a través de esa dramatización específica. Y sin embargo, yo nunca pude convencer a mi tía de que ése fuera un cuento completo. Mi tía quiere saber qué le sucedió a la hija idiota luego del abandono.

Hace tiempo, esa historia sirvió de base a un guión de TV, y el adaptador, que conoce bien su negocio, hizo que el vagabundo cambiara a último momento de parecer y volviera a recoger a la hija idiota, y que los dos juntos se alejaran, al fin, en el automóvil, carcajeando a dúo como verdaderos dementes. Mi tía consideró que la historia estaba por fin completa, pero yo experimenté otros sentimientos nada apropiados para expresar en esta charla. Cuando ustedes quieran escribir un cuento, deberán escribir sólo una historia; y siempre habrá gente que se niegue a leer el cuento que ustedes han escrito.

Lo cual nos lleva a abordar, naturalmente, la engorrosa cuestión del tipo de lector para el cual cada uno escribe cuando escribe ficciones. Quizá cada uno de nosotros piense que tiene una solución personal para este problema. Por mi parte, tengo una muy buena opinión del arte de la ficción, y una muy mala opinión de aquello que suele llamarse “el lector promedio”. Me digo que no puedo escapar de él, que tal es la personalidad cuya atención, se supone, debo cultivar; y al mismo tiempo, se espera de mí que provea al lector inteligente de esa experiencia profunda que él busca en la ficción. El caso es que, en concreto, ambos lectores ideales no son sino aspectos de la propia personalidad del escritor; y en un último análisis, el único lector acerca del cual uno puede saber algo es uno mismo. Todos nosotros escribimos según nuestro propio nivel de entendimiento; pero es una característica particular de la ficción que su superficie literal pueda estar configurada de tal modo que brinde entretenimiento en un plano obvio y físico, el plano de la evidencia física, a un cierto tipo de lector; y al mismo tiempo, pueda brindar significado a la persona preparada para experimentarlo.

El significado es lo que impide que un cuento breve sea “corto”. Yo prefiero hablar de “significado” del cuento a hablar del “tema” de un cuento. La gente habla del tema del cuento como si el tema fura un trozo de cuerda que anuda el extremo de una bolsa de comida para aves. Creen que si se puede extraer el tema de un cuento, del mismo modo que se quita el hilo que ata la bolsa de maíz, puede abrirse la historia y dar de comer a las gallinas. Pero no es ésa la forma en que el significado opera en la ficción.

Cuando ustedes puedan enunciar el tema de un cuento, cuando puedan separarlo de la historia en sí misma, podrán estar seguros de que ese cuento no es muy bueno. El significado de un cuento debe estar corporizado en la historia, debe hacerse concreto en ella. Una historia es una forma de decir algo que no puede decirse de ninguna otra manera, y nos cuesta cada una de las palabras del relato decir cuál es su tema. Uno cuenta un cuento porque una simple enunciación resultaría inadecuada. Cuando alguien pregunta de qué trata un cuento, la única respuesta apropiada es indicarle que lo lea. El significado de la ficción no es un significado abstracto, sino un significado que se experimenta, y el único objetivo de hacer enunciaciones acerca del significado de un cuento es ayudar a experimentar más plenamente ese significado.

La ficción es un arte que demanda la más estricta atención a lo real –tanto en el caso de un escritor que se aboca a componer un cuento naturalista, como en el del escritor que prefiere el género fantástico–. Quiero decir: todos nosotros partimos siempre de lo que es verdadero –o de lo que tiene una eminente posibilidad de serlo–. Incluso cuando uno escribe un relato fantástico, la realidad es el único fundamento conveniente. Algo es fantástico porque es tan real, tan real que es fantástico. Graham Greene ha dicho que él no podría escribir “me hallaba suspendido sobre un pozo sin fondo” porque tal cosa no puede ser cierta, ni “bajando a todo correr las escaleras salté dentro de un taxi”, porque eso tampoco puede ser posible. Pero Elizabeth Bowen puede escribir, refiriéndose a uno de sus personajes, “ella se llevó la mano a los cabellos como si oyera moverse algo en su interior”, porque tal cosa es eminentemente posible.

Me atrevería incluso a afirmar que la persona que escribe un relato fantástico debe mantenerse más estrictamente atenta al detalle concreto que quienes escriben en una cuerda naturalista –porque cuanto mayor sea el apoyo de un cuento en lo verosímil, más convincentes resultarán sus características–.

Un buen ejemplo es el relato titulado “La metamorfosis”, de Franz Kafka. Es la historia de un hombre que despierta una mañana y descubre que, durante la noche, se ha convertido en cucaracha, aunque sin perder su naturaleza humana; y si esta situación es aceptada por el lector, es porque los detalles concretos del relato son absolutamente convincentes. Lo cierto es que ese relato describe la naturaleza dual del hombre de un modo tan realista que resulta casi intolerable. La verdad no ha sido distorsionada en el relato; antes bien, una cierta distorsión ha sido efectuada como forma de llegar a la verdad. Si admitimos, como es preciso hacerlo, que la apariencia no es lo mismo que la realidad, deberemos entonces dar al artista la libertad de hacer ciertos reacondicionamientos en la naturaleza de las cosas cuando éstos conducen a ampliar la profundidad de la visión. El artista debe recordar siempre que aquello que él recrea es naturaleza, y debe saber y ser capaz de describirlo apropiadamente a fin de tener el poder de reinventarlo en su totalidad.

El problema del cuentista reside en cómo hacer que la acción que él describe revele tanto como sea posible respecto del misterio de la existencia. Dispone solamente de un espacio muy breve y no puede hacerlo por un procedimiento declarativo. Debe conseguirlo mostrando, no diciendo; y mostrando lo concreto, de modo que su problema es, en definitiva, saber cómo servirse de lo concreto de modo que “trabaje doble turno”.

En la buena ficción, ciertos detalles de la historia tienden a concentrar significados; cuando esto sucede se vuelven simbólicos por la misma función que desempeñan. Yo escribí un cuento titulado “Buena gente del campo”, en el cual, a una muchacha, doctora en filosofía, un vendedor de Biblias, a quien ella ha tratado previamente de seducir, le roba su pierna de madera. Ahora bien, debo admitir que, contada de esta manera, la situación no es ni más ni menos que un chiste de dudoso gusto. Al lector promedio le agrada observar cómo a alguien se le roba su pierna de madera. Pero sin dejar de atrapar su atención, y sin que al decir esto quiera yo autoelogiarme, creo que esta historia consigue operar en otro nivel de experiencia, desde el momento en que permite que en dicha pierna de madera se reconcentren varios significados. Al principio de la historia se nos hace evidente que la doctora en filosofía, tanto en lo espiritual como en lo físico, es una mutilada. No cree en nada más que en su creencia en nada, y percibimos que en su alma hay una parte de madera que se corresponde con su pata de palo. Ahora bien, nada de esto se dice. El escritor de ficciones declara tan poco como sea posible. Incluso puede ignorar que está creando esta conexión de niveles; pero la conexión, como quiera, existe, y tiene efectos sobre él. Con el transcurso del relato, la pierna de madera continúa acumulando significados. El lector se entera de cómo se siente esta chica respecto de su pierna, y qué siente su madre respecto de ella, y qué siente, también respecto de ella, una arrendataria de la familia. Y así, para cuando el vendedor de Biblias llega, la pierna ha acumulado ya tanto significado que, digamos, está cargada hasta el tope. Y cuando el vendedor de Biblias se la roba, el lector comprende que se ha llevado con él parte de la personalidad de la chica, y que le ha revelado, por primera vez, su aflicción más profunda.

Si ustedes quieren decir que la pierna de madera es un símbolo, pueden hacerlo. Pero es, ante todo, una pierna de madera, y en tanto pierna de madera es absolutamente imprescindible para el cuento. Tiene lugar en el primer nivel, literal, de la historia, pero también opera en la profundidad, tanto como en la superficie. Prolonga la historia en todas direcciones; y ésta es, en pocas palabras la manera por la cual el cuento burla su propia brevedad.

Ahora bien, detengámonos por un momento en la manera en que esto sucede. No quisiera que ustedes pensasen que, cuando me dispuse a escribir ese cuento, me senté a la máquina y dije: “ahora voy a escribir un cuento acerca de una joven doctora en filosofía con una pierna de madera, empleando la pierna de madera como símbolo de otro tipo de aflicción”. Personalmente, dudo de que haya muchos escritores que sepan lo que habrán de hacer cuando se aprestan a escribir. Cuando empecé a trabajar en ese cuento, yo ignoraba incluso que habría de incluir a una doctora en filosofía con una pierna de madera. Simplemente, una mañana me encontré escribiendo una descripción de dos mujeres de las cuales yo sabía ciertas cosas, y antes de que pudiera darme cuenta había dotado a una de ellas de una hija con una pierna de madera. Con el correr de la historia, introduje al vendedor de Biblias, pero sin tener la menor idea de lo que habría de hacer con él. Yo ignoraba que él iba a robar esa pierna de madera hasta diez o doce líneas antes de que sucediera; pero cuando comprendí que tal cosa iba a suceder, descubrí que era inevitable. Ese es un cuento que produce un shock en el lector; y creo que una de las razones de ese shock reside en que antes lo produjo en quien lo escribía.

Por otro lado, a pesar de que este cuento nació de una manera aparentemente irracional, no necesitó de casi ninguna corrección o reescritura. Es un cuento que estuvo bajo control mientras se lo escribía; y ustedes me preguntarán cómo opera esta forma de control, desde el momento en que no es enteramente consciente.

Creo que la respuesta a esta pregunta es lo que Maritain llama el “hábito del arte”. Es un hecho que toda la personalidad participa del proceso de escritura de una ficción –tanto la conciencia como la mente inconsciente–. El arte es el hábito del artista; y los hábitos tienen que enraizarse de un modo profundo en toda nuestra personalidad. El arte debe cultivarse como cualquier otro hábito, durante un largo período de tiempo, por la experiencia; y enseñar cualquier tipo de escritura es, primordialmente, ayudar al aprendiz a desarrollar el hábito del arte. Creo que el arte es mucho más que una disciplina, aunque de hecho también lo sea; creo que es un modo de mirar al mundo creado, y de usar los sentidos de modo que éstos puedan encontrar en las cosas tantos significados como sea posible.

Por supuesto, no soy tan ingenua como para suponer que la mayor parte de la gente que asiste a las conferencias de los escritores pretende aprender o escuchar qué clase de visión es necesaria para escribir historias que han de formar parte permanente de nuestra literatura. E incluso en el caso de que ustedes quisieran escucharlo, sus preocupaciones deben ser inmediatamente prácticas. Ustedes quieren saber cómo pueden escribir un buen cuento, y más aún cuándo pueden decir que lo han hecho; desean saber, entonces, cuál es la forma de un cuento, como si la forma fuera algo que existiese fura de cada cuento y pudiera aplicarse, imponerse al material. Por supuesto, cuanto más escriban, mejor comprenderán que la forma es orgánica, que crece desde el material, que la forma de cada cuento es única. Un buen cuento no puede ser reducido, sólo puede ser expandido. Un cuento es bueno cuando ustedes pueden seguir viendo más y más cosas en él, y cuando, pese a todo, sigue escapándose de uno. En ficción, dos y dos es siempre más que cuatro.

La única manera, creo, de aprender a escribir cuentos es escribirlos, y luego tratar de descubrir qué es lo que se ha hecho. El momento de pensar en la técnica es aquél en el cual se tiene al cuento bajo los ojos. El maestro puede ayudar al estudiante a mirar este trabajo individual y a discernir si ha escrito una historia completa, vale decir, una historia en la cual la acción ilumina plenamente el significado.

Quizá lo más útil que pueda hacer yo ahora es transmitirles algunos comentarios sobre esas siete historias que ustedes me pidieron que leyera. Ninguna de esas observaciones se aplican estrictamente a una historia en particular; son simples puntualizaciones que no deben herir a nadie verdaderamente interesado en reflexionar sobre la escritura.

La primera cosa en la que cualquier escritor profesional repara al leer un texto es, naturalmente, en el uso del lenguaje. Muy bien. El uso del lenguaje en estos cuentos, con una sola excepción, es tal, que resultaría muy difícil distinguir unos de otros. Si bien puedo señalar la caída en numerosos lugares comunes, no puedo recordar una sola imagen o una metáfora. No quiero decir que no las hay en ninguno de los siete cuentos; simplemente, digo que no son lo suficientemente efectivas como para quedarse en nuestra mente.

En relación con esto, reparé en otro aspecto que me produjo una considerable alarma. Excepto en uno solo de los cuentos, prácticamente no se hace uso del habla local. Ahora bien, éste es un Congreso de Escritores Sureños. Todos los remitentes de los sobres en los que me llegaron los siete cuentos, señalan lugares de Georgia y Tennessee. Y sin embargo, no hay en ellos signos distintivos de la vida sureña. Una cierta cantidad de topónimos salpican los textos, como Savannah o Atlanta o Jacksonville, pero podrían ser fácilmente trocados por los Pittsburg o Pasaaic sin necesidad de realizar ninguna otra alteración en el cuento. Los personajes hablan como si nunca hubieran escuchado otro lenguaje que el que emana de un estudio de televisión. Lo cual indica que hay algo fuera de foco.

Dos calidades conforman la obra de ficción. Una es el sentido del misterio y la otra el sentido de los hábitos. Uno aprehende las costumbres de la textura de la existencia que nos rodea. La gran ventaja de ser un escritor del Sur es que no necesitamos mirar hacia ningún otro lugar en busca de costumbres: buenas o malas, las tenemos, y en abundancia. En el Sur, habitamos una sociedad rica en contradicciones, rica en ironía, rica en contrastes y particularmente rica en su lenguaje. Y sin embargo, he aquí seis historias de sureños en las cuales casi no se hace uso de los dones de la región.

Por supuesto, una de las razones ha de residir en que ustedes han visto abusar tantas veces de tales dones que se han vuelto excesivamente escrupulosos respecto de su uso. No obstante, cuando la vida que de hecho nos rodea es ignorada totalmente, cuando las particularidades de nuestra habla son desdeñadas de modo sistemático, es obvio que algo funciona muy mal. El escritor debería preguntarse si no está buscando, en fin, una forma de vida artificial.

Un modismo caracteriza a una sociedad, y cuando se ignoran los modismos, se está muy cerca de ignorar todo el tejido social que pudo forjar aun personaje significativo. No se puede extirpar a un personaje de su sociedad y decir mucho acerca de él como individuo. No se puede decir nada significativo acerca del misterio de una personalidad a menos que se la inserte en un contexto social creíble y significativo. Y la mejor forma de hacerlo es por medio del propio lenguaje de ese personaje. Cuando alguien, en uno de los cuentos de Andrew Little, dice desdeñosamente que tiene “una mula más vieja que Birmingham”, vemos en esa sola frase un sentido de una sociedad y su historia. Gran parte de la obra de un escritor del Sur ha sido realizada antes de que éste comience a escribir, porque nuestra historia vive en nuestro lenguaje. En uno de los cuentos de EudoraWelty, un personaje dice: “en el pago de donde vengo, hay zorros en vez de perros de cuadra, búhos en vez de gallinas, pero cantamos de verdad…”. Verán que hay todo un libro en esa sola frase: y cundo el pueblo de nuestro distrito puede hablar de esa manera y uno lo ignora, simplemente estamos desaprovechando lo que es nuestro. El sonido de nuestra habla es demasiado claro como para que se lo menosprecie con toda impunidad, y el escritor que trate de evadir esta responsabilidad estará a punto de destruir la mejor parte de su poder creativo.

Otra cosa que he observado en estas historias es que, en su mayoría, no profundizan demasiado en un personaje, no revelan demasiado de su interioridad. No quiero decir que no se metan en la mente del personaje, sino que, simplemente, no muestran que el personaje está dotado de una personalidad. Una vez más, debemos remitirnos al tema del lenguaje. Estos personajes carecen de un habla distintiva que los revele; y a veces no tienen en realidad, rasgos distintivos. Al final, uno siente que no nos ha sido revelada personalidad alguna. En la mayoría de los buenos cuentos es la personalidad del personaje lo que crea la acción de la historia. En la mayoría de esos cuentos, siento que el escritor ha pensado en una acción y luego ha seleccionado un personaje para que la lleve a cabo. Usualmente, existen más probabilidades de llegar a buen fin si se comienza de otra manera. Si se parte de una personalidad real, un personaje real, estamos en camino de que algo pase; antes de empezar a escribir, no se necesita saber qué. En verdad, puede ser mejor que uno ignore qué sucederá. Ustedes deberían ser capaces de descubrir algo en los cuentos que escriban. Porque si ustedes no lo son, probablemente, nadie lo será.

#FlanneryOConnor

El candelabro de plata, de Abelardo Castillo

 (Este cuento pertenece, originariamente, al libro Las otras puertas).

Nunca he podido dominar mis impulsos. En este sentido me reconozco un sujeto primitivo, puro, incapaz de adaptarme al florido mundo, donde, para tranquilidad de la hermosa gente, se cultivan con sensatez todas las formas del buen gusto, la hipocresía y el cinismo. Pero al menos hoy he comprendido algo; lo he comprendido después de lo que pasó esta noche: soy un hombre bueno. No lo digo, no escribo esto, para justificar nada. De ocurrirme semejante cosa debería admitir que yo mismo repudio lo que he hecho, y no es cierto, y aunque fuera cierto: acabo de hacer feliz a un miserable. Quién podría juzgarme, quién sobre la Tierra (quién en el cielo) se atrevería a juzgarme.

 Mejor vayamos por partes. Todavía estoy borracho perdido pero trataré de ser coherente.

 Todo empezó esa misma tarde; es decir, la tarde de ayer, puesto que ahora deben ser las tres o cuatro de la mañana. Madrugada del 25 de diciembre de 1956. Navidad. Sobre la mesa todavía quedan restos de la insólita fiesta. El candelabro de plata, más anacrónico que nunca en medio de la suciedad y la pobreza que lo rodean, parece ocuparlo todo ahora. Nunca he comprendido por qué este candelabro no ha ido a parar, como las otras pocas cosas heredadas de mi padre, al Banco de Empeño, al cambalache. En esto, pienso, se parece a la conciencia. Supongo que nunca voy a poder desprenderme de él.

  Digo que empezó a la tarde. Había ido a dar sabe Dios cómo a cualquier sórdido callejón del Dock, cuando, al oír un acordeón y las risas de un cafetín del muelle, reparé en la fecha. Entonces me vi en el viejo parque de nuestra casa. No sé explicarlo. Las luces, las esferas de colores: recordé todo eso, recordé al portalito que yo mismo, mezclando hasta el absurdo ríos azules y arpilleras nevadas, construía todos los años en el jardín (me acuerdo ahora del Dios-Niño, siempre espantosamente grande en relación con su divina madre, como justificando al fin lo milagroso del alumbramiento), y sentí un asco tan profundo por mi vida que – como quien se lava – decidí celebrar mi propia Nochebuena.

 La idea parecerá trivial, pero a mí me apasionó y, antes de las diez, también había fiesta en este innoble agujero que ahora es mi casa. Con orgullo pueril, me senté a contemplar el espectáculo. El candelabro labrado, en el centro de la mesa, parecía irradiar su antigua serenidad hacia todos los rincones. Al principio me sentí bien; era una sensación extraña, como de paz – un gran sosiego –, pero, poco a poco, empecé a preocuparme. Qué significaba todo esto. Para qué lo había hecho: para quién. Podría jurar que en ese preciso instante supe que estaba solo y, por primera vez en muchos años, necesité imperiosamente de alguien. Hubo una sola capaz de ser insustituible (capaz de no ser insoportable) y ésa no vendría ya. Nunca vendría.

 Entonces recordé al viejo checoslovaco.

 Lo había visto muchas veces en esos torvos cafés del puerto que suelo frecuentar cuando, embrutecido de ginebra, quiero divertirme con la degradación de los demás, y con la mía. Pobre viejo: semioculto en un recoveco, siempre igual, como si formara parte de la imagen infame de la cantina, fumando su pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Nunca habíamos hablado. Jamás lo hago con alguien –llego y me emborracho solo, a veces también escribo alguna cosa absurda que después arrojo al primer tacho de basuras que encuentro a mi paso–; pero yo sabía que él me miraba. Era como si una ligazón muda, un vínculo invisible y misterioso, nos uniera de algún modo. Al menos, teníamos una cosa en común, dos cosas: la soledad y el fracaso. El viejo checoslovaco; ése era el hombre que yo necesitaba.

 Cuando llegué frente a la roñosa vidriera del negocio, lo vi. Ahí estaba, tal como había supuesto. Una atmósfera desacostumbrada recordaba al viejo – también allí se regocija uno de que nazca Dios, de que venga y vea cómo es esto. Una mujer pintarrajeada se le acercó y, riendo, le dijo alguna cosa; él no pareció darse cuenta. Sí, ése era mi hombre. Me abrí paso entre las parejas. Enormes mineros de ropas mugrientas abrazaban a mujerzuelas indescriptibles que se les echaban encima y reían. Alguna de ellas dijo: “¿Quién te crees vos que soy?”, y, adornando con un insulto brutal, le respondieron quién se creían que era. No podía soportar aquello; por lo menos, no esta noche; pensé que se mi quedaba un minuto más iba a vomitar, o a golpear a alguien, o a llorar a gritos, no sé. Llegué hasta el viejo y lo tomé del brazo.

Te venís conmigo –le dije.

Mi voz debe de haber sido asombrosa; el hombre alzó los ojos, unos ojos clarísimos, celestes, y balbuceó:

¿Qué dice usted, señor…?

–Que ahora mismo te venís conmigo, a mi casa, a pasar una Nochebuena decente.

–Pero, cómo, yo… con usted.

 Casi a rastras lo saqué de allí. Nadie, sin embargo, nos prestó atención.

Faltaba algo más de una hora para la medianoche. El viejo, cohibido al principio, de pronto empezó a hablar. Tenía un acento raro, dulce. Se llamaba Franta, y creo no haberme sorprendido al darme cuenta  de que no era un hombre vulgar; hablaba con soltura, casi con corrección. Acaso yo le había preguntado algo, o acaso, rota la frialdad del primer momento (para esa hora ya estábamos bastante borrachos), la confesión surgió por sí misma. El hecho es que habló. Habló de su país, de una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una mujer rubia cuyos ojos –fueron sus palabras – eran transparentes y azules como el cielo del mediodía. Habló de un muchachito, también rubio, también de ojos azules.

–Ahora será un hombre –había dicho–. Hace treinta años, cuando vine a América, él apenas caminaba.

Dijo que ése era su último recuerdo. Bebió un trago de champagne  y agregó:

–Pensar, señor, que ahora tiene un hijo. Qué cosa. Y yo me los imagino a los dos iguales, qué cosa.

Yo pensé entonces en aquel nieto. Ojos del cielo del mediodía, pelo de trigo joven, de qué otro modo podía ser. Sólo que el viejo Franta difícilmente iba a comprobarlo nunca.

Pero, ¿cómo supiste de ellos?

El capitán de un barco mercante, señor, me reconoció hace un mes.

Yo pensaba, me acuerdo, cómo era posible reconocer en ese pordiosero que tenía delante, en ese viejo entregado, roto, la imagen que dejó en otro treinta años atrás. Y ahora pienso que siempre queda algo donde hubo un hombre, y quién sabe: a lo mejor, a mí también me va a quedar algo cuando, como el viejo, tenga la mirada perdida y le diga “señor” al primer sinvergüenza bien vestido que me hable. Pregunté:

-¿Y no intentaste volver…? ¿No trataste…?

Él me miró, perplejo; después, a medida que hablaba, su cara fue endureciéndose:

– Volver. ¿Volver así? Usted lo dice fácil, señor; pero es… Es muy feo. Volver como un mendigo –el tono de su voz empezó a ser rencoroso–, un mendigo borracho que en la puerta de la iglesia pide por un Dios en el que ya no cree… No, señor. Volver así, no. Ella, Mayenko, se murió hace mucho, y mejor si allá piensan que yo me morí hace mucho… –Hizo una pausa, ahora hablaba como quien escupe.– Yo me jugué la plata que había juntado para hacerla venir, ¿se da cuenta?, entonces ella se murió. Esperando. No ve que todo es una porquería, señor.

La palabra es una caricatura miserable. Quién puede explicar con palabras, aunque esté contando su propia vida, todo lo que induce a un hombre a entregarse, a venderse todos los días un poco, hasta llegar a ser como vos, viejo. Cuántas pequeñas canalladas, cuántas porquerías imperceptibles forman esa otra gran porquería de la que él hablo: el alma. Pobre alma de miserables de tipos que ya han dejado de ser hombres y son bestias, bestias caídas, arrodilladas de humillación.

Qué vergüenza, señor.

Eso dijo, qué vergüenza, y después agregó: No poder matarse.

Para el viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco desequilibrado y algo artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los tugurios y acaso el candelabro le habían hecho suponer semejante destino), yo era un loco con plata, en suma, que buscaba literatura en los bajos fondos de Buenos Aires. Entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea que, más tarde, se transformaría en un colosal engaño.

Quiero decir algo: miento prodigiosamente. Y es natural. La fantasía del que está solo se desarrolla, a veces, como una corcova de imaginación, un poco monstruosamente; con ella elabora un universo tramposo, exclusivo, inverificable, que – como el creado por Dios – suele acabar aniquilándose a sí mismo. El suicido o la locura son dos formas del apocalipsis individual: la venganza de la soledad.

Pero éste es otro asunto. Lo que quería decir es que amo la mentira, la adoro, me alimento de ella y ella es, si tengo alguna, mi mayor virtud. Miento, de proponérmelo, con maestría ejemplar, casi genialmente. Y esta noche puse toda mi alma en el engaño. Él me creía rico y caprichoso, pues bien: lo fui. A medida que yo hablaba bebíamos sin interrupción y, a medida que bebíamos sin interrupción y, a medida que bebíamos, mi palabra se hacía más exacta, más convincente, más brillante. Lo engañé, pobre viejo, lo engañé y lo emborraché como si fuera un chico. De todos modos, no puedo arrepentirme de esto.  Conté una historia inaudita, febril, en la que yo era (como él quiso) uno que no entraría aunque un escuadrón de camellos se paseara por el ojo de una aguja. Jamás, ni con el más prolijo y concienzudo derroche, podría desembarazarme de ella; esta forma de vivir que yo llevaba – él lo había adivinado – no era más que una extravagancia, una manera de quitarme el aburrimiento. El viejo, poco a poco, empezó a odiarme. Y yo, mientras improvisaba, iba llenando una y otra vez nuestras copas. Ennoblecida por el alcohol, la idea aquella se gestaba cada vez más precisa y fascinante: yo haría feliz a ese pobre diablo. Aunque todavía no sabía cómo.

De pronto, dijo:

Pero, ¿por qué, señor, por qué…?

No acabó de hablar: no se atrevió. Yo supe que en ese instante me aborrecía con toda su alama. Ah, si él, el mugriento vagabundo, hubiese tenido una parte, al menos una parte de mi supuesta fortuna. Sí, yo sabía que él pensaba esto; yo sabía que ahora sólo pensaba en una aldea lejana, en un chico de mirada transparente y pelo como trigo joven. Sin responder, me puse de pie. Fui a buscar las dos últimas botellas que me quedaban.

 Le estaba dando la espalda ahora, pero podía verlo: inconscientemente su mano se había cerrado sobre el mango de una cuchilla que había sobre la mesa, pobre viejo. Ni siquiera pensaba que, de una sola bofetada, yo podía arrojarlo a la calle despatarrado por la escalera. Empezaba, él también, a ser una persona.

 Volví a la mesa, sus dedos se apartaron.

¿Sabés por qué? ¿Querés saber por qué?

Bebimos. Hubo un silencio durante el cual miré rectamente a sus ojos; después, bajando la cabeza como aplastado por el peso de lo que iba a decir, agregué con brutalidad:

¿Sabés lo que es el cáncer, vos?

El viejo me miraba. Apoyé las manos sobre la mesa y, con mi cara a nivel de la suya, dije:

– Por eso. Porque yo también soy un pobre infeliz que no se anima a partirse la cabeza contra una pared.

El viejo, que me había estado mirando todo el tiempo, de golpe comprendió lo que yo quería decir y sus ojos se hicieron enormes. Concluí secamente:

– Por eso.

– Quiere decir…

– Quiere decir que estás hablando con uno que ya se murió. ¿Entendés? Y entonces ni toda mi plata ni toda la plata de veinte como yo va a poder resucitarme. – Me erguí; hablaba con vos serena y contenida.  – Por eso vivo lo poco que me queda como mejor me cuadra. Yo no pertenezco al mundo, viejo. El mundo es de ustedes, los que pueden proyectar cosas, los que tienen derecho a la esperanza o a la mentira. Yo soy menos que un cadáver.

 Mis últimas palabras eran tal vez demasiado teatrales, pero Franta no podía advertirlo.

Cállese, señor –murmuró.

Y mi idea, súbitamente,  se dio forma a sí misma. Como un milagro.

– Un cadáver –dije con vos ronca– que ahora, por una casualidad en la que se adivina la mano de Dios, acaba de encontrar un motivo para justificarse.

De pronto, en el puerto, la noche estalló como una fiesta. En todos los muelles las sirenas empezaron a entonar su histérica salmodia y el cielo reventó de petardos. Brindamos con los ojos húmedos. Fuegos multicolores se abrían hacia el río, desparramando sobre el mundo extravagantes flores de artificio. Fue como si una enloquecida sinfonía universal acompañara mis últimas palabras absurdas y solemnes.

– Por dios Franta – dije y creo que gritaba –; por ese Dios en el que vos no creés y que acaba de nacer para todos los hombres, yo te juro que toda mi fortuna servirá para que vueltas a tu tierra. Es mi reconciliación con el mundo. Vos vas a volver, viejo, y vas a volver como un hombre.

 La Nochebuena se ardía. Pitos, sirenas y campanas se mezclaban con los perfumes nocturnos  y entraban en tumulto por la ventana abierta. A nadie le importaba, es cierto, el judío recién nacido que pataleaba en el pesebre, pero todos querían gozar del minuto de felicidad que les ofrecía, él también, con su prodigiosa mentira. En la Tierra, bajo la Estrella, los hombres de buena voluntad se emborrachaban como cerdos y daban alaridos.

 Franta me miró un instante. Sus ojos brillaban desde lo más profundo, con un brillo que yo no olvidaré nunca: me creía. Me creía ciegamente. En un arrebato de gratitud incontenible me besó las manos y balbuceó llorando:

No te olvidaré mientras viva.

Me había tuteado. Era un hombre: yo había cumplido mi obra.

Su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa. Estaba borracho de alcohol y de sueños. En esa misma posición se quedó dormido. Soñaba que volvía a la pequeña aldea de colinas grises y acariciaba unos cabellos rubios y miraba unos ojos tan claros como el cielo del mediodía.

Con todo cuidado, retiré mis manos de entre las suyas y me levanté, tambaleante. Tu cabeza era suave y blanca, viejo; yo la había acariciado.

Después levanté el pesado candelabro de plata. Amorosamente, con una ternura infinita, poniendo toda mi alma en aquel gesto, y sin meditar más la idea que desde hacía un segundo me obsesionaba, dije: Feliz Nochebuena, Franta. Y le aplasté el cráneo.

Abelardo Castillo nació en San Pedro, en 1935. Fundó y dirigió El Escarabajo de Oro, considerada por la crítica especializada como la más prestigiosa publicación literaria de los años sesenta, y El Ornitorrinco, la primera y más importante revista de la resistencia cultural durante los años de la dictadura.Dramaturgo y narrador, ha publicado El otro Judas, Las otras puertas, Israfel, Cuentos crueles, Las panteras y el templo, El que tiene sed, Las palabras y los días, Crónica de un iniciado, Las maquinarias de la noche, Ser escritor, El oficio de mentir, El evangelio según Van Hutten y El espejo que tiembla.Traducida a trece idiomas, su obra ejerce una clara influencia en autores de promociones más tardías. Recibió el Primer Premio Municipal por su novela El que tiene sed, y el Segundo Premio Nacional por Crónica de un iniciado. Sus cuentos fueron galardonados con el premio Konex de Platino y el conjunto de su obra con el Premio Nacional Esteban Echeverría. En 2011 le fue otorgado el Gran Premio de Honor de la SADE.Murió el 2 de mayo de 2017.

Río de dos corazones, cuento de Hernest Hemingway

Cuento que forma parte del libro En nuestro tiempo (1925)

Río de dos corazones I

El tren se perdió de vista detrás de una de las colinas formadas por pilas de madera quemada. Nick se sentó sobre la mochila con la lona y la ropa de cama que le había arrojado por la puerta del vagón de equipajes el encargado. No había pueblo, no había nada, excepto los rieles y el campo arrasado por el fuego. No había quedado ni rastro de las trece cantinas que antes se levantaban a ambos lados de la única calle de Seney. Se veían los cimientos de la Mansión. La piedra estaba arruinada por el fuego. Eso era todo lo que quedaba de Seney. Hasta la superficie del suelo había sido devastada.

Nick miró la colina chamuscada sobre la que esperaba ver las casas desparramadas del pueblo y luego caminó siguiendo las vías hasta el puente. El río aún estaba allí. Hacía remolinos contra los pilotes de madera del puente. Nick miró el agua clara por los guijarros coloreados del fondo y se puso a observar las truchas que se mantenían firmes en la corriente agitando las aletas. Mientras las observaba, cambiaban de posición con rápidos movimientos angulares y volvían a mantenerse quietas. Nick las observó durante mucho tiempo.

Las observó dando la cara a la corriente. Eran muchas truchas en el agua profunda y correntosa, y se veían ligeramente distorsionadas a través de la vítrea superficie convexa del arroyo que presionaba y aumentaba contra la resistencia que ofrecían los pilotes del puente. Las truchas grandes estaban en el fondo. Nick no las vio al principio. Luego las vio en el fondo, eran unas truchas grandes que trataban de quedarse quietas entre los guijarros en medio de la nubosidad cambiante de arenilla que formaba la corriente.

Nick miró hasta el fondo del arroyo desde el puente. Hacía calor.

Un martín pescador voló a ras del río. Hacía mucho que Nick no veía truchas ni miraba la profundidad de un río. Las truchas le parecieron muy buenas. A medida que la sombra del martín pescador se desplazaba río arriba,

una gran trucha saltó fuera del agua trazando un gran ángulo, solo que era su sombra la que trazaba el ángulo, luego perdió la sombra al acercarse a la superficie, fue iluminada por el sol y al volver a sumergirse volvió la sombra, que ahora parecía flotar con la corriente hasta llegar a un lugar debajo del puente, donde permaneció firme, enfrentando la corriente y sus embates.

Nick sintió algo en el corazón al ver el movimiento de la trucha. Sintió que volvía la vieja sensación de bienestar.

Giró y dirigió la mirada río abajo. El río se extendía durante un gran trecho. Su lecho era de guijarros con grandes cantos rodados y partes profundas, curvas y playas.

Nick volvió adonde había dejado la mochila, entre las cenizas junto a las vías. Se sentía feliz. Apretó las correas del bulto y se lo echó al hombro, metió las manos debajo de las correas y se puso la mochila en la espalda, agachando la cabeza todo lo posible para tratar de aliviar el peso sobre los hombros. Pero la mochila era demasiado pesada. Demasiado pesada. Llevaba en la mano el estuche de cuero en que guardaba la caña de pescar. Siempre caminando inclinado hacia delante para que el peso descansara en la parte superior de la espalda, siguió el camino paralelo a las vías alejándose del pueblo incendiado, y luego dobló por una colina rodeada de otras dos, también chamuscadas por el incendio, y tomó un camino que se internaba en el campo. Caminó por él bajo el peso de la mochila que le causaba dolor. El camino subía continuamente. La ascensión era ardua. Hacía calor y le dolían los músculos, pero Nick se sentía feliz. Todo había quedado atrás, la necesidad de pensar, la necesidad de escribir, otras necesidades. Todo había quedado atrás. Desde el momento en que se había bajado del tren y el encargado le había tirado la mochila por la portezuela abierta del vagón, las cosas habían empezado a cambiar. Seney había sido destruido por el incendio, el campo estaba devastado y distinto, pero no importaba. Todo no podía haberse perdido. Eso lo sabía. Siguió caminando, sudando bajo el sol, siempre hacia arriba para cruzar la cadena de colinas que separaba el ferrocarril de las llanuras con pinos. El camino seguía, con bajadas ocasionales, pero por lo general subiendo. Nick lo siguió. Por fin el camino, después de correr paralelo a la ladera chamuscada, llegó a la cima. Nick descansó apoyándose contra un tronco y bajó la mochila. Adelante, en toda la extensión que alcanzaba su vista, estaban los pinos. El terreno devastado terminaba a la izquierda, junto con las colinas. Hacia delante se elevaban los oscuros pinos. Lejos, a la izquierda, estaba el río. Nick lo siguió con la mirada y pudo ver los reflejos del sol en el agua.

Adelante de él no había nada, excepto la llanura de pinos, y luego las colinas azules, a la distancia, que delimitaban el Lago Superior. Apenas si se divisaban, débiles y lejanas. Si fijaba demasiado la vista, desaparecían. Pero si miraba a medias, las veía.

Nick se volvió a sentar contra el tronco quemado y fumó un cigarrillo. Su mochila se balanceaba en la punta del tronco, con las correas colgando. Había un hoyo en la mochila, hecho por su espalda. Nick permaneció sentado fumando y mirando el paisaje. No necesitaba sacar el mapa. Sabía dónde estaba por la posición del río. Mientras fumaba con las piernas extendidas, se fijó en una langosta que vino caminando hasta su media de lana. Era una langosta negra. Mientras caminaba por el camino habían surgido de la polvareda muchas langostas. Todas eran negras. No eran esas grandes con las alas amarillas y negras o rojas y negras que zumbaban al remontar vuelo. Estas eran langostas comunes, pero todas renegridas. A Nick le habían llamado la atención, sin ponerse en realidad a pensar en ellas. Ahora, mientras observaba la langosta negra que mordía la media de lana con su boca de cuatro puntas, se dio cuenta de que se habían vuelto negras por vivir en esa tierra devastada. Se dio cuenta de que el incendio debió haber ocurrido el año anterior, porque todas las langostas eran negras. Se preguntó cuánto tiempo seguirían negras.

Con mucho cuidado alargó la mano y tomó al insecto de las alas. Lo dio vuelta patas para arriba y observó el abdomen articulado. Sí, también era negro, irisado en el tórax, que estaba cubierto de polvo, igual que la cabeza.

—Vete, langosta —dijo Nick, hablando en voz alta por primera vez—.

Vuela hacia algún lado.

Soltó al insecto en el aire y lo observó volar hasta el tronco carbonizado que estaba del otro lado del camino.

Nick se incorporó. Apoyó la espalda contra la mochila que colgaba del tronco y pasó los brazos por las correas. Con la mochila en el hombro se detuvo en el borde de la colina y observó la comarca y el río distante y luego bajó la colina, alejándose del camino. Era fácil la caminata ahora. La línea demarcatoria del incendio terminaba a unos doscientos metros de la colina. Después crecían los helechos, altos hasta el tobillo, y los pinos. Era un terreno ondulado, con subidas y bajadas frecuentes de suelo arenoso.

Nick se orientaba por el sol. Sabía el lugar del río al que quería ir y continuó caminando entre los pinos, escalando pequeñas subidas para ver que había otras delante de él, flanqueado a derecha e izquierda por sólidas islas de pinos. Cortó algunos vástagos de helecho y los puso debajo de las correas de

la mochila. Al ser apretados empezaron a despedir un agradable olor mientras caminaba. Estaba cansado y hacía mucho calor caminando por ese terreno irregular entre pinos que no lo protegían del sol. Sabía que podía llegar al río en cualquier momento, con solo doblar a la izquierda. No podía estar a más de una milla. Pero siguió caminando hacia el norte para acercarse al río más adelante, lo más lejos que pudiera llegar.

Al atravesar el terreno elevado, Nick divisó una gran isla de pinos. Bajó la cuesta y luego, al llegar a la cima de la siguiente subida, dobló y se encaminó a los pinos.

No había maleza en la isla de los pinos. Los troncos subían derechos o se inclinaban para tocarse. Los troncos no tenían ramas abajo, sino muy arriba, y allí se entrelazaban formando una compacta sombra. Alrededor del grupo de árboles había un espacio abierto. Nick notó que el piso era blanco y estaba cubierto de agujas de pino, que se extendían mucho más allá del alcance de las ramas altas. Los árboles habían crecido y las ramas estaban altas, dejando al sol este espacio abierto que alguna vez habían cubierto de sombra. Los helechos comenzaban exactamente al borde de esta extensión del suelo del bosque.

Nick se quitó la mochila y se acostó en la sombra, contemplando los pinos. Se estiró para descansar el cuello, la espalda y la nuca, en la tierra blanda. Miró el cielo entre las ramas y luego cerró los ojos. Los volvió a abrir y miró hacia arriba nuevamente. En lo alto el viento agitaba las ramas. Volvió a cerrar los ojos y se durmió.

Nick se despertó duro y entumecido. El sol estaba casi bajo. Se puso la mochila y sintió que era pesada y que las correas le hacían doler. Se inclinó con la mochila puesta para recoger el estuche de cuero con la caña y emprendió la marcha hacia el río, alejándose de los pinos por el terreno pantanoso cubierto de helechos. Sabía que el río no podía estar a más de una milla.

Bajó por una colina cubierta de tocones y llegó a una pradera. El río estaba al final de la pradera. Nick se alegró de llegar a él. Caminó río arriba atravesando la pradera. Los pantalones estaban empapados por el rocío que había llegado con fuerza y rapidez después del caluroso día. Era un río silencioso que se deslizaba veloz. En el extremo de la pradera, antes de buscar un lugar alto para acampar, Nick observó saltar a las truchas que comían los insectos que llegaban al pantano del otro lado del río, ahora que el sol se había puesto. Los peces salían del agua para apoderarse de su presa. Mientras Nick caminaba a lo largo del río, los peces seguían saltando. Miró el agua y

supuso que los insectos se estaban posando sobre la superficie porque las truchas comían sin cesar, formando círculos en el agua, como si estuviera empezando a llover.

El terreno se elevaba, cubierto de árboles y de arena, dominando la pradera, el río y el pantano. Nick depositó la mochila y el estuche con la caña, y buscó un lugar llano. Tenía mucha hambre y quería montar el campamento antes de cocinar. El terreno era bastante llano entre dos pinos. Sacó el hacha de la mochila y con ella cortó dos ramas. Quedaba entonces un espacio bastante grande como para una cama. Niveló el suelo arenoso con la mano y arrancó de raíz los helechos. Volvió a alisar la tierra. No quería estar incómodo cuando se acostara. Una vez que alisó el terreno, tendió sus tres mantas. Dobló la primera y sobre ella puso las otras dos.

Con el hacha cortó un pedazo de madera de pino de uno de los troncos y lo partió en estacas. Quería que fueran largas y firmes. Ahora que la tienda estaba extendida sobre el suelo, la mochila apoyada contra el pino, parecía mucho más pequeña. Nick ató la cuerda que servía como tirante horizontal a un tronco y, levantando la tienda con el otro extremo de la cuerda, la ató al otro pino. La tienda colgaba sobre la soga como si fuera una línea para tender la ropa. Nick hundió un palo que había preparado bajo el pico trasero de la lona y por último fijó los bordes. Metió bien hondo las estacas golpeándolas con el revés del hacha hasta enterrar las presillas de la soga y ver que la lona estaba tirante como un tambor.

En la entrada de la tienda puso una tela para protegerse de los mosquitos. Agachándose, se deslizó debajo del mosquitero con varias cosas que había sacado de la mochila y que quería poner a la cabecera de la cama. La luz se filtraba adentro de la tienda atravesando la lona marrón. Había un agradable olor a lona. Ya se sentía algo misterioso, como de hogar. Nick estaba feliz al entrar en la tienda. No se había sentido triste en todo el día. Esto era algo distinto, sin embargo. Había habido cosas por hacer, y ya estaban hechas. Había sido un viaje cansador. Estaba muy cansado. Todo estaba hecho. Había levantado la tienda. Ya estaba instalado. Nada podía tocarlo. Había encontrado un buen lugar para acampar. Ya estaba allí, en el buen lugar. Estaba en su hogar, hecho por él. Ahora tenía hambre.

Salió arrastrándose debajo de la tela mosquitero. Afuera estaba muy oscuro. Había más claridad adentro de la tienda.

Nick fue hasta donde estaba la mochila y buscó a tientas hasta encontrar un clavo largo dentro de un paquete de clavos que estaba en el fondo de la mochila. Lo clavó en el pino, pegándole con el revés del hacha. Colgó la

mochila del clavo. Todas sus provisiones estaban en la mochila, y ahora estaban seguras.

Nick tenía hambre. Le parecía que nunca había tenido tanta hambre. Abrió dos latas, una de carne de cerdo con porotos y otra de fideos, y las echó en la sartén.

—Tengo derecho a comer estas cosas, si es que estoy dispuesto a acarrearlas —dijo Nick. La voz sonaba extraña en medio del bosque oscuro. No volvió a hablar.

Cortó unas astillas de pino de un tocón y con ellas inició el fuego. Puso una parrilla de alambre, hundiéndole las cuatro patas con el pie. Puso la sartén en la parrilla, sobre las llamas. Tenía más hambre ahora. Los porotos y los fideos se estaban calentando. Nick los revolvió y los mezcló bien. Empezaron a formarse burbujas que subían a la superficie con dificultad. Había un buen aroma. Nick sacó una botella de Ketchup y cortó cuatro rodajas de pan. Las burbujas se formaban con más frecuencia. Nick se sentó junto al fuego y levantó la sartén. Sirvió la mitad de la comida en un plato de lata. Nick sabía que estaba demasiado caliente y vio cómo se deslizaba con lentitud en el plato. Le echó un poco de Ketchup. Los porotos y fideos estaban aún demasiado calientes. Miró el fuego, luego la carpa, haciendo tiempo porque no quería arruinarlo todo quemándose la lengua. Durante muchos años había sido incapaz de disfrutar de las bananas fritas porque no podía esperar a que se enfriaran. Tenía la lengua muy delicada. Tenía mucha hambre. Del otro lado del río, en el pantano, casi en la oscuridad, vio que se estaba formando neblina. Volvió a contemplar la carpa. Muy bien. Comió una cucharada bien llena.

—Dios —dijo Nick—. Dios mío —dijo, feliz.

Comió todo el plato antes de darse cuenta de que se había olvidado del pan. Terminó el segundo plato con el pan, pasándolo bien hasta dejar brillante el plato. La última vez que había comido había sido en el St. Ignace, en el restaurante de la estación, donde pidió un sándwich de jamón y una taza de café. Todo había salido muy bien. En otras ocasiones había tenido mucha hambre, pero no había podido satisfacerla. Podría haber acampado mucho antes, pero no había querido hacerlo. Había muchos buenos lugares para acampar junto al río. Pero este era un lugar muy bueno.

Puso dos pedazos de pino en el fuego para avivarlo. Se había olvidado de buscar agua para el café. Sacó de la mochila un balde plegadizo de lona y bajó la colina hasta el río. La otra orilla estaba envuelta en neblina. El pasto estaba frío y húmedo. Se arrodilló y metió el balde en el río, que resistió y se hinchó en la corriente. El agua estaba como hielo. Nick enjuagó el balde y, lo llenó y lo llevó al campamento. Lejos del río no hacía tanto frío.

Nick clavó otro clavo y de él colgó el balde con agua. Llenó la cafetera por la mitad, puso más astillas en el fuego y colocó la cafetera sobre la parrilla. No se acordaba de cómo solía hacer el café. Se acordaba que una vez habían discutido con Hopkins, pero no estaba seguro de lo que había sostenido él. Decidió hervirlo. Ahora se acordó que eso era lo que sostenía Hopkins. Hubo una época en que le discutía todo a Hopkins. Mientras esperaba que hirviera el agua, abrió una pequeña lata de damascos. Le gustaba abrir latas. Vació el contenido en una taza de lata. Mientras vigilaba el café, tomó el almíbar de los damascos, al principio con cuidado, para no derramar, luego lentamente, mientras comía la fruta. Eran mejor que los damascos frescos.

El café hirvió, saltó la tapa y el líquido y los granos se derramaron en el borde de la cafetera. Nick la retiró del fuego. Significaba un triunfo para Hopkins. Puso azúcar en la taza vacía donde había comido los damascos y se sirvió un poco de café para que se enfriara. Estaba tan caliente que tuvo que tomar el asa con el sombrero. No dejaría el café mucho tiempo en la cafetera, para que no saliese demasiado cargado. Iba a seguir todas las indicaciones de Hopkins. Se lo merecía. Hacer el café era una tarea que Hopkins se tomaba muy en serio. Era el hombre más serio que Nick hubiera conocido. No era solemne, sino serio. De eso hacía mucho tiempo. Hopkins hablaba sin mover los labios. Había jugado al polo. Había ganado millones de dólares en Texas. Había pedido dinero prestado para pagarse el viaje a Chicago, esa vez que llegó el telegrama informándole que se había descubierto petróleo. Pudo haber telegrafiado pidiendo dinero. Eso se habría demorado demasiado. A la chica de Hopkins la llamaban la Venus Rubia. A él no le importaba porque no era su novia. Hopkins decía con gran confianza que ninguno se burlaría de su novia. Tenía razón. Hopkins había salido cuando llegó el telegrama. Estaban en el Río Negro. El telegrama tardó ocho días en llegar a su poder. Hopkins le dio su pistola Colt automática calibre 22 a Nick. Le dio la cámara a Bill. Para que siempre se acordaran de él. Todos iban a ir a pescar al año siguiente. Hopkins era rico ahora. Iba a comprar un yate y harían un crucero a lo largo de la ribera norte del Lago Superior. Estaba emocionado pero se mantenía serio. Todos se despidieron con tristeza. El viaje quedaba interrumpido. No volverían a ver a Hopkins. Eso había sucedido hacía mucho tiempo en el Río Negro.

Nick bebió el café hecho según las instrucciones de Hopkins. Estaba amargo. Nick se rio. Era un buen final para el cuento. Le empezaba a trabajar la mente. Sabía que podía impedir su funcionamiento porque estaba bastante cansado. Tiró el café que quedaba. Encendió un cigarrillo y entró en la carpa. Se sacó los zapatos y los pantalones, haciendo con ellos un bulto que usaría como almohada, y se tapó.

Por la entrada de la tienda observó el resplandor del fuego que se avivaba con el viento nocturno. Era una noche tranquila. El pantano estaba en absoluta calma. Nick se estiró cómodamente entre las frazadas. Un mosquito zumbaba junto a su oído. Nick se incorporó y encendió un fósforo. El mosquito estaba posado sobre la lona, sobre su cabeza. Nick le acercó el fósforo rápidamente y lo quemó. El fósforo se apagó. Nick se volvió a acostar. Se dio vuelta y cerró los ojos. Tenía sueño. Sentía que llegaba el sueño. Se hizo un ovillo bajo la frazada y se durmió.

Capítulo XV

Colgaron a Sam Cardinella a las seis de la mañana en el pasillo de la cárcel del distrito. Era un corredor alto y angosto con celdas en hilera a ambos costados. Todas las celdas estaban ocupadas. Habían llevado a los hombres para ejecutarlos. Cinco hombres sentenciados a la horca estaban en las cinco celdas superiores. Tres eran negros. Estaban muy asustados. Uno de los blancos estaba sentado en su catre con la cabeza entre las manos. El otro estaba sentado en su catre con la cabeza envuelta en una colcha.

Pasaron a la horca por una puerta en la pared. Eran siete, incluyendo a dos curas. A Sam Cardinella lo llevaban alzado. Estaba así desde alrededor de las cuatro de la mañana.

Los dos guardias lo sujetaban mientras le ataban las piernas juntas, y los dos curas le hablaban al oído: «Pórtate como un hombre, hijo mío», le dijo uno de los curas. Cuando se acercaron con el capuchón para cubrirle la cabeza, Sam Cardinella perdió el control de su esfínter. Los dos hombres que lo sostenían lo soltaron, asqueados. «¿Por qué no traemos una silla, Will?», preguntó uno de los guardias.

«Mejor traigan una silla», dijo un hombre de sombrero hongo.

Lo dejaron amarrado y se alejaron de la horca, que era muy pesada, de roble y acero, con cojinetes de bola. Dejaron sentado solo a Sam Cardinella, fuertemente atado. El cura más joven permaneció de rodillas junto a la silla. Logró saltar justo antes de que se abriera la trampilla del cadalso.

Río de dos corazones II

Al despertarse vio que ya había salido el sol y que la tienda empezaba a entibiarse. Nick se arrastró bajo el mosquitero para contemplar la

mañana. Al salir se dio cuenta de que el pasto estaba húmedo. Tenía los pantalones y los zapatos en la mano. El sol recién asomaba detrás de la colina. Contempló la pradera, el río y el pantano. Del otro lado del río, ya en el pantano, había abedules.

El río era claro y corría con fuerza. A doscientos metros corriente abajo había tres troncos atravesados de orilla a orilla. El agua era tranquila allí. Mientras Nick contemplaba el lugar, vio un visón que cruzaba el río por los troncos y se internaba en el pantano. Nick estaba excitado. Estaba excitado a causa de la mañana y el río. Tenía demasiada prisa como para ponerse a desayunar, pero sabía que era necesario. Hizo un fuego pequeño y puso la cafetera. Mientras se calentaba el agua tomó una botella vacía y bajó hasta el borde de la pradera. El pasto estaba húmedo de rocío y Nick quería cazar langostas para carnada antes de que el sol secara el rocío. Encontró muchísimas langostas. Estaban en la base de los tallos, o a veces adheridas al pasto, frías y húmedas por el rocío, y no podían saltar hasta no calentarse con el sol. Nick eligió las medianas, de color marrón, y las metió en la botella. Dio vuelta un tronco y justo al borde vio cientos de langostas. Era un nido. Nick eligió como cincuenta de las medianas y las metió en la botella. Mientras elegía las langostas, las otras empezaron a calentarse en el sol y empezaron a saltar. Al principio efectuaban un corto vuelo y se quedaban tiesas, como muertas, al posarse en la tierra.

Nick sabía que para cuando terminara el desayuno, estarían tan animadas como siempre. Sin el rocío le llevaría todo un día llenar una botella de langostas, y tendría que aplastar muchas con el sombrero. Se lavó las manos en el río. Se sentía excitado por la proximidad del agua. Luego volvió a la tienda. Las langostas ya empezaban a saltar, un poco tiesas, por el pasto. En la

botella, tibia por el sol, saltaban todas juntas. Nick le puso un palito como tapa. Cubría la boca de la botella para que no se escaparan las langostas, pero permitía la entrada de bastante aire.

Volvió a poner el tronco en su lugar, sabiendo que allí podía conseguir langostas todas las tardes.

Nick dejó la botella llena de saltarinas langostas contra un pino. Mezcló con rapidez un poco de harina de trigo con agua hasta que adquirió la consistencia deseada. Puso un puñado de café en la cafetera y un poco de grasa en la sartén hirviente. Luego agregó la mezcla. Se desparramó como lava, chisporroteando. El panqueque se empezó a endurecer en los bordes, luego a tostarse, y por último tomó una consistencia porosa, con burbujas. Nick metió una astilla de pino debajo del panqueque, agitó la sartén y despegó el panqueque. No voy a intentar darlo vuelta en el aire, pensó. Volvió a meter la astilla hasta despegar todo el panqueque y lo dio vuelta. Volvió a chisporrotear.

Cuando estuvo listo, Nick puso más grasa en la sartén y agregó el resto de la mezcla. Hizo otro panqueque grande y luego uno pequeño.

Nick comió los dos primeros con dulce de manzana. Al tercero también le puso dulce de manzana, lo dobló, lo envolvió con papel manteca y lo guardó en el bolsillo de la camisa. Volvió a guardar el frasco de dulce en la mochila y cortó pan para dos sándwiches.

En la mochila encontró una cebolla grande. La cortó por la mitad y le quitó la corteza. Luego cortó una de las mitades en rodajas e hizo sándwiches de cebolla. Los envolvió en papel manteca y los guardó en el otro bolsillo de la camisa caqui, abotonándolo. Dio vuelta la sartén sobre el fuego, bebió el café, dulce y amarillento a causa de la leche condensada, y dejó todo arreglado en su campamento. Era un campamento bonito.

Nick sacó la caña del estuche de cuero, la ensambló y volvió a guardar el estuche en la tienda. Colocó el carrete y pasó el sedal por las correderas. Tenía que sostenerlo con firmeza para que no se cayera por su propio peso. Era una línea doble, pesada. A Nick le había costado ocho dólares hacía mucho. Era pesada para que atravesara el aire como una plomada y pudiera tener una carnada casi sin peso. Nick abrió la caja de aluminio donde estaban los sedales húmedos entre las almohadillas de franela. Nick las había humedecido en la cuba de refrigeración del tren yendo a St. Ignace. Los sedales de tripa se habían ablandado en las almohadillas húmedas y ahora Nick desenrolló uno y lo ató con un nudo en la punta de la pesada línea. Ató

un anzuelo en la punta del sedal. Era un anzuelo pequeño, muy fino, y tenía un resorte.

Nick se sentó con la caña sobre la falda. Probó el nudo y el resorte, tirando bien del sedal. Se sentía bien. Tuvo cuidado de no pincharse con el anzuelo.

Bajó en dirección al río con su caña en la mano, la botella con las langostas colgándole del cuello sostenida por una correa. La red le colgaba del cinturón, agarrada mediante un anzuelo. Sobre el hombro llevaba una gran bolsa de harina atada con nudos en los extremos, formando orejas.

Nick se sentía raro pero profesionalmente feliz con todo ese equipo encima. La botella con las langostas se balanceaba contra su pecho. Los bolsillos de la camisa se abultaban con el almuerzo y los cebos artificiales que había guardado en ellos.

Entró en el río y tuvo una sensación de frío. Los pantalones se le adhirieron a las piernas. Sintió bajo los zapatos los guijarros del fondo.

La corriente formaba remolinos alrededor de sus piernas y el agua le llegaba hasta arriba de las rodillas. Vadeó a favor de la corriente. La grava se le metía en los zapatos. Bajó los ojos para mirar los remolinos e inclinó la botella para sacar una langosta.

La langosta saltó y cayó al agua. La tragó un remolino junto a la pierna derecha de Nick y volvió a emerger un poco más allá, corriente abajo. Flotaba rápidamente, dando patadas. Desapareció en un veloz círculo que rompió la superficie del agua. La había cazado una trucha.

Otra langosta asomó la cabeza por la botella. Le temblaba la antena. Ya sacaba sus patas delanteras, listas para saltar. Nick la tomó de la cabeza y la sostuvo hasta pasarle el delgado anzuelo por el tórax hasta los últimos segmentos del abdomen. La langosta tomó el anzuelo con las patas delanteras y escupió un jugo color tabaco. Nick la tiró al agua.

Mientras sostenía la caña con la mano derecha, soltó línea. Con la mano izquierda apretó el carrete y dejó que el sedal corriera libremente. Podía ver la langosta en las pequeñas olas de la corriente. Desapareció.

Hubo un tirón en la línea. Nick la recogió. Era la primera vez que picaba un pez. Sosteniendo la caña, ahora animada, contra la corriente, recogió la línea con la mano izquierda. La caña se doblaba convulsivamente mientras la trucha luchaba contra la corriente. Nick sabía que era pequeña. Levantó la caña en el aire, arqueándola.

Vio a la trucha haciendo fuerza en el agua con la cabeza y el cuerpo contra la movediza tangente que trazaba la línea en el río.

Nick tomó la línea con la derecha y arrastró la trucha hasta la superficie. Tenía el lomo moteado de un color claro, como el agua sobre la grava, y le brillaban los costados en el sol. Nick se inclinó, con la caña bajo el brazo derecho, y hundió la mano en la corriente. Sostuvo la trucha, que no se quedaba quieta, con su mano derecha, húmeda, mientras le sacaba el anzuelo, y luego la volvió a tirar al río.

El pez flotó con poca firmeza por un instante y luego bajó, y se quedó junto a una piedra. Nick metió la mano para tocarla. La trucha estaba quieta en la corriente, descansando sobre la grava. Nick la acarició con los dedos, acarició una sensación suave, fresca y acuática, y luego se le fue, proyectando su sombra sobre el lecho del río.

Está bien, pensó Nick, solo estaba cansada.

Se había humedecido la mano antes de tocar la trucha para no alterar la delicada mucosidad que la cubría. Si se tocaba una trucha con las manos secas, un hongo blanco atacaba la parte sin protección. Años atrás, cuando pescaba en arroyos frecuentados por muchos pescadores, Nick había encontrado truchas muertas muchísimas veces, cubiertas de hongos blancos, amontonadas junto a una roca o flotando panza arriba. A Nick no le gustaba pescar cuando había otros hombres en el río. Si no pertenecían al grupo de uno, arruinaban la diversión.

Vadeó corriente abajo con el agua arriba de las rodillas, durante cincuenta yardas hasta llegar a los troncos atravesados en el río. No volvió a poner cebo en el anzuelo. Estaba seguro de que pescaría solo truchas pequeñas en la parte poco profunda y eso, no quería. A esta hora del día no habría truchas grandes en los vados.

De repente, el agua le llegó hasta los muslos. Más adelante estaban los troncos, donde el agua se oscurecía; a la izquierda estaba el extremo más bajo de la pradera; a la derecha, el pantano.

Nick se inclinó sobre la corriente y sacó una langosta de la botella. La puso en el anzuelo y escupió sobre ella para tener buena suerte. Luego soltó varios metros de línea del carrete y arrojó la carnada en el agua oscura y rápida. Flotó hacia los troncos, luego el peso de la línea hundió el cebo. Nick sostuvo la caña con las dos manos, permitiendo que la línea se deslizara por sus dedos.

Hubo un largo tirón. La caña se arqueó y la línea se puso tensa. El sedal tirante empezó a salir del agua, en continua sacudida. Nick sintió que el sedal se rompería si aumentaba la presión y soltó la línea.

El carrete hizo un chirrido y el sedal empezó a desenrollarse a toda velocidad. Demasiado rápido. Nick no podía controlarlo, y el chirrido aumentaba a medida que se desenrollaba la línea.

Ya no quedaba más línea y se veía el carrete desnudo. Su corazón pareció detenerse a causa de la excitación. Inclinado hacia atrás en la corriente que le helaba los muslos, Nick hizo presión sobre el carrete con la mano izquierda. Más allá de los troncos, saltó una trucha. Nick bajó la punta de la caña, sintiendo que la presión era demasiada, la tirantez excesiva. El sedal guía se había roto, claro. No era posible dejar de advertir cuando la cuerda se aflojaba, sin resorte.

Con la boca seca, y desanimado, Nick empezó a enrollar la línea. Nunca había visto una trucha tan grande. Se sentía un peso, un poder que era imposible contener, mientras la trucha saltaba. Parecía grande como un salmón.

A Nick le temblaba la mano. Arrolló la línea lentamente. La excitación había sido excesiva. Se sentía vagamente enfermo y creyó que era conveniente sentarse un rato.

El sedal guía se había roto en el lugar en que iba atado el anzuelo. Nick lo tomó. Pensó que la trucha estaría en alguna parte del fondo, sobre la grava, adonde no llegaba la luz, bajo los troncos, con el anzuelo clavado. Nick sabía que la trucha cortaría el hilo de tripa del anzuelo. Este se le clavaría cada vez más. Estaba seguro de que la trucha estaba furiosa. Una trucha de ese tamaño debería estar furiosa. Una hermosa trucha. El anzuelo le había entrado bien. Firme como una roca se le había clavado. Era pesada como una roca, además.

¡Sí que era grande, Dios! La trucha más grande que he visto jamás.

Nick volvió a la pradera y se quedó parado mientras el agua le chorreaba de los pantalones y le salía de los zapatos. Se sentó sobre unos troncos. No quería sobreexcitarse.

Retorció los dedos de los pies en el agua, dentro de los zapatos, y sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa. Lo encendió y tiró el fósforo al agua debajo de los troncos. Una trucha pequeña saltó, balanceándose en la rápida corriente. Nick se rio.

Se quedó sentado en los troncos fumando, secándose al sol, sintiendo la tibieza del sol sobre la espalda, contemplando el río que se adentraba en los bosques, dibujando curvas entre los vados, observó el resplandor en el agua, las rocas alisadas, los cedros y los blancos abedules a ambas márgenes, los troncos, tibios bajo el sol, sin corteza, blandos y grises. Poco a poco, el sentimiento de desengaño lo fue abandonando. Lentamente se le fue yendo,

ese sentimiento de desengaño que lo embargó después de toda esa excitación que le hizo doler los hombros. Ahora todo estaba bien. Dejó la caña apoyada contra los troncos mientras ataba un nuevo anzuelo al sedal guía, tirando fuerte para hacer un nudo duro.

Puso el cebo, recogió la caña y caminó hasta el otro lado de los troncos para entrar en el agua, donde no era demasiado hondo. Debajo de los troncos y más allá se extendía una laguna profunda. Nick vio un pozo y lo evitó caminando por un banco de arena, cerca de la costa pantanosa hasta llegar al vado del lecho.

A la izquierda, donde terminaba la pradera y empezaban los bosques, había un gran olmo, desarraigado durante alguna tormenta. Yacía del lado del bosque, con las raíces cubiertas de tierra y con pasto que crecía de ellas, formando una sólida protección junto al río. Desde donde estaba, Nick podía ver los profundos canales, como surcos, que la corriente había trazado sobre el lecho del río. El lecho estaba lleno de guijarros por todas partes. El río trazaba una curva junto al olmo, y allí el lecho era gredoso y se veían entre los surcos verdes matorrales de algas que se mecían con la corriente.

Nick echó la caña hacia atrás y luego con fuerza hacia delante y la línea, trazando una curva, depositó el anzuelo con la langosta en uno de los profundos canales. Una trucha mordió el anzuelo.

Sostuvo la caña cerca del árbol desarraigado y chapoteando hacia atrás en el agua atrajo al pez que se sumergía arqueando la caña, mientras Nick tiraba para escapar del peligro de los matorrales del río y llevar su presa a la costa. El resorte de la caña cedía a los tirones de la trucha, sumergiéndose por momentos, pero en general Nick iba ganando terreno. Con la caña sobre la cabeza condujo al animal hacia la red y luego levantó la caña.

La trucha quedó atrapada en la red, con sus flancos plateados en las mallas. Nick le sacó el anzuelo y la metió en la bolsa grande que le colgaba de los hombros.

Nick abrió la boca de la bolsa y la llenó de agua. La levantó, dejando el fondo en el agua, y el líquido empezó a escurrirse por los costados. Adentro, en el fondo, estaba la trucha inmensa, viva en el agua.

Caminó un trecho río abajo. La pesada bolsa se hundía en el agua, haciendo presión sobre sus hombros.

Estaba haciendo calor y el sol le quemaba en la nuca.

Nick ya tenía una buena trucha. No le importaba pescar muchas. En esa parte el río era ancho y poco profundo, con árboles en ambas márgenes. Los de la izquierda proyectaban una sombra breve en el sol del mediodía. Nick

sabía que había truchas en la sombra. A la tarde, después de que el sol hubiera cruzado hasta llegar a las colinas, las truchas buscarían refugio en la sombra fresca del otro lado del río.

Las más grandes se quedarían cerca de la orilla. Siempre se las pescaba cerca de la orilla en el Río Negro. Cuando bajaba el sol, todas iban hacia el centro de la corriente. Exactamente cuando el sol, antes de ocultarse, hacía un resplandor enceguecedor en el agua, se podían encontrar truchas en cualquier parte del río. Pero era casi imposible pescar entonces, porque la superficie del agua cegaba como un espejo bajo el sol. Por supuesto, se podía pescar corriente arriba, pero en un río como este, o como el Negro, había que vadear en contra de la corriente y en las partes profundas, el agua podía llegar a cubrirlo. No era divertido pescar río arriba con la corriente tan fuerte.

Nick siguió caminando, con cuidado de no meterse en un pozo. Había un haya que crecía junto al agua, cuyas ramas se hundían en el río. Siempre había truchas en un lugar así.

Nick no tenía ganas de pescar allí. Podía engancharse en las ramas.

Parecía profundo, sin embargo. Dejó caer la langosta en el anzuelo y la corriente la sumergió bajo las ramas. Sintió un fuerte tirón. La trucha se agitaba, emergiendo del agua entre las hojas y las ramas. La línea se había quedado enganchada. Nick tiró fuerte y la trucha se soltó. Recogió la línea y, sosteniendo el anzuelo en la mano, siguió corriente abajo.

Adelante, cerca de la orilla izquierda, había un tronco grande. Nick vio que era hueco. La corriente entraba mansamente por la abertura, haciendo un pequeño remolino en cada lado. Ahí ya era más hondo. La parte superior del tronco hueco era gris y estaba seca. Estaba parcialmente en la sombra.

Nick destapó la botella llena de langostas y una se prendió del palo que hacía de tapa. La tomó, la pasó por el anzuelo y la tiró al agua. Mantuvo la caña lo más lejos posible para que el cebo llegara hasta el tronco hueco. Nick bajó la caña e hizo que el insecto flotara en el hueco. Hubo un tirón fuerte. Nick dobló la caña en dirección contraria. Parecía como si se hubiese agarrado al tronco, solo que se sentía como algo vivo.

Trató de sacar el pez a la corriente. Lo logró.

El sedal aflojó de repente y Nick pensó que se le había escapado la trucha. Luego la vio, muy cerca, agitando la cabeza en la corriente, tratando de zafarse del anzuelo. Tenía la boca herméticamente cerrada, luchando contra el anzuelo en la corriente fluida y clara.

Sujetando la línea con la izquierda, Nick levantó la caña hasta poner tirante el sedal y trató de conducir a la trucha hasta la red, pero la perdió de

vista. Nick hizo fuerza, peleando con la trucha, dejando que se debatiera contra el resorte de la caña. Cambió la caña de mano, condujo la trucha río arriba, aguantándole el peso, haciendo mucha fuerza hasta meterla en la red. La levantó del agua, vio cómo trazaba un pesado medio círculo hasta caer de la red, que chorreaba agua, luego le sacó el anzuelo y la metió en la bolsa.

Abrió la boca de la bolsa y observó las dos truchas vivas en el agua.

Nick caminó en dirección al tronco hueco, vadeando el río que se hacía más profundo. Se quitó la bolsa de los hombros, sintiendo cómo se movían las truchas al salir del agua, y la colgó para volverlas a hundir en el agua. Luego tomó impulso y se sentó sobre el tronco. El agua de los pantalones y de las botas se le escurría, volviendo al río. Dejó la caña. Se trasladó al extremo del tronco que estaba en la sombra y sacó los sándwiches del bolsillo. Los mojó en el agua fría. La corriente le llevó algunas migas. Comió los sándwiches y hundió el sombrero en el agua para beber, pero la mayor parte se derramó.

Estaba fresco en la sombra, allí, sentado sobre el tronco. Sacó un cigarrillo y encendió un fósforo. Este se hundió en la madera gris y trazó un pequeño surco. Nick se inclinó hasta hallar una parte dura para raspar el fósforo, encendió el cigarrillo y se quedó fumando y observando el río.

Más adelante el río se estrechaba y entraba en el pantano. El río se volvía más profundo al entrar en el pantano compacto lleno de cedros que crecían muy juntos y cuyas ramas se entrelazaban. No sería posible caminar en un lugar así. Las ramas eran demasiado bajas. Para poder avanzar, habría que mantenerse casi a nivel del suelo. Pero no se podían atravesar esas ramas. Por eso era que los animales que vivían en los pantanos habían adoptado esa forma, pensó Nick.

Ojalá hubiera traído algo para leer. Tenía ganas de leer. No quería internarse en el pantano. Observó el río, corriente abajo. Vio un gran cedro inclinado sobre el agua que llegaba casi hasta la otra orilla. Después del cedro el río entraba en el pantano.

Nick no quería ir allí ahora. No soportaba vadearlo con la sensación del agua llegándole a las axilas, para pescar truchas grandes en un lugar donde era imposible sacarlas. Las orillas del pantano estaban desnudas. Los grandes cedros se juntaban arriba, y el sol no llegaba abajo, excepto en pequeños trechos. En el agua rápida y profunda, en la media luz, la pesca sería trágica. En el pantano, la pesca era una aventura trágica. Nick no quería eso. No quería internarse más hoy.

Sacó el cuchillo, lo abrió y lo clavó en el tronco. Luego recogió la bolsa, metió la mano y sacó una de las truchas. La sostuvo de la cola, pero era difícil

asirla porque estaba viva, y la mató de un golpe contra el tronco. La trucha se quedó rígida. Nick la puso sobre el tronco en la sombra y mató al otro pez de la misma manera. Las puso lado a lado sobre el tronco. Eran dos truchas hermosas.

Nick las limpió, haciendo un tajo de extremo a extremo. Sacó las entrañas, las agallas y la lengua, todas en una sola pieza. Las dos eran machos. Nick tiró los despojos hacia la orilla para que los encontraran los visones.

Lavó las truchas en el agua. Al sacarlas nuevamente, parecían vivas. No se les había ido el color aún. Se lavó las manos y se las secó en el tronco. Después metió las truchas en la bolsa, la puso sobre el tronco, la ató y la envolvió en la red. El cuchillo seguía con la hoja clavada en el tronco. Lo limpió en la madera y lo guardó en el bolsillo.

Nick se paró sobre el tronco, con la caña en una mano y la red en la otra. Después entró en el agua y chapoteó hasta la orilla. Subió y se encaminó hacia los árboles, cuesta arriba. Iba de regreso al campamento. Miró hacia atrás. Se veía aún el río, entre los árboles. Le quedaban muchos días para pescar en el pantano.

Capítulo XVI

L’envoi

El rey estaba trabajando en el jardín. Pareció muy contento de verme. Caminamos por el jardín. Esta es la reina, dijo. Ella estaba podando un rosal. Lo saludó.

Nos sentamos en una mesa, a la sombra de un árbol enorme, y el rey pidió whisky con soda.

—Todavía tenemos buen whisky —observó.

Me dijo que la junta revolucionaria no le permitía salir de los terrenos del palacio.

—Plastiras me parece un buen hombre, pero terriblemente intratable. Aunque creo que hizo bien en matar a esos tipos. Las cosas serían muy distintas si Kerensky hubiera fusilado a varios hombres. ¡Pero no hay duda de que en esta clase de asuntos lo principal es evitar que lo liquiden a uno!

Era muy divertido y conversamos un largo rato. Como todos los griegos, él también quería ir a América.

*Publicado en In Our Time, en 1925.

De Hemingway además, puedes ver la Teoría del Iceberg y el cuento «Fuera de temporada«

#Ríodedoscorazones

#Hemingway

Fuera de temporada

(“Out of Season” originalmente fue publicado en Three Stories and Ten Poems 1923, y luego en In Our Time, en 1925.)

Hernest Hemingway*

Fuera de temporada forma parte del libro En nuestro tiempo, publicado en 1925.

Peduzzi se emborrachó con las cuatro liras que había ganado removiendo el jardín del hotel con el azadón. Cuando el hombre joven atravesó el sendero, le habló en forma misteriosa. Le dijo que todavía no había comido, pero que estaba dispuesto a ir ni bien terminase el almuerzo. Cuarenta minutos o una hora más tarde.
       En la taberna, cerca del puente, le fiaron tres copas porque se mostró muy confiado y cauteloso respecto al trabajo que haría por la tarde. Era un día de viento. El sol se asomó detrás de las nubes y desapareció casi en seguida cuando empezó a lloviznar. Era un día excelente para pescar truchas.
       El hombre joven salió del hotel y le preguntó por las cañas.
       — ¿Mi mujer tiene que seguirnos con las cañas, entonces?
       —Sí —contestó Peduzzi—; que ella nos siga.
       El turista volvió al hotel y habló con su esposa. Después se reunió con Peduzzi y ambos empezaron a caminar. El hombre joven llevaba un morral al hombro. Peduzzi vio que la mujer les seguía. Parecía tan joven como su marido y usaba botas montañesas y una boina azul. Llevaba una caña de pescar en cada mano, en piezas separadas. A Peduzzi no le gustó que fuera tan distanciada.
       —¡Signorina! —gritó, guiñando el ojo a su acompañante—. Venga con nosotros. Venga aquí, signora. Vayamos juntos los tres.
       Peduzzi quería que los tres fuesen juntos por la calle de Cortina. La mujer no se apresuró. Al parecer, los acompañaban de mal humor.
       —Signorina —llamó Peduzzi con suavidad—, venga aquí, con nosotros.
       El hombre joven se volvió y gritó algo. Entonces, la mujer dejó de rezagarse y se acercó.
       Peduzzi saludaba atentamente a toda la gente que encontraba en la calle principal del pueblo.
       —Buon di, Arturo! —dijo, tocándose el sombrero.
       El empleado del Banco le miró desde la puerta del café fascista. También les observaron grupos de tres y cuatro personas, frente a las tiendas. Y los obreros con las chaquetas cubiertas del polvo que levantaban los cimientos del nuevo hotel, alzaron la vista a su paso. Nadie les dijo nada ni les hizo ninguna seña, excepto el mendigo del pueblo, flaco y viejo, con barba tupida, que se quitó el sombrero al verlos.
       Peduzzi se detuvo frente a un almacén que tenía el escaparate lleno de botellas y sacó la suya, vacía, del bolsillo interior, de su vieja y descolorida guerrera militar.
       —Algo de beber. Un poco de marsala para la signora. Algo, algo para tomar —gesticuló con la botella de grapa. Hacía un día magnífico—. Marsala. ¿Le gusta el marsala, signorina? Un poco de marsala, ¿eh?
       La mujer frunció el ceño y habló con su marido:
       —Si sabes lo que dice, contéstale tú, pues yo no lo entiendo. Está borracho, ¿no?
       Parecía no oír a Peduzzi. Estaba pensando: «¿Por qué diablos se le ocurre decir marsala? Eso es lo que tomó siempre Max Beerbohm».
       —Geld (dinero) —dijo finalmente Peduzzi, tirando de la manga al hombre joven—. Liras —sonrió. No le gustaba obligarlo en esa forma, pero era necesario poner en acción a su acompañante.
       Éste sacó la cartera y le dio un billete de diez liras. Peduzzi subió hasta la puerta de la tienda, pero la encontró cerrada. En el cartel decía: «Especialidad en Vinos del País y Extranjeros».
       —Hasta las dos no abren —dijo con desdén alguien que pasaba por la calle.
       Peduzzi bajó. Se sentía ofendido.
       —No importa —anunció—. Podemos conseguirlo en la Concordia.
       Se dirigieron a la «pastelería Concordia» los tres juntos. Frente a la entrada, donde estaban amontonados los herrumbrosos trineos, el joven marido dijo:
       —Was wollen Sie? ¿Qué quiere?
       Peduzzi le extendió repetidas veces el billete doblado.
       —Nada —contestó—; cualquier cosa —estaba desconcertado—. Marsala, quizá. No sé. Marsala, ¿eh?
       La puerta del local se cerró tras el hombre y su mujer.
       —Tres marsalas —le dijo a la muchacha que atendía el mostrador.
       —Querrá decir dos, ¿verdad? —preguntó ella.
       —No; el otro es para un vecchio.
       — ¡Oh! —exclamó la moza—. Un vecchio [viejo] —y se echó a reír mientras sacaba la botella.
       Después llenó tres vasos con un líquido que parecía sucio. La mujer se sentó a una mesa, bajo la repisa de los periódicos. Su marido le dio uno de los vasos de marsala.
       —Te conviene tomarlo —le dijo—. Tal vez te encuentres mejor.
       Ella observó la bebida. Su joven esposo fue hasta la puerta con el vaso para Peduzzi, pero no lo encontró.
       —No sé dónde está —dijo al volver al mostrador.
       —Él quería un cuarto —le advirtió su mujer.
       — ¿Cuánto vale un cuarto de litro? —El marido se dirigió a la muchacha.
       — ¿El bianco? Una lira.
       —No, marsala. Y agregue también estos dos —manifestó, dándole su propio vaso y el que ella había servido para Peduzzi.
       La muchacha llenó la medida de cuarto de litro con el embudo.
       —Y una botella para llevarlo —pidió el hombre joven.
       Ella fue a buscar una botella. Todo eso la divertía mucho.
       —Lamento tu disgusto, Tiny —dijo el marido—. Estoy arrepentido de lo que dije durante el almuerzo. ¡Y pensar que los dos estábamos yendo al mismo sitio por distintos caminos!
       —No tiene importancia. No te preocupes.
       —Hace mucho frío, ¿eh? ¿Por qué no te pusiste otro suéter?
       En aquel momento regresó la muchacha trayendo una pequeña botella oscura. El hombre joven pagó cinco liras más y después salió con su mujer. La muchacha de la tienda se quedó muy contenta. Peduzzi estaba enfrente, paseándose de un lado a otro con las cañas. Hacía mucho viento.
       —Vamos —les dijo—. Yo llevaré las cañas. ¿Qué importa si alguien las ve? Nadie nos molestará. Nadie se meterá conmigo en Cortina. Conozco a los del municipio. He sido soldado y todos me quieren en este pueblo. Vendo ranas. ¿Qué importa si está prohibido pescar? No interesa a nadie. Nada. No habrá lío. Y le aseguro que son truchas grandes y que hay muchas.
       Se dirigieron al río por la pendiente de la colina. La población quedó atrás. El sol se había ocultado y estaba lloviznando otra vez.
       —Vea —dijo Peduzzi, señalando a una muchacha que estaba de pie junto a la puerta de una casa frente a la cual pasaron—. Esa es mi hija.
       —Su médico —dijo la mujer—, ¿es que tiene que indicarnos cuál es su médico?
       —Dijo su hija —replicó el joven.
       Mientras Peduzzi la señalaba, la muchacha entró en la casa.
       Después de atravesar otro campo se dirigieron directamente a la orilla del río. Peduzzi mezclaba su rápida charla con muchos guiños e insinuaciones. En una oportunidad rozó a la mujer con el codo. A veces, hablaba en el dialecto de Ampezzo, y otras en tirolés. Empleaba dos lenguas porque no sabía cuál entendían mejor sus acompañantes, pero como el hombre contestaba siempre: «Ja, ja» (Sí, sí), Peduzzi resolvió expresarse sólo en tirolés. La mujer y su joven marido no entendían ni jota.
       —En el pueblo todos nos han visto pasar con estas cañas. Es probable que ahora nos estén siguiendo los guardas rurales. Ojalá no me hubiera metido en este maldito asunto. Y lo peor es que este imbécil viejo del demonio está borracho.
       —Pero, por supuesto, tú no eres de los que se echan atrás —dijo su mujer—. Entonces tienes que seguir, ¿verdad?
       — ¿Por qué vienes? Vete al hotel, Tiny.
       —Me quedaré contigo. Si te llevan preso, será mejor que esté a tu lado.
       Bajaron de golpe por una zona empinada de la ribera y Peduzzi empezó a gesticular frente al agua fangosa y oscura del río. Cerca de allí, a la derecha, había un montón de basura.
       —Hábleme en italiano —dijo el hombre joven.
       —Un’ mezzo’ora. Piu d’un mezz’ora.
       —Dice que todavía falta por lo menos media hora. Es mejor que te vayas al hotel, Tiny. El viento es demasiado frío. El día es malísimo y pase lo que pase no nos vamos a divertir nada.
       —Bueno —convino la mujer, y comenzó a subir por la orilla cubierta de pasto.
       Peduzzi, que estaba junto al río, la vio así que llegó arriba.
       —Frau! (señora) —gritó—. Frau! ¡Fraulein! No se marche.
       Ella continuó su camino por la cresta de la colina.
       — ¡Se fue! —exclamó Peduzzi, disgustado.
       Quitó las tiras de goma que sostenían los segmentos de las cañas y se puso a articular los correspondientes a una de ellas.
       — ¿Pero no dijo que falta media hora?
       — ¡Oh! Sí. Si uno baja más, tarda media hora. Pero aquí se puede pescar bien.
       — ¿De veras?
       — ¡Claro! Este sitio es tan bueno como el otro.
       El hombre joven se sentó en la orilla y montó una caña. Después colocó el carrete y pasó el sedal por las correderas. Se sentía molesto y temía que de un momento a otro pudiese llegar algún guardabosque o un grupo de ciudadanos con el sheriff. Desde el borde de la colina podía ver las casas y el campanario del pueblo. Cuando abrió la caja de sedales, Peduzzi se agachó e introdujo en ella su grueso y duro pulgar y el índice, enredando los humedecidos cordeles.
       — ¿No tiene un poco de plomo?
       —No.
       —Hace falta un poco de plomo —Peduzzi estaba excitado—. Tiene que conseguir piombo. Piombo. Un poco de piombo. Para esto. Para poner justo encima del anzuelo. Así no flotará en el agua. Debe tener un poquito de piombo.
       — ¿Y usted no tiene?
       —No —Peduzzi buscó en sus bolsillos con desesperación. Hasta registró el sucio género a través de los forros de su guerrera—. No tengo. Necesitamos piombo.
       —Entonces no podemos pescar —anunció el hombre joven, desarmando la caña y recogiendo el sedal por las correderas—. Conseguiremos un poco de piombo y vendremos mañana a pescar.
       —Pero escúcheme, caro. Tiene que tener piombo. Si no, el sedal flotará en el agua —el día de Peduzzi se echaba a perder bajo sus propias narices—. Tiene que conseguir piombo. Con un poco alcanza. Su equipo es nuevo y está limpio, pero le falta el plomo. Yo hu-biera traído un poco, pero usted dijo que tenía de todo.
       El hombre joven miró el agua descolorida por la nieve que empezaba a derretirse.
       —Tiene razón —dijo—. Pescaremos mañana, cuando hayamos conseguido un poco de piombo.
       —Dígame, ¿a qué hora de la mañana?
       —A las siete.
       El tiempo era más bien cálido, ya que había vuelto a salir el sol. El hombre joven se sintió muy aliviado. Ya no tenía que violar la ley. Sentado en la orilla, sacó de su bolsillo la botella de marsala y se la dio a Peduzzi. Peduzzi se la devolvió. El joven tomó un trago y se la entregó de nuevo al guía, que tampoco la aceptó esta vez y dijo:
       —Tome, tome usted. Es su marsala.
       Después de unos cuantos sorbos más, el marido de Tiny dejó la botella definitivamente. Peduzzi le había estado observando muy de cerca Recogió la botella con prisa y empezó a empinar el codo. Los pelos canosos de las arrugas de su cuello oscilaban mientras bebía. Tenía la mirada fija en el fondo de la angosta botella. Bebió hasta la última gota. El sol brillaba mientras bebía. Era algo maravilloso. Aquel sí que era un gran día, al fin y al cabo. Un día magnífico.
       —Senta, caro! A las siete de la mañana.
       Llamó caro a su acompañante en varias ocasiones, pero no sucedió nada anormal. El marsala era bueno. Sus ojos chispeaban. Y vendrían más días como ése. Iba a empezar a las siete de la mañana.
       Comenzaron a subir por la colina rumbo al pueblo. El hombre joven marchaba delante. Cuando estaba cerca de la cresta, Peduzzi le dijo:
       —Escuche, caro, ¿no puede darme cinco liras?
       — ¿Por lo de hoy? —preguntó el otro, frunciendo el ceño.
       —No; por lo de hoy, no. Démelas hoy por el trabajo de mañana. Así conseguiré todo lo necesario. Pane, salami, formaggio, lo mejor para nosotros tres, usted, yo y la signora. Y peces para cebo, no sólo gusanos. Tal vez compre un poco de marsala. Todo por cinco liras. Cinco liras, por favor.
       Después de mirar cuánto tenía en la cartera, el hombre joven sacó un billete de dos liras y dos de una.
       —Gracias, caro. Gracias —expresó Peduzzi, igual que un miembro del «Carleton Club» cuando otro le entrega el Morning Post. Aquello sí que era vivir. Ya había terminado con el jardín del hotel, donde desmenuzaba el abono helado con una horca para estiércol. Empezaba una nueva vida.
       —Hasta las siete, caro —dijo mientras daba unas palmadas a su acompañante—. A las siete en punto.
       — ¿Quién sabe si iré? —dijo el hombre joven, guardándose la cartera en el bolsillo.
       — ¿Cómo? —exclamó Peduzzi—. Llevaré peces para cebo, signor. Salami, todo. Usted, yo y la signora. Los tres.
       — ¿Quién sabe si iré? —repitió el otro—. Es muy probable que no. En todo caso, lo dejaré dicho al padrone del hotel.  

*Ernest Hemingway: Oak Park, Ilinois, E.U, 1899 – ‎Ketchum, Idaho‎, E.U., 1961.

Puedes leer la Teoría del iceberg que creó Hemingway a propósito de la escritura del presente cuento, en el siguiente enlace:
https://cursosdeescritura271752263.wordpress.com/2020/08/01/la-teoria-del-iceberg-de-ernest-hemingway-explicada-por-piglia/

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Descubre La Chispa Creativa en Escritura

La chispa creativa

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La chispa creativa es un concepto fascinante que se refiere al momento eureka que todos experimentamos: ese instante mágico en el que surge una idea innovadora, una imagen, una frase, un algo infinito.

Esta chispa no surge del vacío; más bien, es el resultado de diversas influencias como la imaginación, la memoria, y toda la literatura hasta ahora leída.

A menudo, se puede avivar a través de actividades, disparadores que fomentan la imaginación, la percepción sensorial, una cita textual, un sonido, el tacto de una pluma, el movimiento, una obra de arte, o incluso el simple acto de contemplar la naturaleza.

Además, el entorno y la colaboración con otras personas pueden jugar un papel crucial, brindando diferentes perspectivas que pueden desencadenar nuevas formas de pensar.

Cultivar esta chispa es esencial no solo para artistas y creativos, sino también para quienes buscan recrear sus vidas personales y profesionales.

En definitiva, la chispa creativa es una parte vital de la experiencia humana que impulsa el arte y la invención en todos los ámbitos de la vida.

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La teoría del iceberg de Ernest Hemingway explicada por Ricardo Piglia

Hay que insinuar más que explicar

RICARDO PIGLIA

Prólogo de Ricardo Piglia escrito cuatro meses antes de morir, en 2016, a ‘En nuestro tiempo’ (1928), la primera recopilación de cuentos que firmó el Nobel y la primera edición en español.

 In Our Time (En nuestro tiempo) fue considerado desde su aparición en 1925 un clásico que renovaba la tradición narrativa. La calidad de su prosa y la originalidad de su estructura lo convierten en uno de los mejores libros de cuentos que se han escrito. Aparte de los irrepetibles modelos tradicionales (como Las mil y una noches o El Decamerón) el libro es un ejemplo de unidad en la composición: entre los cuentos se intercalan lacónicas viñetas de guerra en las que se describen escenas que influyen tangencialmente en las conductas de los personajes de los relatos. Por eso es una paradoja, pero también un acontecimiento que esta sea la primera edición en castellano de este libro extraordinario. Su réplica, Así en la paz como en la guerra, de Cabrera Infante, repite el procedimiento; allí las viñetas narran episodios de la lucha revolucionaria cubana y en ese contexto los cuentos adquieren su verdadero sentido.

El uso de repeticiones, reiteraciones -ya de palabras, asonancias o consonancias y yuxtaposiciones-, unido al uso de la elipsis, define el estilo inconfundible de Hemingway y refuerza la presencia de una voz narrativa áspera que constituye el marco para la resonancia emocional. La lógica de una escena no depende de la acción que se desarrolla ahí, sino de las reacciones fragmentarias y entrecortadas de una realidad en crisis. Hemingway sustituye la lógica de la acción con la presencia de un narrador que no quiere decirse a sí mismo lo que ya sabe.

El libro postula una nueva poética literaria, como bien lo advirtió Ezra Pound: «Hemingway no se ha pasado la vida escribiendo ensayos de un esnobismo anémico, pero comprendió enseguida que Ulises, de Joyce, era un fin y no un comienzo». Joyce había escrito con todas las palabras de la lengua inglesa y había mostrado un gran virtuosismo, allí es donde Hemingway tiene una intuición esencial; no había que copiar de Joyce esa gran capacidad verbal, sino que era necesario empezar de nuevo, con un inglés coloquial, de palabras concretas, de pocas sílabas y frases cortas. Es a partir de aquí que construye un estilo de resonancias múltiples que marcó la prosa narrativa del siglo XX, de Salinger a Carver. Hemingway trabajaba con los restos del lenguaje, buscaba una prosa conceptual que insinuara sin explicar, de ese modo se elaboró una escritura experimental; muy conectada con las vanguardias de su época. Beckett llegaría a la misma conclusión años después: para escapar del inglés literario que Joyce había agotado, decidió cambiar de lengua y escribir en francés. Lo importante de Hemingway, y de Beckett, es que no describían lo que veían, sino que se describían a sí mismos en el acto de ver. Sus relatos trascienden el nivel meramente descriptivo para desembocar en un estilo que bordea el idiolecto, avanzando desde lo concreto y particular hacia la emoción.

Hemingway quería escribir historias mínimas, tratando de narrar los hechos y transmitir la experiencia, pero no su sentido. La simplicidad de la estructura de las frases y de la dicción -la de alguien fisurado emocionalmente- se ve reforzada por el uso restringido de adjetivos y adverbios. Casi no hay metáforas, ni comparaciones ni oraciones subordinadas; evita las técnicas tradicionales y puede ser leído como una versión personal que definió la renovación de la literatura moderna.

La parte omitida refuerza la historia y hace al lector sentir algo más de lo que ha comprendido

Al mismo tiempo el libro produjo una revolución en la técnica del cuento. Hemingway se refirió en París era una fiesta al primer cuento que escribió para la serie de En nuestro tiempo, llevando al extremo la poética de Chéjov: «Sin trama y sin final». De ese modo renovó la tradición de las formas breves. Refiriéndose al primer cuento que escribió con su nueva técnica, Hemingway dijo:

«En una historia muy simple llamada Out of Season («Fuera de temporada») omití el verdadero final en que el viejo se ahorcaba. Lo omití basándome en mi teoría de que se puede omitir cualquier cosa si se sabe qué omitir y que la parte omitida refuerza la historia y hace al lector sentir algo más de lo que ha comprendido».

En «Fuera de temporada» se insinúa que Peduzzi no se ha recuperado del efecto de la guerra. Nick Adams y su mujer ven síntomas leves, pero el narrador no dice lo que piensa, extrema el punto de vista de Henry James, no aclara lo que ignoran los personajes. En el cuento no se puede saber que Peduzzi se va a matar, pero el escritor sí lo sabe y esa es la clave; la relación que el narrador mantiene con la historia que cuenta es el fundamento del arte de narrar. Se trata de transmitir la emoción a la prosa a través de los detalles inadvertidos que provocan una reacción emocional.

Ese es un aporte técnico central que define la transformación que Hemingway produce en la forma del diálogo: todo se da por sabido y las conversaciones son lacónicas y tienden a un hermetismo luminoso que genera un efecto de extrañeza y agudiza la intensidad del relato. Bertolt Brecht, uno de los que mejor leyó a Hemingway, lo definió lúcidamente: «Sobre la concisión del estilo clásico: si en una página omito lo suficiente, estoy reservando para una sola palabra -por ejemplo, para la palabra «noche», en la frase al «caer la noche»- el valor equivalente a lo que ha dejado fuera en la imaginación del lector».

Roland Barthes, que nunca sale de la tradición francesa, definió sin embargo la técnica de Hemingway en su ensayo El grado cero de la escritura, basándose en el efecto que el estilo de Hemingway había causado en Francia, en especial en la escritura blanca de El extranjero, de Camus. Sartre lo dijo explícitamente: «Cuando Hemingway escribe sus frases cortas e inconexas obedece a su temperamento, pero cuando Camus utiliza la técnica de Hemingway lo hace consciente y deliberadamente, porque después de reflexionar considera que es la mejor manera de expresar su experiencia filosófica del absurdo del mundo».

En el relato El gran río de dos corazones, que cierra el libro, Hemingway lleva al límite su técnica. El relato narra las actividades de Nick Adams desde el momento en que desciende del tren en la desolada Michigan Superior buscando un lugar apropiado para acampar. El tema secreto del relato es el efecto de la guerra en Nick Adams, y en el cuento se narra, de un modo sutil y detallado, una excursión de pesca. No pasa nada pero el cuento acumula tensión, el estilo muestra que Nick Adams padece una crisis que trata desesperadamente de controlar sin decirlo nunca. La prosa ha atomizado la acción y el pensamiento hasta reducirlos a sus componentes más simples y los mantiene ahí sin vacilar. El estilo medio esquizo de la narración solo deja entrever la extrema tensión de Nick Adams.

El cuento no valoriza los acontecimientos y cuenta todo con una distancia serena, pero registra los hechos como si algo terrible fuera a suceder. Nick no quiere pensar, y el relato se desliza terso y minucioso. El único detalle que expresa, desplazada, la experiencia de Nick son los saltamontes ennegrecidos después del incendio que devastó la región. Aquí tenemos, en estado puro, lo mejor del estilo de Hemingway, lacónico, bellísimo; pero lo notable es lo que cortó Hemingway. El fragmento editado por Philip Young con el título On Writing se puede leer en el volumen The Nick Adams Stories: «La única literatura buena era la que uno inventaba, la que uno imaginaba. Eso hacía que todo fuera real. Todo lo bueno que había escrito lo había inventado. Nada había sucedido. Habían sucedido otras cosas. Cosas mejores, quizá. Esa era la debilidad de Joyce, Dedalus de Ulises, era el mismo Joyce, por eso era terrible. Joyce se ponía tan romántico e intelectual cuando se refería a él… A Bloom lo había inventado, y Bloom era magnífico. A la señora Bloom la había inventado. Ella era lo mejor del mundo». (En la misma línea, años después, en una carta a Max Perkins, Hemingway criticaba al Fitzgerald de Suave es la noche porque «no inventaba lo suficiente»: «Con materiales reales es muy difícil escribir. Inventarlo es más fácil y mejor».)

En el texto suprimido con buen criterio por Hemingway vemos con claridad lo que se enuncia en la teoría del iceberg, lo que se suprime ya está narrado y el escritor sabe lo que luego se elide. Esta forma de la elipsis da a los cuentos una potencia extrema. Lo notable en el texto suprimido es que Hemingway postula una teoría de lo imaginario como base del relato, en oposición a la versión de la experiencia vivida, que es el cliché más extendido sobre Hemingway, de que primero se vive y luego se escribe. Hemingway es más drástico y establece una hipótesis que funda la prosa en la invención y no en lo que se ha vivido.

Nick Adams, como Dedalus, se basa en la vida del joven esteta aspirante a escritor, Hemingway lo sabe pero nunca lo dice. Forma parte de la estirpe del joven artista, como Quentin Compson de Faulkner o Jorge Malabia de Onetti, y es esa elipsis lo que da a su relato de aprendizaje un tono propio.

Para terminar, séame permitida una mínima confidencia: en una librería de libros usados en la terminal de ómnibus de Mar del Plata, en una galería encristalada, sobre una mesa de saldos, encontré, en 1959, un ejemplar de In Our Time y esa tarde volví a casa y lo leí de un tirón, me tiré en un sillón de lona, con las piernas apoyadas en una silla, y empecé a leerlo y seguí y seguí. A medida que avanzaba en la lectura la luz cambiaba y declinaba. Terminé casi a oscuras, al fin de la tarde, alumbrado por el reflejo pálido de la luz de la calle que entraba por los visillos de la ventana. No me había movido, no había querido levantarme para encender la lámpara porque temía quebrar el sortilegio de esa prosa. Concluí el libro en plena oscuridad. Cuando por fin me levanté y prendí la luz ya era otro. Ahora me doy cuenta de que la forma del recuerdo, la luz que declina hasta que cae la noche, está influida por la prosa de Hemingway, por su capacidad para captar el sentimiento con leves matices y cambios de tono.

La gravitación de esa lectura está presente, nítida, en los cuentos de La invasión, mi primer libro. Como tantos escritores, yo había buscado liberarme del falso estilo literario que ensombrecía la literatura argentina. Mi experiencia con este libro me abrió las puertas de la experimentación narrativa. Por eso celebro esta edición y la pienso como si fuera una deuda saldada.

 

RICARDO PIGLIA

Buenos Aires, 25 de septiembre de 2016

Ricardo Piglia: un cuento siempre cuenta dos historias

El jugador de Chejov. Tesis sobre el cuento

Los dos hilos: Análisis de las dos historias

 I

En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: «Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida». La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito. Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.

Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.

 II

El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario. El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.

III

Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.

IV

En «La muerte y la brújula», al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. «Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim.» Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en «El Sur», como la cicatriz en «La forma de la espada») de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.

V

El cuento es un relato que encierra un relato secreto. No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento.

Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.

VI

La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola. La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.

VII

«El gran río de los dos corazones», uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato. ¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.

VIII

Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo «kafkiano». La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.

IX

Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento. La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.

X

La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En «La muerte y la brújula», la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en «El muerto», con Nolam en «Tema del traidor y del héroe». Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.

XI

El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. «La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato», decía Rimbaud. Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.

(Las negritas son de la editora de esta web).

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Curso Virtual de Narrativa

La palabra que emerge

Relatos en cuarentena

En este curso por Internet de cuatro clases escribiremos historias que surgen de un contexto excepcional: la pandemia que nos ha quitado de la vieja rutina.

Programa

La literatura como exponente del “misterio de la personalidad humana”. Las obsesiones. El tono. El mostrar y el decir. Debates en torno a la realidad y la ficción. ¿Tener un plan o dejarse llevar?

Contenidos

La historia debajo del agua. La teoría del iceberg y qué es lo no dicho en una historia. De la anécdota al cuento. Cómo inspirarse a través de las memorias personales. Lo que fui ya no soy.

Los personajes. Invención y descripción de personajes en sintonía con la trama narrativa.

El monólogo interior. Conoceremos las digresiones y el discurso desbocado propio a través del fluir de la conciencia y del monólogo como posibilidad literaria.

La descripción. La descripción de objetos, lugares y ambientes como forma de hacer concreto y visible lo conceptual.

Modalidad de cursada de clases por internet

Dinámica: Durante el taller accederemos a textos literarios teóricos, a relatos breves que procederemos a analizar y realizaremos ejercicios de escritura para, al finalizar el curso, tener al menos un cuento propio terminado. 

Se reciben inscripciones hasta el viernes 7 de agosto de 2020.

Las clases cuentan con un encuentro vía Zoom semanal, que será los jueves 13, 20 y 27 de agosto y 3 de septiembre, a las 19 horas (GMT-4).

Destinado a personas sin límite de edad, a partir de los 18 años.

Costo súper especial por la cuarentena profunda (¡con 60 por ciento de descuento!): 20 dólares.

Profesora: Carolina Ricaldoni.

Consultas e Inscripciones:

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Teléfono y WhatsApp: (+591) 78057224.

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Una vez finalizado este Curso, el estudiante o grupo interesado puede acordar nuevas fechas con la docente.

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